– Perdón -dijo Guiñazú-. ¿Sabía, él, que eras el escribano, que la vieja te había llamado, que existe una cosa llamada testamento?
– Sabía, estoy seguro. Pero tampoco esto importaba.
– El sí, debe estar seguro.
– Y cuando la vieja le pasó el perro agónico y legañoso a la muchacha que continuaba apoyando las nalgas en los talones y manoteó a ciegas el bastón para levantarse e ir conmigo hacia la casa, el tipo dio un salto y quedó inclinado junto a ella para ofrecerle el brazo. Iban adelante, muy lento; él le explicaba, a medida que la iba inventando, la idiosincrasia del desconocido que había plantado los rosales; ella se detenía a reír, para pellizcarle, para golpearse los ojos con un pañuelito. En el escritorio el tipo me la entregó sentada y pidió permiso para seguir conversando con las hormigas. -Bueno -tanteó Guiñazú, jugando con un vaso-. Tal vez Santa María tenga razón al condenar lo que está pasando en Las Casuarinas. Pero si el dinero, en lugar de ir a cualquier pariente del campo, les cae al jardinero amateur y a la dama de compañía y al niño que no acaba de nacer… ¿Cuánto puede vivir la vieja? -me preguntó.
– No se puede decir. De dos horas a cinco años, pienso. Desde que tiene huéspedes abandonó el régimen de comidas. Para bien o para mal.
– Sí -continuó Guiñazú-, ellos pueden ayudarla. -Se volvió hacia Ferragut: – ¿Tiene mucho dinero? ¿Cuánto? -Tiene mucho dinero -dijo Ferragut. -Gracias. ¿Modificó ese domingo el testamento? -Me confesó, porque me estuvo hablando todo el tiempo en tono de confesión, que era la primera vez en su vida que se sentía querida de verdad. Que la enana preñada era más buena con ella que toda verdadera hija imaginable, que el tipo era el mejor, más fino y comprensivo de los hombres y que si la muerte venía ahora a buscarla, tendría, ella, doña Mina, la felicidad de saber que el repugnante perro incontinente quedaría en buenas manos.
Lanza empezó a reír convulsivamente atorándose con sonidos tristones. Nos miró las caras y encendió un cigarrillo.
– Tenemos poco de que alimentarnos -dijo-. Y todo se declara valioso. Pero ésta es una vieja historia. Sólo que rara vez, por lo que sé, se ha dado de manera tan perfecta. De modo que en el testamento anterior, dígame usted, dejaba la fortuna a curas o parientes.
– A parientes. -Y esa mañana modificó el testamento.
– Y esa mañana modificó el testamento -repitió Ferragut.
6
Vivían en Las Casuarinas, desterrados de Santa María y del mundo. Pero algunos días, una o dos veces por semana, llegaban a la ciudad de compras en el inseguro Chevrolet de la vieja.
Los pobladores antiguos podíamos evocar entonces la remota y breve existencia del prostíbulo, los paseos que habían dado las mujeres los lunes. A pesar de los años, de las modas y de la demografía, los habitantes de la ciudad continuaban siendo los mismos. Tímidos y engreídos, obligados a juzgar para ayudarse, juzgando siempre por envidia o miedo. (Lo importante a decir de esta gente es que está desprovista de espontaneidad y de alegría; que sólo puede producir amigos tibios, borrachos inamistosos, mujeres que persiguen la seguridad y son idénticas e intercambiables como mellizas, hombres estafados y solitarios. Hablo de los sanmarianos; tal vez los viajeros hayan comprobado que la fraternidad humana es, en las coincidencias miserables, una verdad asombrosa y decepcionante.)
Pero el desprecio indeciso con que los habitantes miraban a la pareja que recorría una o dos veces por semana la ciudad barrida y progresista era de esencia distinta a la del desprecio que habían usado años atrás para medir los pasos, las detenciones y las vueltas de las dos o tres mujeres de la casita en la costa que jugaron a ir de compras en las tardes del lunes de algunos meses. Porque todos sabíamos un par de cosas del muchacho lánguido sonreidor y de la mujer en miniatura que había aprendido a equilibrar sobre los altos tacos la barriga creciente, que avanzaba por las calles del centro, no demasiado lenta, echada hacia atrás, apoyada con la nuca en la mano abierta de su marido. Sabíamos que estaban viviendo del dinero de doña Mina; y quedó establecido que, en este caso, el pecado era más sucio e imperdonable. Tal vez porque se trataba de una pareja y no sólo de un hombre, o porque el hombre era demasiado joven, o porque ellos dos nos eran simpáticos y demostraban no enterarse.
