HISTORIA DEL CABALLERO DE LA ROSA Y DE LA VIRGEN ENCINTA QUE VINO DE LILIPUT
1
En el primer momento creímos los tres conocer al hombre para siempre, hacia atrás y hacia adelante. Habíamos estado tomando cerveza tibia en la vereda del Universal, mientras empezaba una noche de fines de verano; el aire se alertaba alrededor de los plátanos y los truenos jactanciosos amagaban acercarse por encima del río.
– Vean -susurró Guiñazú, retrocediendo en la silla de hierro-. Miren, pero no miren demasiado. Por lo menos, no miren con avidez y, en todo caso, tengan la prudencia de desconfiar. Si miramos indiferentes, es posible que la cosa dure, que no se desvanezcan, que en algún momento lleguen a sentarse, a pedir algo al mozo, a beber, a existir de veras.
Estábamos sudorosos y maravillados, mirando hacia la mesa frente a la puerta del café. La muchacha era diminuta y completa; llevaba un vestido justo, abierto sobre el pecho, el estómago y un muslo. Parecía muy joven y resuelta a ser dichosa, le era imposible cerrar la sonrisa. Aposté a que tenía buen corazón y le predije algunas tristezas. Con un cigarrillo en la boca, ansiosa y amplia, con una mano en el peinado, se detuvo junto a la mesa y miró alrededor.
– Supongamos que todo está en orden -dijo el viejo Lanza-. Demasiado próxima a la perfección para ser una enana, demasiado segura y demagógica para ser una niña disfrazada de mujer. Hasta a nosotros nos miró, tal vez la luz la ciegue. Pero son las intenciones las que cuentan.
– Pueden seguir mirando -permitió Guiñazú-, pero no hablen todavía. Acaso sean tal como los vemos, acaso sea cierto que están en Santa María.
El hombre era de muchas maneras y éstas coincidían, inquietas y variables, en el propósito de mantenerlo vivo, sólido, inconfundible. Era joven, delgado, altísimo; era tímido e insolente, dramático y alegre.
Irresolución de la mujer; después movió una mano para desdeñar las mesas en la vereda y a sus ocupantes, la alharaca de la tormenta, el planeta sin primores ni sorpresas que acababa de pisar. Dio un paso para acercarle una silla a la muchacha y ayudarla a sentarse. Le sonrió para saludarla, le acarició el pelo y luego las manos, mientras descendía con lentitud hasta tocar su propio asiento con los pantalones grises, muy estrechos en las pantorrillas y en los tobillos. Con la misma sonrisa que usaba para la muchacha y que le había enseñado a copiar, se volvió para llamar al mozo.
– Ya cayó una gota -dijo Guiñazú-. La lluvia estuvo amenazando desde la madrugada y va a empezar justo ahora. Va a borrar, a disolver esto que estábamos viendo y que casi empezábamos a aceptar. Nadie querrá creernos.
El hombre estuvo un rato con la cabeza vuelta hacia nosotros, mirándonos, tal vez. Con la onda oscura y lustrosa que le disminuía la frente, con el anómalo traje de franela gris donde el sastre había clavado una pequeña rosa dura, con su indolencia alerta y esperanzada, con una amistad por la vida más vieja que él.
– Pero puede ser -insistió Guiñazú- que los demás habitantes de Santa María los vean y sospechen, o por lo menos tengan miedo y odio, antes de que la lluvia termine por borrarlos. Puede ser que alguno pase y los sienta extraños, demasiado hermosos y felices y dé la voz de alarma.
Cuando llegó el mozo, demoraron en ponerse de acuerdo; el hombre acariciaba los brazos de la muchacha, proponiendo con paciencia, dueño del tiempo y repartiéndolo con ella. Se inclinó sobre la mesa para besarle los párpados.
– Ahora vamos a dejar de mirarlos -aconsejó Guiñazú.
Yo escuchaba la respiración del viejo Lanza, la tos que nacía de cada chupada al cigarrillo.
– Lo sensato es olvidarlos, no poder rendir cuentas a nadie.
Empezó el chaparrón y recordamos haber dejado de oír los truenos sobre el río. El hombre se quitó el saco y lo puso sobre la espalda de la muchacha, casi sin necesidad de movimientos, sin dejar de venerarla y decirle con la sonrisa que vivir es la única felicidad posible. Ella tironeó de las solapas y estuvo mirando divertida las rápidas manchas oscuras que se extendían por la camisa de seda amarilla que el hombre había introducido en el aguacero.
