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Oscar salió corriendo del café, consiguió un taxi y viajó a Paraná y Corrientes a buscar el remedio; no quería pensar en nada, solamente recordaba a tío Horacio cruzando la calle Rivadavia y preguntando con voz paciente, sin presionar, seguro de que él mismo podría dar en seguida la respuesta exacta: "¿Y cuál es el secreto de la fuerza de los agricultores canadienses?"

Oscar dijo al chófer que esperara y subió corriendo la escalera. No había nadie en el hall; empezaba la buena estación y era sábado, todos debían haber salido. Entró en la pieza y vio a Perla sentada en la cama, un brazo muy separado del cuerpo, con la mano hundida en la colcha, el pecho bastante más saliente que cuando vivía en Belgrano, tal vez más gorda en todo, muy pintada. La mujer sonrió, inclinando la cabeza como las niñas; era el gesto de siempre para tío Horacio, el gesto de ganar discusiones, hacerse perdonar, llevarlo a la cama.

– ¿Cómo le va? -dijo ella, y bajó la cabeza, sin dejar la sonrisa, hasta casi tocarse el hombro con la mejilla.

Oscar no le contestó nada y por un momento se olvidó del remedio, del coche que esperaba, de tío Horacio resbalando en la silla. Se sacó el sombrero y se apoyó en la mesa, frente a ella, mirándola. Después también él sonrió, porque Perla dijo:

– ¿Qué le pasa? ¿Se asombra de verme, verdad? Parece que no se alegrase mucho -empezó a levantar la cabeza-. ¿Horacio salió? Yo quería verlo…

Oscar volvió a ponerse el sombrero, fue a buscar el frasquito al botiquín, y mientras lo revolvía le habló:

– Está ahí, en un café de la Avenida, con un ataque.

La oyó levantarse, caminar de un lado a otro y asegurar varias veces que era imposible. Repetía: "tan luego ahora"; y Oscar no supo lo que quería decir. Encontró el frasco y le dijo:

– Tengo un automóvil esperando para ir al café. Si quiere venir, se apura.

En el primer viaje en taxi no hablaron; Oscar estaba con el cuerpo inclinado, mirando la calle por encima del brazo del chófer, con el frasquito apretado entre las rodillas. Cuando llegaron al café, el aparato de música tocaba un pasodoble, y la mesa estaba vacía, con un mozo de pie, al lado, comentando con alguien de una mesa vecina, mientras movía sin sentido la servilleta.

– Ya se lo llevaron -dijo el mozo-. Seguía peor, y de aquí mismo llamamos y se lo llevaron. No sé adonde. Lo habrán llevado a Esmeralda al 66. Le voy a preguntar al patrón si sabe.

El patrón no sabía, pero hablaron en la calle con el vigilante, y les dijo que habían llevado a tío Horacio a Esmeralda 66.

– ¿Cómo estaba? -preguntó Perla.

– No sé -dijo el vigilante-. Estaba mal. Cuando yo llegué se desmayó del todo.

Siguieron en otro coche hasta la Asistencia Pública, y en este segundo viaje Perla mostró un pañuelo en la mano y comenzó a llorar, la cabeza otra vez inclinada, como si hubiera cerca alguien a quien pedir alguna cosa.

En la Asistencia Pública los dejaron entrar en seguida, los guiaron por.un corredor, caminaron por un laberinto hecho de bastidores y entraron después en una sala grande, donde Walter estaba tironeándose desconcertadamente de los puños de la camisa, y tío Horacio estaba muerto, acostado en una camilla.

En el último viaje de la noche Perla estuvo arrinconada en el asiento, la mano larga abierta contra el pañuelo que le tapaba la cara. El automóvil iba a poca velocidad por Esmeralda, y cuando ella bajó la mano en una bocacalle, Oscar le vio los ojos enrojecidos y la nariz hinchada; la boca, pintada y bien hecha, con un poco de vello bajo la nariz, seguía tranquila, avanzando un poquito, con el gesto que le servía a Oscar para identificarla cuando la recordaba, igual a la boca de los retratos que tío Horacio había tenido escondidos en un cajón del escritorio.

– Me echaron como si yo fuera… -empezó a rezongar la mujer.

– No; la echaron como a todo el mundo. No había nada que hacer allí.

– Yo quería estar.

