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El Colorado está extendido junto a la chimenea apagada, mascando con lentitud; tiene un vaso de vino en la mano. Ella y Quinteros murmuran velozmente, cara contra cara, hasta que Díaz Grey avanza, hasta que es imposible negar que oyen sus pasos.

– Hola -dice Quinteros, y le sonríe, le alarga un brazo; todavía tiene el sombrero puesto, desacomodado.

Díaz Grey arrastra una silla y se sienta cerca del Colorado; le acaricia la cabeza y lo palmea, cada vez más fuerte, esperando que se enfurezca para golpearle la mandíbula. Pero el otro continúa mascando, apenas se vuelve para mirar; entonces Díaz Grey deja descansar su mano sobre el pelo rojizo y mira hacia ella y Quinteros.

– Todo está arreglado -dice Quinteros-. El beneficio de la duda, para repetir las palabras del juez. Si estabas preocupado, espero que ahora… Aunque, naturalmente, pueden quedarse aquí cuanto quieran.

Se acerca y se inclina para darle otros billetes doblados. Cuando Molly termina de pintarse y abrocharse el impermeable hasta el cuello, Díaz Grey se incorpora y abre bajo la luz, bajo la cara de la mujer, la mano con el anillo en la palma. Sin palabras -y ahora es necesario aceptar que la escena está situada en el final de la tarde- ella le toma los dedos y los va doblando, uno a uno, hasta esconder el anillo.

– Hasta cuando quieras -dice Quinteros desde la puerta. Díaz Grey y el Colorado oyen el ruido del motor que se aleja, su silencio, el murmullo del mar.

Aquí termina, en el recuerdo, la larga tarde lluviosa iniciada cuando Molly llegó a la casa en la arena; nuevamente el tiempo puede ser utilizado para medir.

Tan dramáticamente como si quisiera convencer de que lo ha comprendido todo antes que Díaz Grey, el Colorado se incorpora y vuelve hacia la puerta, hacia la lluvia que cede, una cara humanizada por la sorpresa y la angustia. Toca al médico por primera vez, le aferra un brazo y parece fortalecerse con el contacto; después se levanta y sale corriendo de la casa. Díaz Grey abre la mano, se acerca a la luz para mirar el anillo y soplar los granos de arena que se le han pegado; lo deja sobre la mesa, bebe lentamente un vaso de vino, como si fuera bueno, como si le quedaran cosas en qué pensar. Hay tiempo, se dice; está seguro de que el Colorado no necesita ayuda. Cuando se resuelve a salir encuentra, examina con indiferencia el último momento que puede ser incorporado a la tarde brumosa: una franja de luz rojiza se estira muy alta sobre el río. Enciende un cigarrillo y camina hacia el costado de la casa donde está el galpón; piensa con indolencia que terminó por guardarse el anillo, que dejó sobre la mesa el papel con los versos, que tal vez el deliberado cinismo baste para limpiarlo del remedo de la pasión y su ridículo.

Cuando Díaz Grey, en el consultorio frente a la plaza de la ciudad provinciana, se entrega al juego de conocerse a sí mismo mediante este recuerdo, el único, está obligado a confundir la sensación de su pasado en blanco con la de sus hombros débiles; la de la cabeza de pelo rubio y escaso, doblada contra el vidrio de la ventana, con la sensación de la soledad admitida de pronto, cuando ya era insuperable. También le es forzoso suponer que su vida meticulosa, su propio cuerpo privado de la lujuria, sus blandas creencias, son símbolos de la cursilería esencial del recuerdo que se empeña en mantener desde hace años.

En el final preferido para su recuerdo, Díaz Grey se deja caer a un costado de la casa, sobre la arena mojada. El frenesí del Colorado, que amontona ramas, papeles, tablas, pedazos de muebles contra la pared de madera del chalet, lo hace reír a carcajadas, toser y revolcarse; cuando respira el olor del kerosene inmoviliza al otro con un silbido imperioso y se le acerca, resbalando sobre la humedad y las hojas, saca del bolsillo la caja de fósforos y la sacude junto a un oído mientras avanza y resbala.

