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Lo vimos caminar hacia la plaza y cruzarla apresurado, alto y sin inclinar los hombros, con el portafolio colgado de dos dedos, seguro de lo que estaba haciendo bajo el sol amarillento y fuerte, seguro de que llevaba al juzgado, para nosotros, para toda la ciudad, lo mejor, lo que habíamos logrado merecer.

Empezamos a saberlo al día siguiente, muy temprano. Supimos que Guiñazú estuvo tomando café y coñac con el juez, por un rato hablaron poco y se estuvieron mirando, graves y suspirantes, como si doña Mina acabara de morirse y como si aquella muerte les importara. El juez, Canabal, era un hombre corpulento, de ojos fríos y abultados, un poco gangoso y al que yo, exagerando, le había prohibido beber alcohol desde fines de año. Movió encima del testamento la pesada cabeza, desolándose a medida que volteaba las páginas con un solo dedo experto. Después se levantó bufando y acompañó a Guiñazú hasta la puerta.

– Si también se pierde esta cosecha nos vamos a divertir -dijo uno de los dos.

– Y ahora que le están casi regalando el trigo al Brasil -dijo el otro.

Pero antes de que se cerrara la puerta Canabal empezó a reírse, con una risa sin prólogo, hecha toda con carcajadas maduras.

– ¡El perro! -gritaba-. La frase en que habla, la muy curtida y cínica, del amor y del perro. ¡Cómo me gustaría verles las caras! Y creo que se las voy a ver en este mismo despacho. Creían tenerla en la bolsa y ahora… ¡el perro y quinientos pesos!

Guiñazú volvió a entrar en la habitación y sonrió en silencio. Canabal se limpiaba la cara con un pañuelo enlutado.

– Perdone -resopló-, pero en toda mi vida, ni de picapleitos, conocí algo tan cómico. El perro y quinientos pesos.

– Yo pensé lo mismo -dijo Guiñazú con tolerancia-. Y también Ferragut está impaciente por verles las caras. Y es cierto que el asunto me pareció cómico -continuó sonriendo hasta llegar a la ventana abierta sobre la calle angosta y rectilínea, embellecida por la humedad y el sol amarillo, sobre la música crapulosa e infantil que trepaba desde el negocio de radios y discos-. Pero si tenemos en cuenta que la difunta deja una fortuna…

– Por eso mismo -dijo Canabal y volvió a reírse.

– Una fortuna a unas primas y sobrinas que tal vez no la hayan visto nunca y que seguramente la odiaban, y varias decenas de miles a gente que nadie sabe quién es y que habrá que perseguir con edictos por todo el país… Si tenemos en cuenta, señor juez, que la pareja la estuvo cuidando y la hizo feliz durante meses, y que ella estaba segura -como lo estamos nosotros, sin más prueba que la emporcadora experiencia- de que la pareja confiaba heredarla. Si admitimos que la vieja pensaba en esto cuando lo llamó a Ferragut para determinar que el muchacho, la enanita y el feto recibirán en pago de lo anteriormente expuesto quinientos pesos para situarse de por vida al margen de toda dificultad económica…

– Pero Guiñazú… -dijo el juez, oliendo el perfume seco y triste de su pañuelo-. Si justamente por eso me reía, hombre. Ahí está la gracia: en la reunión de todas las cosas que acaba de enumerar.

“No tiene color en los ojos, pensó Guiñazú. Sólo tiene brillo y convexidad; podría pasarse horas mirando, sin pestañear, con una hojita de rosa pegada en la córnea.”

– Pero ya no me hace gracia -siguió Guiñazú-. La historia es demasiado cómica, monstruosamente cómica. Entonces, terminé por tomarla en serio, por desconfiar de lo que parece 'obvio. Por ejemplo, para despedirme, piense en el perro; dígame mañana por qué se lo dejó a él y no a las primas millonarias.

