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Alguno, cualquiera de nosotros, mencionaba a la pareja, y los demás íbamos aportando lo que podíamos, sin preocuparnos de que fuera poco o mucha, como verdaderos amigos.

– Bailan, son bailarines, eso puede afirmarse, y no es posible decir otra cosa, si hemos jurado decir solamente verdades para descubrir o formar la verdad. Pero no hemos jurado nada. De modo que las mentiras que pueda acercar cada uno de nosotros, siempre que sean de primera mano y que coincidan con la verdad que los tres presentimos, serán útiles y bienvenidas. El Plaza ya no es lo bastante moderno y lujoso para ellos. Hablo de los forasteros en general, y me alegro de que sea así. En cuanto a éstos, vinieron por la balsa y fueron directamente al Victoria, dos piezas con baño y sin comida. Podemos imaginarlos abrazados en la borda -mirando con interés y desamor, defendiéndose de los peligros del desdén y el optimismo- desde que el barco empezó a empinarse sobre la correntada de mitad del río y viró hacia Santa María. Medían cada metro de los edificios de más de un piso, calculaban la extensión del campo de operaciones, preveían puntos débiles y emboscadas, valoraban la intensidad de uno de nuestros mediodías de verano. Ellos, él con el brazo izquierdo amparando casi la totalidad del cuerpo de la enana pensativa y ella mirando hacia nosotros como un niño pensativo, mordiendo los pétalos de las rosas que él había bajado a comprarle en el muelle de Salto. Ellos, después, rodando hacia el Victoria en el coche de modelo más nuevo que pudieron encontrar en la fila estrepitosa del embarcadero; seguidos una hora después por el carricoche cargado de valijas y un baúl. Traían una carta para el gordo, amanerado bisnieto de Latorre; y es forzoso que hayan sabido desde la tarde del primer día que nosotros no lo conocíamos, que no estábamos interesados, que tratábamos de olvidarlo y segregarlo del mito latorrista, construido con impaciencia, candor y malicia por los hombres nostálgicos y sin destino de tres generaciones. Supieron, en todo caso, que el bisnieto estaba en Europa. -No importa -dijo él, con su rápida sonrisa exacta-. Es un lugar simpático, podemos quedarnos un tiempo.

De modo que se quedaron, pero ya no pudo ser en el Victoria. Dejaron las dos habitaciones con baño, se escondieron con éxito y sólo pudimos verlos en la comida única y nocturna en el Plaza, en el Berna o en los restaurantes de la costa, mucho más pintorescos y baratos. Así, una semana o diez días, hasta el baile en el Club Progreso. Y, en seguida, una pausa en la que los creímos perdidos para siempre, en la que describimos con algún ingenio su arribo a cualquier otra ciudad costera, confiados y un poco envanecidos, un poco displicentes por la monótona regularidad de los triunfos, para seguir representando La vida será siempre hermosa o la Farsa del amor perfecto. Pero nunca nos pusimos de acuerdo respecto al nombre del empresario, y me empeñé en oponer a todas las teorías soeces una interpretación teológica no más absurda que el final de esta historia. Terminó la pausa cuando supimos que estaban viviendo, o por lo menos dormían, en una de las casitas de techo rojo de la playa, una de la docena que había comprado Specht -por el precio que quiso, pero al contado- al viejo Petras, cuando se inició la parálisis del astillero y los melancólicos empezamos a decir que ninguna locomotora correría por los rieles que habían hecho medio camino, un cuarto y un cuarto, entre El Rosario y Puerto Astillero. Dormían en la casita de Villa Petras, de doce de la noche a nueve de la mañana. El chófer de Specht -Specht era entonces presidente del Club Progreso- los traía y los llevaba. Nunca pudimos saber dónde desayunaban; pero las otras tres comidas las hacían en la casa de Specht, frente a la plaza vieja, circular, o plaza Brausen, o plaza del Fundador. También se supo que nunca firmaron un contrato de alquiler por la casa en la playa. Specht no estaba interesado en hablar de sus huéspedes y tampoco en huir del tema. Confirmaba en el club:

– Sí, nos visitan todos los días. La distraen. Como no tenemos hijos.

Pensamos que la señora Specht, si quisiera hablar, podría darnos la clave de la pareja, sugerirnos definiciones y adjetivos. Los que inventábamos, no llegaban a convencernos. Eran, ella y él, demasiado jóvenes, temibles y felices para que el precio y el porvenir consistieran en los que se ofrece a los criados: casa, comida y algún dinero de bolsillo que la señora Specht les obligara a recibir sin que ellos lo pidieran.