EL ÁLBUM

La vi desde la puerta del diario, apoyado en la pared, bajo la chapa con el nombre de mi abuelo, Agustín Malabia, fundador. Había venido a traer un artículo sobre la cosecha o la limpieza de las calles de Santa María, una de esas irresistibles tonterías que mi padre llama editoriales y que una vez impresas quedan macizas, apenas ventiladas por cifras, pesando sensiblemente en la tercera página, siempre arriba y a la izquierda.

Era un domingo a la tarde, húmedo y caluroso en el principio del invierno. Ella venía del puerto o de la ciudad con la valija liviana de avión, envuelta en un abrigo de pieles que debía sofocarla, paso a paso contra las paredes brillosas, contra el cielo acuoso y amarillento, un poco rígida, desolada, como si me la fueran acercando el atardecer, el río, el vals resoplado en la plaza por la banda, las muchachas que giraban emparejadas alrededor de los árboles pelados.

Ahora caminaba por el costado del Berna, más joven, más pequeña dentro del abrigo desprendido, con una curiosa agilidad de los pies que no era transmitida a las piernas, que no alteraba su dureza de estatua de pueblo.

Vásquez, el de la reventa, llegó por el corredor y se puso a mi lado, viéndome mirar, limpiándose las uñas con un cortaplumas, también prestigiado, indistintamente, por las dos palabras del nombre de mi abuelo. Encendí la pipa, esperando el momento de moverme para cruzar en diagonal la calle, rozar tal vez a la mujer, enterarme con certeza de su edad y meterme con un portazo en el automóvil, el nuevo, que mi padre me había dejado traer. Pero ella se detuvo en la esquina, ocultando con la cabeza, con la punta del gorro de lana, la jarra desteñida que alzaba en el cartel de la cervecería un gringo abigotado. Se detuvo con las rodillas juntas, sin propósito de hacerlo, simplemente porque acababa de morir el impulso que la había remolcado calle arriba.

– Debe estar un poco loca de la cabeza -dijo Vás-quez-. Hace una semana que está en el hotel, el Plaza; vino sola, dicen que cargada de baúles. Pero toda la mañana y la tarde se las pasa con esa valijita ida y vuelta por el muelle, a toda hora, a las horas en que no llegan ni salen balsas ni lanchas.

– Es fea, debe tener sus añitos -dije, y bostecé. -Según se mire, Jorgito -dictaminó con suavidad-. Más de uno se tiraría su lance -me tocó el hombro en despedida y cruzó diagonalmente, casi como yo proyectaba hacerlo, gris y pequeño, con el andar heredado de su amigo Junta, tratando de apoyar sobre el asfalto fangoso la rotundidad de un peso que no tenía. Pasó muy cerca de la mujer en la esquina del Berna, sin mover el cuello para mirarla, y entró en el negocio.

Yo sabía que no era para mí -y tal vez por nadie, ni siquiera por ella misma- que la mujer se había sosegado en la vereda, inmóvil y ocre en el centro de la tarde de domingo, agregada pasivamente al calor, a la humedad, a la nostalgia sin objeto. Pero me mantuve sin moverme, sin dejar de mirarla, hasta que la pipa estertoró vacía exactamente en el momento en que ella tuvo que adelantar un pie y descender, continuar avanzando en dirección al hotel por el desierto de la bocacalle que nos había separado y reunido, a pasos cortos y fáciles, con los que sólo se proponía marcar el transcurso del tiempo, atravesando desasida el temblor del bombo, la osadía del clarinete, el principio de la noche y los olores débiles, reticentes, de sus anticipaciones de la muerte. • Al día siguiente, de mañana, pensé que Vásquez había mentido o exagerado, o que la mujer ya no estaba en Santa María. Me vine a la ciudad en el primer ómnibus para hacerle cambiar las cuerdas a la raqueta, convencí a Hans de que era capaz de morir antes de divulgar que me había cortado el pelo un lunes de mañana, con la puerta de la peluquería cerrada, cuchicheando él y yo entre brillos de metales y espejos en la penumbra, compré tabaco para la pipa y caminé hasta el puerto.