Pero también sabíamos que el testamento de doña Mina había sido modificado; de manera que, al mirarlos pasar, agregábamos al desdén una tímida y calculada oferta de amistad, de comprensión y tolerancia. Ya se vería qué, cuando fuera necesario.
Lo que se vio en seguida fue la fiesta de cumpleaños de doña Mina. Por nosotros la vio Guiñazú.
Dijeron -y lo decían mujeres viejas y ricas, que fueron invitadas y dieron excusas- que a doña Mina le era imposible cumplir años en marzo. Hasta ofrecieron mostrar fotografías verdosas, imágenes conservadas de la infancia respetable de doña Mina, donde ella debía estar ocupando el centro, la única niña sin sombrero, en el jardín inconcluso de Las Casuarinas, en su fiesta de cumpleaños, entre niñas con bonetes peludos, con abrigos de solapas, cuellos y alamares de pieles.
Pero no mostraron las fotografías ni fueron. A pesar de que el muchacho lo había prometido o, por lo menos, hizo todo lo posible. Mandó hacer unas invitaciones en papel blando amarillo con letras negras en relieve. (Lanza corrigió las pruebas.) Durante tres o cuatro días recorrieron las calles de la ciudad y los caminos de las quintas en un tílburi misteriosamente desenterrado. Con llantas de gomas nuevas, recién pintado de verde oscuro y de negro débil, con un gigantesco caballo de estatua, gordo, asmático, un animal de arado o de noria que ahora arrastraba a la pareja, enfurecido, babeante y al borde del síncope. Y ellos pasaban con uniforme de repartidores de invitaciones, erguidos sin dureza detrás de la rotunda grupa de la bestia, con sus gemelas, distraídas sonrisas, con el látigo inútil.
– Pero no consiguieron nada, o muy poco- nos contó Guiñazú-. Tal vez, se me ocurre, si él hubiera podido hacerse ver y escuchar por cada una de las viejas a cuya casa iba a mendigar… La verdad es que aquel sábado no lograron atraer a nadie, hombre o mujer, con derecho indiscutible a ser nombrado en las columnas sociales de El Liberal. Llegué más cerca de las nueve que de las ocho y ya había gente con botellas afincada en la oscuridad del jardín. Subí la escalinata sin ganas, o con ganas de terminar pronto con todo aquello, respirando la ternura de la leña quemada en algún sitio próximo, escuchando la música que venía desde adentro, la música noble, adelgazada y orgullosa que no había sido hecha ni sonaba para mí ni para ninguno de los habitantes de la casa o del jardín.
En el vestíbulo oscuro una pardita con delantal y cofia se alzó frente al montón de sombreros y abrigos de mujeres. Pensé que la hubieran disfrazado y puesto allí para anunciar en voz alta a los visitantes.
Primero, por casualidad, porque él estaba cerca de la cortina de pana y naftalina, vi al tipo, al muchacho, al hombre de la rosita en el ojal. Después crucé entre la morralla endomingada y fui a saludar a doña Mina. Cabía mal en el sillón de patas retorcidas, recién tapizado; no dejó de acariciar el hocico del perro hediondo. Tenía encajes en las manos y en el escote. Le dije dos cumplidos y retrocedí un paso; entonces vi rápidamente los ojos, los de ella y los de la enana perfecta, sentada en la alfombra, la cabeza apoyada en el sillón. Los de la preñada tenían una expresión de dulzura estúpida, de felicidad física inconmovible.
Los ojos de la vieja me miraban contándome algo, seguros de que yo no era capaz de descubrir de qué se trataba; burlándose de mi incomprensión y también, anticipadamente, de lo que pudiera comprender equivocándome. Los ojos, estableciendo por un instante conmigo una complicidad despectiva. Como si yo fuera un niño; como si se desnudara frente a un ciego. Los ojos todavía brillantes, sin renuncia, acorralados por el tiempo, chispeando un segundo su impersonal revancha entre las arrugas y los colgajos.
El muchacho de la rosa estuvo poniendo discos durante media hora más. Cuando estuvo harto o se sintió seguro, fue a buscar a la enana encinta, la alzó y empezaron a bailar en medio de la sala, rodeados por el espontáneo retroceso de los demás, decididos a vivir, a soportar con alegría, a prescindir de esperanzas concretas. El balanceándose con pereza, entreverando los pies en la alfombra vinosa y chafada; ella aún más lenta, milagrosamente no alterada de veras por la enorme barriga que iba creciendo a cada vuelta de la danza sabida de memoria, que podía bailar sin errores, sorda y ciega.