Juan Carlos Onetti
32 cuentos
PREFACIO
Se ha escrito ya mucho -y no siempre con el necesario equilibrio- sobre el llamado boom de la narrativa latinoamericana. A un grupo inicial se le fueron sumando aquellos autores que poco o nada tenían que ver con la rápida expansión de una literatura que penetró, no sin motivos, más allá de las fronteras naturales de la lengua. No entraremos aquí en el fenómeno -que es mucho más que un simple fenómeno publicitario, político o literario-. No podemos pasar por alto, sin embargo, el hecho de que Juan Carlos Onetti obtuviera, finalmente, un bien merecido, aunque tardío, puesto en la llamada “nueva novela latinoamericana”. Carlos Fuentes [1] en un ensayo que debe ser considerado casi como un verdadero manifiesto del boom, en 1969, aunque alude a dos grandes cuentistas uruguayos, Horacio Quiroga y Felisberto Hernández, sigue ignorando a Juan Carlos Onetti. Hoy, sin embargo, disponemos ya, desde 1970, de una edición de sus Obras Completas, y la difusión de las novelas de Onetti, desde El astillero a Juntacadáveres, en ediciones más o menos asequibles, es un hecho. La obra de Onetti ha sido también objeto de una considerable aunque tardía atención crítica y a ella han dedicado, por ejemplo, una tesis, Ximena Moreno Aliste, [2] publicada desde el Centre de Recherches Latino-Américaines de Poitiers, o la madrileña Cuadernos Hispanoamericanos (diciembre de 1974) un número monográfico especial. Pero el descubrimiento y reconocimiento de la narrativa y del mundo de Juan Carlos Onetti no ha sido fácil, como no es sencillo abarcar en su totalidad el rico contenido de sus ambiguos mensajes.
El lector tiene en sus manos la casi totalidad de los cuentos de Onetti. Cuentos que son narraciones breves, pequeñas novelas o novelas cortas o relatos. El primer cuento publicado por Onetti fue “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo” (1933), el último aparece aquí por vez primera: “El perro tendrá su día.” Se trata, pues, de una labor que discurre a lo largo de más de cuarenta años. Debe señalarse que tal actividad no ha sido muy prolífica. Publica un cuento cada uno o dos años, con algunos silencios más dilatados: “El posible Baldi” es de 1936 y “Convalecencia”, de 1940; “La casa en la arena” es de 1949 y “El álbum”, de 1953; “Justo el treintaiuno”, de 1964 y “La novia robada”, de 1968. Sin embargo, Onetti regresa siempre al relato breve, por el que, sin duda, siente una notable predilección. Porque el relato tiene en las literaturas argentina y uruguaya una rica presencia. Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Roberto Artl, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar: la simple enumeración nos ahorrará cualquier otro comentario. Entre Borges y Cortázar, entre ambas generaciones, hay que situar la obra de Onetti. La literatura en América Latina ha confundido aquí sus propias raíces con la mejor narrativa extranjera. Los norteamericanos Hemingway y Faulkner, principalmente, pueden ser rastreados en Onetti, pero no es posible aludir a una imitación o una exagerada influencia; del mismo modo puede señalarse la presencia de Henry James, Gide, Céline, Sartre, Joyce o Flaubert.
Los relatos de Onetti no pueden extraerse del conjunto narrativo total del autor. No son escarceos, ni tanteos para una novela larga, ni experimentaciones. En ocasiones pueden ser fragmentos de una de sus novelas que ha cobrado vida propia y se ha independizado, como “La casa en la arena”, que primitivamente formaba parte de La vida breve. Podemos penetrar, por consiguiente, por cualquier ángulo, en el meollo de la obra del narrador y, preferiblemente, a través de éstos, en sus relatos. Hallaremos aquí un mundo coherente y cerrado. En Onetti, en efecto, su mundo narrativo se cierra, constituye una estructura orgánica y, como tal, permanece suficiente en sí misma, relacionada y coherente en cada una de sus partes. Emir Rodríguez Monegal se refiere a Santa María, la ciudad mezcla de Buenos Aires y Montevideo, y a la saga que Onetti ha construido en torno a ella. [3] Las sagas giran, sin embargo, en torno a la vida de una familia, son la historia de una familia. No hay en la obra de Onetti, en cambio, una trayectoria biológica en el tiempo. El tiempo parece detenido, planea ingrávido por sobre los seres grises, aunque de trágico destino. El mundo de Onetti parece encerrado en una urna de cristal en la que se ha producido una extraña adaptación al vacío. Podemos observar a través de ella la vida que las criaturas desarrollan, aunque dentro de unos límites trazados previamente. En algún sentido la “ciudad” es, en Onetti, el linde para la acción. Una cierta crueldad o frialdad en la descripción de las criaturas es también resultado de este asepticismo deliberado que nos