– Qué día -dijo el muchacho.
– Si no llovía nos hubiéramos muerto de calor -contestó Capurro unos pasos después.
Se detuvieron en la orilla. Estaban los cuatro en silencio, con las corbatas sacudidas por el viento. Volvieron a encender cigarrillos.
– No está seguro el tiempo -dijo Capurro.
– ¿Vamos? -contestó el joven rubio.
El hombre del traje a rayas estiró un brazo hasta tocar al muchacho en el pecho y dijo con voz gruesa:
– Fíjese. Desde aquí a las dunas. Casi dos cuadras.
El otro asintió en silencio y después encogió los hombros como si aquéllo no tuviera importancia. Volvió a sonreír y miró a Capurro.
– Vamos -dijo Capurro y todos regresaron sin hablar hasta el automóvil. Cuando iban a subir, el hombre alto lo detuvo.
– No -dijo-. Ahí enfrente.
Enfrente había una casa y un galpón de ladrillos manchados de humedad. El galpón tenía techo de zinc y letras negras pintadas arriba de la puerta. Esperaron mientras el policía entraba en la casa de al lado y volvía con una llave. Capurro se dio vuelta para mirar el mediodía cercano sobre la playa, el policía separó el candado abierto y entraron todos en la sombra y el frío. Las vigas estaban untadas de alquitrán y colgaban pedazos de arpillera del techo. Mientras caminaban Capurro sentía crecer el galpón, más grande a cada paso, alejándose la mesa larga formada con caballetes que estaban en el centro. Miró la forma estirada pensando "quién enseña a los muertos la actitud de la muerte". Había un charco estrecho de agua en el suelo y goteaba drsde una esquina de la mesa. Un hombre descalzo, con la camisa abierta sobre el pecho colorado se acercó carraspeando y puso una mano en una punta de la mesa de tablones, dejando que su corto índice se cubriera en seguida, brillante, del agua que no acababa de chorrear. El hombre alto estiró un brazo y destapó la cara sobre las tablas dando un tirón a la lona. Capurro miró el aire, el brazo rayado del hombre que había quedado estirado contra la luz de la puerta sosteniendo el borde con anillas de la lona. Volvió a mirar al rubio sin sombrero e hizo una mueca triste.
– Mire aquí -dijo el hombre alto.
Fue viendo que la cara de la muchacha estaba torcida hacia atrás y que parecía que la cabeza, morada, con manchas de un morado rojizo sobre un delicado morado azulóse tendría que rodar desprendida de un momento a otro, si alguno hablaba fuerte, si alguno golpeaba el suelo con los zapatos, simplemente si el tiempo pasaba.
Pero la cabeza con un pelo endurecido, la nariz achatada, la boca oscura, alargadas las puntas hacia abajo, lacias, goteando, permanecía inmóvil, invariable su volumen en el aire sombrío que olía a sentina, más dura a cada paso de su mirada por los pómulos y la frente y el mentón que no se resolvía a colgar. Le hablaban uno tras otro, el hombre alto y el rubio, como si realizaran un juego, golpeando alternativamente la misma pregunta. Luego el hombre alto soltó la lona, dio un salto y sacudió a Capurro empuñándole las solapas; pero no creía en lo que estaba haciendo -bastaba mirarle los ojos redondos- y en cuanto Capurro hizo una sonrisa de fatiga el otro le mostró rápidamente los dientes, con odio, y abrió la mano.
– Bueno. Ya basta -dijo Capurro y todos se callaron, mientras seguía goteando la esquina de la mesa. Miró al joven rubio que esperaba con el cigarrillo entre los dedos frente al pecho, dirigió la cara hacia la muerta y se detuvo observando las arpilleras que colgaban desde el techo. Sólo tenía para contarles una historia larga, entrecortada, llena de momentos brillantes y místenosos que nada tenía que ver con aquello que interesaba a los hombres de pie en el galpón, mirándole la boca, que acaso tampoco tuviera relación con nada concreto que él pudiera imaginar. Hizo a cada uno un corto gesto de amistad y giró para salir, creyendo que iban a detenerlo en cada paso, pero oyó en seguida que los hombres lo seguían sin tocarlo, sin hacerle ya ninguna pregunta, sin prisa, como si acabara de contarles la larguísima historia y todos marcharan sin propósito, un poco inclinados por el cansancio de escuchar, escuchando ahora el susurro intermitente que la historia sin medida iba haciendo dentro de la cabeza de cada uno.
NUEVE DE JULIO
Aurora habló de la historia del país fabuloso la noche en que aceptó subir tarde a la habitación de Grandi a tomar té y cruzó el gran patio de la terraza, dilatado por la luna, para rascar la persiana de la puerta. El la vio sonreír, el cuerpo encogido, y entrar con paso rápido y silencioso, arrastrando los pies con blandura, las manos escondidas bajo el abrigo y una capucha en la cabeza; cargada de misterio, de ilegalidad y de una alegría movediza mientras se mantenía de espaldas a él, en el último rito de esconderle la cara. Luego se sentó en el borde de la cama, mirando la base del cono de luz sobre sus zapatos, hablando con un tono de voz desconocido, sujeto a un innecesario susurro, la respiración veloz que la hacía mostrar el borde de los dientes en la boca oscurecida. Y aparte de lo inevitable, aparte de tener una muchacha en la noche en su habitación, Grandi no sintió ningún deseo especial por ella, ningún impulso de acercarse a tocarla, seguro además de que la muchacha estaba tan vacía como él, aquella noche y las otras.
