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– En la casita tenía aparato telegráfico para avisar cuando un negro moría por imprudencia. Pero a veces estaba tan aburrido, que no avisaba. Descomponía el aparato para justificar la tardanza si venia la inspección y tomaba el cuerpo del negro como compañero.

Dos o tres días lo veía pudrirse, hacerse gris, hincharse. Me llevaba hasta él un libro, la pipa, y leía; en ocasiones, cuando encontraba un párrafo interesante, leía en voz alta. Hasta que mi compañero comenzaba a oler de una manera incorrecta. Entonces arreglaba el aparato, comunicaba el accidente y me iba a pasear al otro lado de la casita.

Ella no sufría suspirando por el pobre negro descomponiéndose al sol. Sacudía la triste cabeza inclinada para decir:

– Pobre amigo. ¡Qué vida! Siempre tan solo…, ya sentado en un banco oscuro de la plazoleta, renunció a la noche y le tomó gusto al juego. Rápidamente, con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible. De la mansa atención de ella, estremecida contra su cuerpo, extrajo el Baldi que gastaba en aguardiente, en una taberna de marinos en tricota -Marsella o El Havre- el dinero de amantes flacas y pintarrajeadas. Del oleaje que fingían las nubes en el cielo gris, el Baldi que se embarcó un mediodía en el Santa Cecilia con diez dólares y un revólver. Del leve viento que hacía bailar el polvo de una casa en construcción, el gran aire arenoso del desierto, el Baldi enrolado en la Legión Extranjera que regresaba a las poblaciones con una trágica cabeza de moro ensartada en la bayoneta.

Así, hasta que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar en él como en un conocido. Y entonces, repentinamente, una idea se le clavó tenaz. Un pensamiento lo aflojó en desconsuelo, junto al perramus dé la mujer ya olvidada.

Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo. Fumaba rápidamente, lleno de amargura, los ojos fijos en el cuadrilátero de un cantero. Sordo a las vacilantes palabras de la mujer, que terminó callando, doblando el cuerpo para empequeñecerse.

Porque el Dr. Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas.

Tiró el cigarrillo y se levantó. Sacó el dinero y puso un billete sobre las rodillas de la mujer.

– Tomá. ¿Querés más?

Agregó un billete más grande, sintiendo que la odiaba, que hubiera dado cualquier cosa por no haberla encontrado. Ella sujetó los billetes con la mano para defenderlos del viento.

– Pero. Yo no le he dicho… Yo no sé… -inclinándose hacia él, más azules que nunca los grandes ojos, desilusionada la boca-. ¿Se va?

– Sí, tengo que hacer. Chau.

Volvió a saludar con la Mano, con el gesto seco que hubiera usado el posible Baldi, y se fue. Pero volvió a los pocos pasos y acercó el rostro barbudo a la mímica esperanzada de la mujer, que sostenía en alto los dos billetes, haciendo girar la muñeca. Habló con la cara ensombrecida, haciendo sonar las palabras como insultos.

– Ese dinero que te di lo gano haciendo contrabando de cocaína. En el Norte.

CONVALECENCIA

Casi en el mediodía, el hombre me rociaba de arena, empujando con el pie desnudo. Me volvía, medio dormida, desperezándome a la sombra de la cara inclinada y sonriente. El hombre cambiaba o alteraba un poco, con frecuencia, sus mallas de baño. Pero la aguda cara permanecía igual e incomprensible, sonriéndome. La cara recordaba con intensidad a un animal conocido. Y, al mismo tiempo, siguiendo sin esfuerzo las líneas del rostro había allí una expresión de inteligencia humana y maliciosa.

Sólo a fines de abril, lejos, en un otoño destemplado, pude comprender cuán semejante era la cara a la de un fauno pequeño y jovial.

Extendida en la hondonada llena de hierbas, no podía divisar los extremos del hotel y las rocas. La playa se reducía a un triángulo cuyas puntas se clavaban con firmeza en el horizonte.

Una mañana el mar era azul, grave, alzando repentinas olas contra la arena. Las tres muchachas iban paseando por la orilla, despacio. Sólo me llegaban las risas, sin concierto, menudas risas líquidas, con la misma música que hacían las aguas al amanecer, en la lejana punta rocosa.