atrae y nos repele a un tiempo. La selva de La Vorágine, de José Eustasio Rivera, ha sido sustituida por la ciudad. La naturaleza virgen, que tanto había gravitado en la generación anterior a Onetti, ha dejado ahora un vacío, por el que discurrirá su significativo mundo. Este queda centrado en el sugestivo laberinto ciudadano; inaccesible, en ocasiones, a los propios personajes. En “Regreso al Sur”, por ejemplo, el protagonista -pese a que aparece desde una perspectiva referencial- establece una especial relación con la ciudad: “Tío Horacio no hizo comentarios, y no parecía haberse enterado de la proximidad nocturna de Perla, cinco cuadras al Sur. Oscar supo que había oído a Walter, porque en los paseos de la noche, cuando salían a tomar un café liviano a alguna parte, comenzó a llegar por Paraná hasta Rivadavia, donde se abría la Plaza del Congreso y hacia donde miraba con curiosidad idéntica noche tras noche; luego doblaba a la izquierda y continuaban conversando por Rivadavia hacia el Este. Casi todas las noches; por Paraná, por Montevideo, por Talcahuano, por Libertad. Sin hablar nunca de aquello, Oscar tuvo que enterarse de que la ciudad y el mundo de tío Horacio terminaban en mojones infranqueables en la calle Rivadavia; y todos los nombres de calles, negocios y lugares del barrio sur fueron suprimidos y muy pronto olvidados.” Buenos Aires con sus calles y avenidas, perfectamente delimitadas, constituyen el único mundo propio del personaje. Simbólicamente, atravesar esta invisible barrera es romper también con normas establecidas a lo largo de un tiempo que se repite en un itinerario idéntico. Es posible aplicar al concepto de la ciudad de Onetti lo que Ricardo Bofill señala respecto a Nueva York: “New York es el mejor ejemplo de cómo se desarrolla la jungla urbana, que es distinta a la jungla natural, y allí aprende el hombre a protegerse, esconderse, a organizar guerrillas, insurrecciones y elementos de desorden; esto es más fácil realizarlo en New York que en cualquier otro tipo de aglomeración urbana.” [4] Tío Horacio se esconde, es decir, se protege también tras el barrio ciudadano. Y prácticamente el barrio encierra cualquier referencia a la vida.
Los protagonistas de la “Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput” son expulsados de la ciudad: “Vivían en Las Casuarinas, desterrados de Santa María y del mundo. Pero algunos días, una o dos veces por semana, llegaban a la ciudad de compras en el inseguro Chevrolet de la vieja.” La pareja no es aceptada aquí por la comunidad humana que les rechaza desde su ciudad. Establece Onetti -ya desde su ideal Santa María- dos tipos de ciudadanos. Existen unos, acrisolados y antiguos. Es fácil reconocerlos porque poseen los privilegiados recuerdos del pasado ciudadano. A los nuevos habitantes no merece la pena tomarlos en consideración. Es desde la ciudad -y desde su modesto stablishment- desde donde narra el novelista; es el “nosotros” invisible, pero presente, que abarca la parcialidad narrativa de Onetti, desdoblado aquí en otro “yo” narrador, inmerso en los mismos prejuicios que viene a fustigar utilizando recursos indirectos: “Los pobladores antiguos podíamos evocar entonces la remota y breve existencia del prostíbulo, los paseos que habían dado las mujeres los lunes. A pesar de los años, de las modas y de la demografía, los habitantes de la ciudad continuaban siendo los mismos. Tímidos y engreídos, obligados a juzgar para ayudarse, juzgando siempre por envidia o miedo. Pero el desprecio indeciso con que los habitantes miraban a la pareja que recorría una o dos veces por semana la ciudad barrida y progresista…” Habremos observado el enriquecido análisis de la ciudad, sustrato activo, en el que actúan los principales personajes y, al mismo tiempo, artificio del narrador que partiendo de aquel “nosotros” inicial, con el que compartía los vicios ciudadanos en un cómplice guiño, pasa a otro narrador en tercera persona, no absolutamente desligado del primero. El personaje que finalmente narra, en efecto, va alejándose de la inicial participación, aunque no acaba de desaparecer. Sus opiniones, la narración subjetivo-objetiva, configuran el narrador atento a la psicología colectiva. Porque la ciudad no es sólo un “medio” frío, un “habitat” peculiar del hombre; es también parte de su propia personalidad, es un personaje más, una parte del drama colectivo que transcurre en un determinado lugar, Santa María; es el resultado de la suma de las historias de los personajes que Onetti nunca podrá ofrecernos enteramente. Nos hallamos lejos de las experiencias de Dos Passos, de su intento de abrazar una ciudad con vida y reducirla a materia novelesca y, en todo caso, más cerca del Dublín de Joyce.
[1] Carlos Fuentes,
[2] Ximena Moreno Aliste,