Tal vez este período haya durado unos veinte días. Por aquel tiempo el verano fue alcanzado por el otoño, le permitió algunos cielos vidriados en el crepúsculo, mediodías silenciosos y rígidos, hojas planas y teñidas en las calles.

Durante aquellos veinte días, el muchacho y la pequeña llegaban a la ciudad todas las mañanas a las nueve, traídos por el coche de Specht desde la frescura de la playa hasta el estío rezagado en la plaza vieja. Podíamos verlos -yo no tuve dificultad- sonriendo al chófer, al olor a cuero del automóvil, a las calles y a su menguado trajín matinal; a los árboles de la plaza y a los que asomaban por encima de las tapias, a los hierros y los mármoles de la entrada de la casa, a la mucama y a la señora Specht. Sonriendo después, todo el día, la misma sonrisa de hermandad con el mundo, menos pura y convincente la de ella, con dimensiones y brillos apenas equivocados. Y, a pesar de todo, siendo útiles desde la mañana hasta el regreso, inventándose tareas, remendando muebles, limpiando las teclas del piano, preparando en la cocina alguna de las recetas que él sabía de memoria o improvisaba. Y eran útiles, principalmente, modificando los vestidos y los arreglos de la señora Specht, celebrando después los cambios con admiraciones discretas y plausibles. Eran útiles alargando las veladas hasta el primer bostezo de Specht, coincidiendo con él en lugares comunes desilusionados e inmortales, o limitándose a escuchar con avidez proezas autobiográficas. (Ella, no del todo, claro; ella susurrando en dúo con la señora Specht la llana música de fondo -modas, compotas y desdichas- que conviene a los temas épicos de la charla masculina.)

– No el caballero de la rosa -terminó por proponer Lanza- sino el chevalier servant. Dicho sin desprecio, probablemente. Eso se verá.

Se supo que Specht los echó sin violencia la mañana siguiente a una fiesta que dio en su casa. Como siempre, el chófer llegó aquel domingo a las nueve al chalet de la playa; pero en lugar de recogerlos entregó una carta, cuatro o cinco líneas definitivas y corteses escritas con la letra clara y sin prisas que se dibuja en las madrugadas. Los echó porque se habían emborrachado; porque encontró al muchacho abrazado a la señora Specht; porque le robaron un juego de cucharas de plata que tenían grabados los escudos de los cantones suizos; porque el vestido de la pequeña era indecente en un pecho y en una rodilla; porque al fin de la fiesta bailaron juntos como marineros, como cómicos, como negros, como prostitutas.

La última versión pudo hacerse verdadera para Lanza. Una madrugada, después del diario y del Berna, los vio en uno de los cafetines de la calle Caseros. Empezaba a terminar una noche caliente y húmeda, y la puerta del negocio estaba abierta, sin la cortina velluda, sin promesas ni trampas. Se detuvo para burlarse y encender un cigarrillo y los vio, solos en la pista, rodeados por la fascinación híbrida de la escasa gente que quedaba en las mesas, bailando cualquier cosa, un fragor, un vértigo, un prólogo del ayuntamiento.

– Porque aquello tendría, estoy seguro, un nombre cualquiera que no pasa de eufemismo. Y tampoco aquello pasaba de danza tribal, de rito de esponsales, de las vueltas y las detenciones con que la novia rodea y liga al varón, de las ofertas que se interrumpen para irritar a la demanda. Sólo que aquí era ella la que se dejaba estar, un poco torpe, con los movimientos amarrados, frotando el suelo con los pies y sin despegarlos, haciendo oscilar el cuerpo diminuto y abundante, persiguiendo al hombre con su paciente sonrisa deslumbrada y con las palmas de las manos, que había alzado para protegerse y mendigar. Y era él quien bailaba alrededor, quebrándose de cintura al alejarse y venir, prometiendo y rectificando con la cara y con los pies. Bailaban así porque estaban los demás, pero bailaban sólo para ellos, en secreto, protegidos de toda intromisión. El muchacho tenía la camisa abierta hasta el ombligo; y todos nosotros podíamos verle la felicidad de estar sudando, un poco borracho y en trance, la felicidad de ser contemplado y de hacerse esperar.