Pero estaba rodeada y cargada con la aventura y temía al fracaso como a una herida. La falsedad la hacía equivocarse, confundir los movimientos, olvidar frases imprescindibles que él continuaba esperando muchos minutos después del momento en que debían haber sido dichas. Del incomprensible compromiso de permanecer desconocida para él, Aurora extraía gestos extraños, sonrisas de alguna mujer cualquiera, movimientos ajenos que parecían sucederse fuera de su cuerpo y que su cuerpo mostraba olvidar en seguida. Después descansó, finalmente en el último momento de la noche, con la boca abierta y torcida, sorprendentemente fea, alejándose de él con el pelo que ondulaba en la penumbra hasta la alfombra.
Todavía ahora podía recordarla peinándose ante el espejo del armario y examinando su cara; buscando en silencio, ansiosa y decepcionada una novedad cualquiera; mendigando a la imagen de muchacha con nariz larga, despintada, una minúscula huella, un pliegue o un resplandor que hubieran sido agregados y que pudiera contemplar mañana y usar como camino certero para reconstruir la noche y conocer a la mujer que había estado con Grandi.
También podía recordarla, un momento antes, aproximando su sonrisa a la luz un poco sangrienta de la estufa donde susurraba el agua para el té, en cuclillas, separando bruscamente la cara para examinarlo a él y guiñar, siempre sonriendo; pero no con la sonrisa hechizada que había aproximado a la estufa y que la aislaba junto al resplandor circular, sino con la expresión de complicidad aceptada que no se refería a la noche y lo que ésta pudiera contener; que estaba más allá de la sensualidad y que unía a ambos en la inteligencia de lo inexpresable de la vida y de las variantes del destino humano.
La mirada ahora quieta, colocada en su visión inmediatamente después de la zona de aire que perturbaba la forma de las flores y trataba de evocarla -esa redonda frente que blanquea en la luz, esa oreja gruesa y firme, esa aplacada raya de la boca- junto a su cara en las noches de aquel otoño y aquel invierno. Evocaba la neblina del miedo en los ojos de la muchacha, la frase estúpida que ella balbuceó cuando forcejeaban.
Una tarde ella le dijo que deseaba no verlo más y le pidió que se mudara. Comenzó a pasar a su lado en la escalera de la pensión o en el comedor sin mirarlo, sin propósito de huirle, sin mostrar estar ocupada en la construcción de algo que sirviera para separarlos, como si ella misma se hubiera abatido repentinamente como sus manos, vacía y floja, sin nada para dar. En aquel tiempo Carlota comenzó a venir algunas noches a comer con Aurora y el padre, y Grandi se distraía comparando la cara de su amiga con el perfil rubio de la otra, que mostraba un único ojo solitario separado de la nariz recta y angélica.
Después tuvo un excesivo final de cuarenta y ocho horas, hundido en el remordimiento y el terror y en el descubrimiento del pecado. Todo junto, empujado dentro suyo con rabia y fuerza para que todo pudiese caber; una sola vez en la vida, era cierto, pero inolvidable y angustioso aún. Esa misma mano que se enlazaba ahora con la de Julio había estado contraída rodeándole un brazo mientras el taxi avanzaba interrumpido, a las once de la mañana, un 9 de Julio, entrando entre la muchedumbre que esperaba y perseguía los ómnibus, haciendo sonar una insoportable bocina entre las casas embanderadas y las gentes con escarapelas en el pecho. El iba sintiendo el retenido odio de Aurora girando en la cabeza que la muchacha apoyaba en un rincón del coche, y medía el miedo por las contracciones de los dedos en el brazo, un miedo animal ante la inminencia del martirio que la obligaba a aquel contacto, a unirse a cualquier ser vivo, Grandi inclusive; a difundir en cualquier otro su conciencia, a quebrar la soledad con las puntas de los dedos apretados contra el calor de un brazo para que el miedo no lograra colmarla. Grandi conoció la imperdonable sonrisa y la estirada palabra de ternura en la puerta del consultorio; conoció el café hirviente bebido de un trago en el bar de la esquina, el primer telegrama de un diario de cinco centavos releído una y otra vez, con los dientes apretados, sin entenderlo. Conoció la lentitud del segundero tembloroso en la esfera amarillenta del reloj, la mirada con que estuvo lamiendo las caras de las gentes en el mostrador y a través de los vidrios del bar, suplicando una expresión cualquiera, un gesto, un defecto o una peculiaridad física capaz de distraerlo y de interponerse entre él y la rígida imagen de una mujer perniabierta entre premura, algodones y sangre. Después estuvo esperando en la esquina, apoyado en un árbol, abrumado cuando la gente lo rodeaba y perdido cuando lo abandonaban para alcanzar los coches.