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En “el álbum”, los papeles se truecan y es ahora el “yo” adolescente, el narrador; y la mujer, quien encierra todas las experiencias. La “aparición” de la mujer mantiene, también aquí, el necesario misterio que modifica una realidad aparentemente banal. Se nos presenta de forma indirecta: “Hace una semana que está en el hotel, el Plaza; vino sola, dicen que cargada de baúles. Pero toda la mañana y la tarde se las pasa con esta valijita ida y vuelta por el muelle, a toda hora, a las horas en que no llegan ni salen balsas ni lanchas.” Una vez más Onetti recurre al sistema de desvelar sólo parcialmente lo que sabe. Y a recorrer un tiempo del que es el único dueño y señor: “Pero todo esto es un prólogo, porque la verdadera historia sólo empezó una semana después” y aún más adelante: “La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro.” No se produce tampoco aquí la casi imposible comunicación amorosa. El amor es solamente un deseo. Y la auténtica comunicación entre los personajes es, como antes señalamos, la imaginación compartida; es, también, la “incitación al viaje”. El adolescente busca en la mujer madura no el placer, sino una experiencia de la vida. Ella significa la huida sin peligros y, fundamentalmente, la libertad. Con su desaparición el mundo imaginado se tambalea. Era necesario comprobar su existencia real o una reconfortante realidad que le viene de revolver en su baúl, de “un álbum con tapas de cuero y las iniciales C.M.” Así se justifica al fin la historia y recobra su validez, puesta poco antes en entredicho. No hay en la narración el “dolorido sentir” por la pérdida amorosa. Al fin y al cabo, el autorretrato del narrador nos permite dramatizar una situación dada su cínica filosofía vitaclass="underline" “mientras me vestía, me acomodaba la boina y trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo, le perdoné el fracaso, estuve trabajando en un estilo de perdón que reflejara mi turbulenta experiencia, mi hastiada madurez”.

El “yo” que narra puede también ser culpable. Y puede serlo, principalmente, por una cierta falta de experiencia o por la crueldad e indiferencia hacia el dolor ajeno. El adolescente de “El álbum” pasa a convertirse en un ser culpable en “Esbjerg, en la costa”. Nuevamente aquí la “invitación al viaje” viene de la mano de otra mujer, “engordada en la ciudad y el ocio”. Un hecho desencadenante, la nostalgia de Kirsten por Dinamarca, será el débil hilo conductor de la narración. Pero interviene la capacidad fabuladora de Onetti que sitúa en un primer plano la relación entre el narrador y el marido de Kirsten. Esta aparece nuevamente como “muy corpulenta, disputándole la cama sin saberlo”, o también “Kirsten es gorda, pesada y debe tener una piel muy hermosa”. Elementos de un realismo poco acorde con la pasión que puede despertar tradicionalmente la figura literaria de la mujer configuran el acto de Montes, el marido corredor de apuestas. Pero conviene poner de relieve la relación que se establece entre el narrador y Montes: “Lo insulté hasta que no pude encontrar nuevas palabras, y usé todas las maneras de humillarlo que se me ocurrieron hasta que quedó indudable que él era un pobre hombre, un sucio amigo, un canalla y un ladrón; y también resultó indudable que él estaba de acuerdo, que no tenía inconvenientes en reconocerlo delante de cualquiera si alguna vez tenía yo el capricho de ordenarle hacerlo. Y también desde aquel lunes quedó establecido que cada vez que yo insinuara que él era un canalla, indirectamente, mezclando la alusión en cualquier charla, estando nosotros en cualquier circunstancia, él habría de comprender al instante el sentimiento de mis palabras y hacerme saber con una sonrisa corta, moviendo apenas hacia un lado el bigote, que me había entendido y que yo tenía razón. No lo convinimos con palabras, pero así sucede desde entonces.” Se establece así una relación característica de humillación de carácter durativo. No es una sola humillación, un acto; sino un estado continuado. De esta forma se refuerza la culpabilidad del “yo” narrador, ya que, aun estando en principio de acuerdo con la culpabilidad