Entró en una panadería y llamó por teléfono a Lankin clavando enfurecido el dedo contra el número ocupado. Regresó a la esquina y empezó a pasearse: desde el tercer árbol vio a Lankin en el balcón, inclinado, enorme, moviendo la cabeza para buscar, con la túnica abierta. Entonces estuvo seguro de que la muchacha había muerto y supo que había un castigo para la culpa; se sintió en paz repentinamente, solitario y protegido de todo daño. Subió lentamente la escalera charlando con la enfermera. La sala de espera estaba vacía.
Cuando la mujer vestida de blanco lo dejó solo, abrió la puerta del consultorio y vio a Aurora estirada en la camilla, con las piernas tapadas con el abrigo; y mientras se fue acercando, oyendo el inevitable roce de los zapatos en el linóleo, amó desesperadamente la cabeza pálida de ojos hundidos y cerrados en una grasitud azulosa, y la nariz larga, de agujeros retintos. Aurora movió la cabeza y lo miró; sonrió en seguida y él tuvo que inclinarse, estirar el brazo y acariciar el pelo de la muchacha. Lankin abrió la puerta y dijo una frase riendo. Nunca había hablado tan fuerte. Grandi se apoyó en la camilla y miró agradecido a Aurora. Después discutió con Lankin que se paseaba con un libro en la mano, mientras escuchaba las voces y las bocinas en la calle, los ruidos de la sirvienta en el comedor poniendo la mesa para el almuerzo.
De todo eso, después, nada más que alguna mirada fija de Aurora cuando venía a buscar a Carlota y tenían que esperarla juntos. “No debe haber ningún recuerdo de ella -pensó- y nos une solamente el hecho de que ella pueda mantener sus ojos inmóviles en mi cara, silenciosa, durante un tiempo; y que yo pueda medir en su rostro, en sus movimientos y en su manera de hacer las frases todo lo que se le ha ido agregando, todo lo que le fue quitado o yace en ella, sin vida, sin influencia, como la pequeña cicatriz que tenía junto al ojo izquierdo y que ha descendido ahora hacia la mejilla. Y esto basta para que ella sea otra mujer, para que no haya estado nunca desnuda conmigo distante por igual de mi recuerdo y de la muchacha de la nariz larga que comía de espaldas a la chimenea en la casa de pensión. Ella no podría imaginar ya nunca cómo ese aislado y hundido recuerdo que persiste en vivir sin alimento ha llegado a ser mi secreto y cuánta importancia tiene en medio de mi confusión cuando quiere mirarme. Más significativa que todo, está la noche en que ella se inclinó junto a la estufa y persiste el mediodía en que el taxi avanzaba lentamente hacia la casa de Lankin.”
– Yo voy a pasear -dijo Lankin-. No quiero esperarlos.
Caminó dos veces, de un lado a otro de la habitación emparedado por el silencio. Se detuvo frente a Grandi y lo miró un rato.
– Voy a pasear -repitió finalmente.
Grandi movió la cabeza y lo vio abrir la puerta y salir al corredor, sin abrigo ni sombrero. “Y Alcides para agregar -pensó Grandi-; ese pobre chico. Sólo yo puedo saber con cuánto disimulo le hablé esta tarde y con qué mirada observé el cuello gastado de su camisa, la corbata arrugada, los zapatos deformes y opacos que retiró finalmente hacia la sombra de la mesa, como si escondiera los pies sucios. Cómo estará todo eso ahora, con la sangre. Y el recuerdo de mi entrevista de hoy, ahora que ha muerto, tendrá que quedar en mí, tendrá que ir a depositarse a la sucia negrura donde están las noches con Aurora y el aborto a mediodía. Sólo yo seguiré sabiendo con cuánta protección y desdén le golpeé despacito el hombro al terminar de hablarle, haciendo sonar la más mala de las risas sobre su cabeza. Y no lo hice para que se matara; no lo hice siquiera para convencerlo de que yo tenía razón. Nada más que para que no continuase mirándome y sonriendo con aquella expresión inquieta de su cara de adolescente enclenque, con el brillo de burla de su juventud ante un hombre al que considera definitivamente terminado porque tiene el doble de su edad y no conserva más que el nombre y algún carcomido rasgo para convencer de que fue, él también, un ser ansioso e implacable, en el pasado desvanecido, en un nublado 9 de julio, en un taxi.”