Nada más que a una hora, en el alba, podía escucharse la música. Desde cualquier punto en que me colocara, la sentía acercarse oblicuamente, nerviosa, con el mismo andar soslayado de los caballos de raza que paseaban por la arena en el alba.

Los colores de las mallas de las tres muchachas aparecían, en el sol enfurecido, fríos y extraños. Azul oscuro las de los dos extremos, pantalones azules y camisilla blanca vestía la más alta, que iba a largos pasos entre las amigas, desprendiéndose un trecho, alcanzada en seguida.

Hubiera querido vestir a las muchachas con naranjas y amarillos, rojos violentos. Pero luego descubrí que los graves azules de las mallas y la blancura de la camisilla se correspondían con el mar, en una réplica amistosa que sólo muchachas en la mañana podían dar. Las vi, al regreso, pasear por la orilla de diminuta y mansa ola, con el sonido de las risas, manchas de agua y de luz en los pies descalzos, que empujaban e iban formando con los colores de sus trajes.

Desde la carpa del club alemán, próxima e invisible, llegó una voz masculina. Arrulló, alegre y misteriosa, una risa de mujer. Y en seguida entre carcajadas:

– ¡No miréis donde el sol no miró!…

Podía imaginarme sola hasta las diez. Por el camino retorcido entre tamarices se acercaban pasos y una voz sajona. Desembocaban a mi derecha y tomaban posesión de su pedazo de playa, clavando una enorme sombrilla de colores. El hombre era rubio o canoso, atlético, con una risa que quería decir: “Lindo, a la mañana, en la playa, el aire y el sol, ¿eh?”. Su risa terminaba siempre en pregunta, levemente. La mujer no contestaba. Desnudaba al niño y le azuzaba después para que la persiguiera, gateando. Llevaba pantalones cortos, blancos sobre la malla, y anteojos oscuros. Avanzaba en línea recta hacia el mar, las manos en la espalda. Era visible su fe en el alma del agua. Avanzaba, siempre recta, hasta la orilla para saludar el mar y tributarle alguna cosa.

Una vez el hombre llamó a la mujer de pantalones blancos: “Tuca”. Era cercano el mediodía y las gaviotas, al sonar el nombre, iniciaron el vuelo de reconocimiento, chillando sobre el pedazo desierto de playa.

Cuando llegaba el momento de tostarme la espalda, buscaba despedirme de la playa con una rápida mirada. Una nueva y poderosa sabiduría mandaba ahora en mi cuerpo y era forzosa la obediencia. Quedaba con la cara escondida entre los codos, pasando en seguida al mundo de los filosos pastos amarillos y las hormigas. Pero nunca pude comprender la actividad de los insectos, sus carreras indecisas, eternamente buscando. Les sonreía, soplando unos pocos granos de arena para cubrirlos y verlos resucitar, a la tercera tentativa, de entre los muertos.

Atrás y arriba mío el mar resoplaba, más fuerte entonces, balanceando y hundiendo las insignificantes voces humanas que buscaban reconstruir para mí la playa perdida. Y, cuando no era posible soportar el sol en los hombros y en los riñones, una sombra venía de cualquier parte.

– ¿Dormía?

Yo levantaba entonces la mejilla arenosa para saludar. Todas las tardes, al anochecer había olvidado la cara del vecino de playa. Ahora, en la mañana, volvía a conocerla. La risa, alargándole los ojos, prometía revelar la clave del rostro, el signo que permitiría recordarlo siempre.

– ¿Cómo se siente hoy?

Yo me sentía siempre bien, aunque un poco menos cuando él se acercaba. Lo veía como a un mensajero de mil cosas que me molestaba recordar. Llegaba siempre el momento en que, estirado, apoyado el cuerpo en los codos, el hombre sonreía a su propio pie en movimiento y murmuraba:

– ¿Sabe lo que me dice en la carta de hoy?

– ¿Eduardo? ¡Una carta por día! A veces pienso que usted las inventa.