La luz de la U de Universal refulgía en la humedad de la rosita hierática y mezquina que dilataba el ojal del saco. Sin dejar de mirar a su marido -yo acababa de descubrir los anillos en las manos unidas sobre la mesa- ella torció la cabeza para rozar la flor con la nariz.
En el portal donde nos habíamos refugiado, el viejo Lanza dejó de toser y dijo una broma sobre el caballero de la rosa. Nos pusimos a reír, separados de la pareja por el estruendo de la lluvia, creyendo que la frase servía para definir al muchacho y que ya empezábamos a conocerlo.
2
Todo lo que fuimos sabiendo de ellos no tuvo interés para mí, hasta cerca de un mes después, cuando la pareja se instaló en Las Casuarinas.
Supimos que habían estado en el baile del Club Progreso, pero no quién los invitó. Alguno de nosotros estuvo mirando bailar a la muchacha toda la noche, diminuta y vestida de blanco, sin olvidar nunca, cuando se aproximaba al largo y oscurecido mostrador del bar donde su marido conversaba con los socios más viejos e importantes, sin olvidar sonreírle con un destello tan tierno, tan espontáneo y regular, que se hacía imposible no perdonarla.
En cuanto a él, lánguido y largo, lánguido y entusiasta, otra vez lánguido y con el privilegio de la ubicuidad, bailó solamente con las mujeres que podían hablarle -aunque no lo hicieran- de la incomprensión de los maridos y del egoísmo de los hijos, de otros bailes con valses, one-steps y el pericón final, con limonadas y clericots aguados.
Bailó sólo con ellas y sólo aceptó inclinar unos segundos sobre hijas y solteras el alto cuerpo vestido de oscuro, la hermosa cabeza, la sonrisa sin pasado ni prevenciones, la confianza en la dicha inmortal. Y esto, con distracción cortés y de paso. Ellas, las vírgenes y las jóvenes esposas sanmarianas -cuenta el observador-, las que de acuerdo al breve vocabulario femenino no habían empezado aún a vivir y las que habían dejado prematuramente de hacerlo y rumiaban desconcertadas el rencor y la estafa, parecían estar allí nada más que para darle, sin falta, un puente entre mujeres y hombres maduros, entre la pista de baile y los incómodos taburetes del bar en penumbra donde se bebía con lentitud y se hablaba de la lana y el trigo. Cuenta el observador.
Bailaron juntos la última pieza y mintieron tenaces y al unísono para librarse de las invitaciones a comer. El se fue inclinando, paciente y contenido, sobre las manos viejas que oprimía sin atreverse a besar. Era joven, flaco, fuerte; era todo lo que se le ocurría ser y no cometió errores.
Durante la cena, nadie preguntó quiénes eran y quién los había invitado. Una mujer esperó un silencio para recordar el ramo de flores que había tenido la muchacha en el costado izquierdo del vestido blanco. La mujer habló con parsimonia, sin opinar, nombrando simplemente un ramo de flores de paraíso sujeto al vestido por un broche de oro. Arrancado tal vez de un árbol en cualquier calle solitaria o en el jardín de la pensión, de la pieza o del agujero en que estuvieron viviendo durante los días inmediatos al Victoria y que ninguno de nosotros logró descubrir.
3
Casi todas las noches, Lanza, Guiñazú y yo hablábamos de ellos en el Berna o en el Universal, cuando Lanza terminaba de corregir las pruebas del diario y se nos acercaba rengueando, lento, bondadoso, moribundo y encima de las manchas de sol que habían caído sin viento de las tipas.
Era un verano húmedo y yo estaba por entonces al borde de la salvación, próximo a aceptar que había empezado la vejez; pero todavía no. Me juntaba con Guiñazú y hablábamos de la ciudad y de sus cambios, de testamentarías y de enfermedades, de sequías, de cuernos, de la pavorosa rapidez con que aumentaban los desconocidos. Yo esperaba la vejez, y acaso Guiñazú esperara la riqueza. Pero no hablábamos de la pareja antes de la hora variable en que Lanza salía de El Liberal. Llegaba rengo y más flaco, terminaba de toser y de insultar al regente y a toda la raza de los Malabia, pedía un café como aperitivo y refregaba el pañuelo mugriento en los anteojos. Por aquel tiempo yo miraba y oía más a Lanza que a Guiñazú, trataba de aprender a envejecer. Pero no servía; ésa y dos cosas más no pueden ser tomadas de otro.