DE REGRESO AL SUR
Cuando estuvo solo en el rincón del café, Oscar volvió a pensar en la cabeza pálida de tío Horacio en la camilla, que parecía haber aceptado definitivamente la expresión de leve interés y cortesía con que se enmascaraba al escudar hablar de personas y cosas que habían estado o atravesado el sur de Buenos Aires, la zona extranjera que se iniciaba en la calle Rivadavia, y a partir del Carnaval de 1938. Tío Horacio alzaba las cejas y casi sonreía para esperar el fin de aquellas conversaciones. Recordando su rostro muerto, era nuevamente imposible adivinar en qué sentido y con qué intención el odio y el desprecio actuaban sobre las imágenes y los seres del barrio sur, cuál había sido la deformación obtenida «o -tal vez no era más que esto- en qué tono de luz el odio y el desprecio envolvían para tío Horario los paisajes proscritos del Sur.
El primer sábado del Carnaval del 38, tío Horacio y Perla pasearon por Belgrano después de la comida; salieron del departamento y caminaron despacio por Tacuarí y Piedras, tomados del brazo. Oscar supo que habían ido a beber cerveza a un café alemán y que habían conversado allí hasta pasada la medianoche. Cuando volvieron, ella estuvo dando vueltas sin motivo por la casa, tarareando una música de Albéniz, y casi en seguida se acostó. Tío Horacio quedó un rato sentado junto a la mesa donde Oscar estudiaba. Parecía cansado, y se quitó el cuello. Jugaba con el reloj, metiendo un dedo en el bolsillo del chaleco, y miraba pensativo la mesa, en las pausas, entre las preguntas distraídas. Oscar vio que sonreía suavemente, y lo oyó reír un poco cuando se levantó y estuvo un rato de pie, las piernas muy separadas, sacudiendo la cabeza. Después suspiró, hizo la última pregunta sobre libros y exámenes y subió al dormitorio.
El domingo no salieron de casa; durante todo el día se movieron con pesadez y silencio por el calor de la casa, mal vestidos, tendiendo a los rincones frescos y semioscuros, donde marcaban su presencia con gruesos diarios de la mañana, revistas y libros ajados, de fecha antigua. Cuando Oscar se fue al anochecer, tío Horacio estaba solo en el escritorio contando unas gotas de remedio. "Ella se quiere ir y él no quiere presionarla habiéndole de su enfermedad -pensó Oscar-, o ella se quiere ir y él va a buscar la forma de presionarla haciéndole saber, sin decirlo, que está otra vez enfermo."
El lunes de Carnaval estuvieron todo el día juntos y afuera; Oscar los vio de noche, nuevamente amigos; tío Horacio habló de muchas cosas, un poco excitado y feliz, con sudor en la frente y un jadeo al sonreír. El martes Oscar llegó a la calle Belgrano al anochecer; tío Horacio estaba solo, junto a una ventana, la camisa desprendida, los lentes colgando por r una patilla de los dedos; y la quinta edición de un diario junto a los pies descalzos. Se saludaron, y Oscar no le vio más que sueño en la cara. Después no pudo comprender -porque aquello representaba a un desconocido cualquiera y no tenía relación alguna con tío Horacio- el encontrar encima de la carpeta del comedor, cerca del vaso de leche y el sandwich de jamón que le dejaba todas las noches Perla, una carta escrita con tinta muy azul, desplegada, sujeta con el centro de mesa, con cuatro dobleces bien marcados. La leche, el sandwich y la carta habían sido puestos allí por tío Horacio, por el hombre que estaba junto a la ventana de la otra habitación: quería enterarlo, sin preguntas, de que Perla se había ido con perdones, olvido, felicidad y el irrenunciable derecho a la realización de la propia vida. No volvieron a hablar de Perla; cuando Oscar volvió en la madrugada, la carta no estaba en la mesa, y tío Horacio continuaba espiando por la ventana la noche caliente de Carnaval, todavía blando en la cara el gesto de bondadoso hastío que habría de señalarlo hasta el final.