de Montes (sin conocer las verdaderas razones que le llevaron a cometerlo, es decir, sin conocer la historia), el hecho no deja de ser despreciable en sí mismo. Pero la condena moral aumenta al analizar el narrador las motivaciones de Montes y al aparecer junto a él la figura nada idealizada de una Kirsten vencida por la nostalgia de su país, por sus propios orígenes. Entre Montes y Kirsten, sin embargo, tampoco se establecen auténticas relaciones de comprensión. Seres aislados, viven sus personales historias sin quejas. Montes la acompaña hasta el muelle y, desde allí, observan los buques que ella no llegará a tomar: “miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar”. La narración en tercera persona ha ido desapareciendo (tras sustituir el “yo” culpable) para llegar al significativo final. No se disimula la presencia del autor, no sólo omnisciente, sino intérprete de una realidad construida y tejida de inmoralidades. E! lector no puede tampoco aceptar sin inquietud ni la injusticia del “yo” narrador, ni la que la sociedad establece al no permitir que Kirsten retorne al paisaje natal (al mundo de la infancia), ni la falta de comunicación que impide construir una racional coexistencia en la pareja. Lo negativo -una realidad de carencias- permanece en la narración por encima de cualquier circunstancia. No podemos dejar de compartir con el autor la última conclusión de orden moral emparentada con la literatura existenciaclass="underline" la soledad de todos.

La aparición del narrador se acentúa en “Matías el telegrafista” y es el propio Onetti quien nos define una vez más el sentido último de lo narrado: “Para mí, ya lo saben, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca.” Con estas palabras, en efecto, se resumen los propósitos narrativos de Juan Carlos Onetti. Su sistema, en los cuentos y en las novelas, consistirá en ofrecernos un viaje a los últimos significados de las acciones de aquellos personajes que crea. En él, las acciones, las referencias, los signos, alcanzarán otra dimensión, mucho más profunda que en cualquier otro de los novelistas latinoamericanos contemporáneos. Al partir de una psicología trascendentalizada, se alcanzará, en una estructura referencial, el último significado moral que nada tiene que ver con el moralismo. La literatura de Onetti permite siempre una lectura a diversos niveles, que depende básicamente del conocimiento de su obra total. ¿Cómo justificar este mundo desolado, nostálgico, triste como el tango, deshonesto y vacío? Onetti nos alcanza su verdad. En el cuento antes citado indica: “No mentiría; pero la mejor verdad está en lo que cuento aunque, tantas veces, mi relato haya sido desdeñado por anacronismos supuestos.” Esta verdad es también la nuestra a través de la magia del relato y del lenguaje. Admitimos la ficción del narrador y admitimos, con ella, cualquier otro recurso noblemente utilizado. La literatura es un engaño. Pero imperdonable engaño sería que no fuera lo que debe ser. Nada en el mundo de Onetti, sin embargo, traiciona la esencialidad de sus relatos. Y, por ello, podemos no estar de acuerdo con su moral o su filosofía, aunque somos también incapaces de superarlos, de demostrar su inviabilidad en el mundo que el narrador nos ha transmitido. Lo que así se establece es la máxima prueba a que puede someterse un novelista. La justificación de Onetti es los relatos de Onetti: “Nadie, nadie puede saber cómo ni por qué empezó esta historia”, escribe en “Tan triste como ella”. Y añadirá más adelante en un monólogo incrustado cara al público: “En cuanto al narrador, sólo está autorizado a intentar cálculos en el tiempo. Puede reiterar en las madrugadas, en vano, un nombre prohibido de mujer. Puede rogar explicaciones, le está permitido fracasar y limpiarse lágrimas, mocos y blasfemias.” Pero no hay fracasos en los mejores relatos de Onetti, en “Bienvenido, Bob”, en “Jacob y el otro” o en los demás que hemos citado. Sus personajes despiden, dentro de la oscuridad en que se hallan sumidos, una extraña luz. Y esta luz les viene dada por la creación, los recursos del arte de uno de los mejores narradores contemporáneos de lengua española: Juan Carlos Onetti.