Oscar prefería soportar el ruido que hacía cuando lloraba a escucharla hablar. Perla volvió a recostarse en el asiento, sin llorar ahora, la mano enrulando el pañuelo en la falda. Oscar recordaba la cabeza de tío Horacio en la camilla y a Walter dando vueltas alrededor, con el perfume del cosmético, el traje de compadrito, los blancos puños de la camisa escondiéndole las muñecas, repitiendo, deteniéndose para hacer inútilmente otra frase, las mismas palabras que había dicho Perla: "Tan luego ahora…" Suspiraba, movía nerviosamente los labios como para echar una mosca, y continuaba arrastrando el estribillo alrededor de la camilla: "Tan luego ahora". La enfermera escribía de pie en un rincón, y el médico se secaba las manos en el otro lado de la sala.

– Oiga -dijo Perla-. ¿Usted tomó las disposiciones?

El la miró en silencio, y a la luz que entraba cortándoles las caras la vio temblar de rabia.

– Ah -dijo Oscar un rato después-, ese animal de Walter se va a ocupar de todo.

– Pobre Walter -dijo ella-. Se quedó muy afectado.

Oscar se volvió a mirar la calle, pensando: "disposiciones" y "afectado"… "Además está gorda como una vaca."

– Usted siempre el mismo -dijo ella con amargura y debilidad-. Parece que no le importa mucho. En cambio, Walter…

– Puede ser -dijo Oscar-. Tiene razón; a Walter, sí.

Hizo detener el coche en Paraná y Corrientes, mientras ella sacudía la cabeza y repetía el ruido del llanto. Oscar esperó un momento y después le dijo que él se bajaba allí, pero que si ella quería seguir podía darle dinero para el taxi. Ella dijo que no y bajó, y mientras Oscar pagaba al chófer estuvo esperando recostada a la pared, más gorda que antes, metida en la sombra con su vestido claro; quedaron luego mirándose en silencio, y él sintió el perfume que venía en olas sin fuerza desde el pecho de Perla, que subía y bajaba junto al portal vacío.

Después Oscar entró en el café y fue a buscar el rincón solitario, pensando en cuál sería la frase que tal vez hubiese esperado la mujer, parada e inmóvil, frente a él, hasta que se separaron sin hablar, y pudo verla de espaldas, alejándose hacia la Avenida, hacia el muro invisible de Rivadavia, de regreso al Sur.

ESBJERG, EN LA COSTA

Menos mal que la tarde se ha hecho menos fría y a veces el sol, aguado, ilumina las calles y las paredes; porque a esta hora deben estar caminando en Puerto Nuevo, junto al barco o haciendo tiempo de un muelle a otro, del quiosco de la Prefectura al quiosco de los "sandwiches". Kirsten, corpulenta, sin tacos, un sombrero aplastado en su pelo amarillo; y él, Montes, bajo, aburrido y nervioso, espiando la cara de la mujer, aprendiendo sin saberlo nombres de barcos, siguiendo distraído las maniobras con los cabos.

Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordando en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a flote. Sé que están allí porque Kirsten vino hoy a mediodía a buscar a Montes a la oficina y los vi irse caminando hacia Retiro, y porque ella vino con su cara de lluvia; una cara de estatua de invierno, cara de alguien que se quedó dormido y no cerró los ojos bajo la lluvia. Kirsten es gruesa, pecosa, endurecida; tal vez tenga ya olor a bodega, a red de pescadores; tal vez llegará a tener el olor inmóvil de establo y de crema que imagino deber haber en su país.

Pero otras veces tienen que ir al muelle a medianoche o al amanecer, y pienso que cuando las bocinas de los barcos le permiten a Montes oír cómo avanza ella en las piedras, arrastrando sus zapatos de varón, el pobre diablo debe sentir que se va metiendo en la noche del brazo de la desgracia. Aquí en el diario están los anuncios de las salidas de los barcos en este mes, y juraría que puedo verlo a Montes soportando la inmovilidad desde que el buque da el bocinazo y empieza a moverse hasta que está tan chico que no vale la pena seguir mirando; moviendo a veces los ojos -para preguntar y preguntar, sin entender nunca, sin que le contesten- hacia la cara carnosa de la mujer que habrá de estar aquietándose, contraída durante pedazos de hora, triste y fría como si lloviese en el sueño y hubiese olvidado cerrar los ojos, muy grandes, casi lindos, teñidos con el color que tiene el agua del río en los días en que el barro no está revuelto.