Cerró teatralmente la puerta y escuchó casi en seguida carcajadas de Canabal, las preguntas babeantes que se hacía en voz alta para seguir riendo.

Supimos también que Guiñazú -que había dejado de encontrarnos en el café y el Berna- visitó Las Casuarinas al día siguiente. Supimos que tomó el té en el jardín con la pareja, que inspeccionó las defensas de arpillera y lata contra heladas y hormigas desplegadas en las estacas de los rosales.

Supimos, cuando Guiñazú quiso hablar, cuando llegó el invierno y Las Casuarinas quedó desierta y los habitantes de Santa María olvidaban el frío y la granizada para comentar la historia equívoca e inmortal del testamento, supimos que en aquella tarde húmeda de otoño Guiñazú anticipó la entrega legal del perro moribundo y diarreico, y de cinco billetes de cien pesos.

Pero, en realidad, estábamos obligados a sospechar desde mucho antes que Guiñazú había dado el perro y el dinero. Tuvimos que suponerlo en la misma celosa mañana del domingo en que alguien vino a contarnos que la enana se había acomodado para esperar, entre pilas de valijas y cajas redondas de sombreros, despatarrada para dar cabida al feto de once meses y al lanudo perro legañoso, en la escalinata del puerto, frente al amarradero de la balsa.

La doble entrega tenía que ser sabida desde el momento en que otro vino a contarnos que el muchacho, desde el alba de aquel mismo día, en el pescante inseguro del coche de Las Casuarinas, golpeando porque sí al caballo, anduvo recorriendo las quintas y comprando flores. No tenía preferencias, pagaba del cinturón sin discutir, acomodaba los ramos debajo de la capota, decía que sí a un vaso de viñeta y trepaba de nuevo al pescante. Entró y salió de los caminos de tierra, se detuvo para abrir y cerrar porteras, obligó al animal a galopar bajo el círculo imperfecto de la luna, entre perros flacos, moteados e invisibles, enfrentó faroles y desconfianzas, llegó a sentirse débil y sin un peso, hambriento y con sueño, privado de la fe inicial y de la memoria de cualquier propósito.

Era de mañana cuando el caballo se detuvo cabeceando junto a la pared del cementerio. El muchacho apartó las manos de las rodillas para protegerse del olor asqueante de los kilos de flores que oprimía la capota y estuvo pensando en mujeres, muertes y madrugadas, mientras esperaba los campanazos de la capilla que abrirían la puerta del cementerio.

Tal vez haya sobornado al guardián, con sonrisas o con promesas, con el cansancio y la desesperación obcecada de su cuerpo y de su cara, más vieja y narigona. O acaso el guardián haya sentido lo que nosotros -Lanza, Guiñazú y yo- creíamos saber: que mueren jóvenes los que aman demasiado a los dioses. Debe haberlo olido, indeciso, despistado un momento por el perfume de las flores. Debe haberlo tocado con su bastón hasta reconocerlo y tratarlo como a un amigo, como a un huésped.

Porque le dejaron entrar el coche, guiarlo tironeando de la quijada humeante del caballo hasta el panteón encolumnado, con un ángel negro de alas quebradas y con fechas y exclamaciones metálicas.

Porque lo vieron de pie y de rodillas en el pescante, y luego de pie sobre la tierra gorda, negra y siempre húmeda, sobre el pasto irregular e impetuoso, braceando sin pausas, jadeando por la mueca resuelta y fatigada que le descubría los dientes, para trasladar al voleo las flores recién cortadas, del coche a la tumba, un montón y otro, sin perdonar ni un pétalo ni una hoja, hasta devolver los quinientos pesos, hasta levantar la montaña insolente y despareja que expresaba para él y para la muerta lo que nosotros no pudimos saber nunca con certeza.

EL INFIERNO TAN TEMIDO

La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con famlliar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo “Cabe destacar que los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva”, cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina, ofreciéndole el sobre.

– -Ésta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué queres que llene la columna.

El sobre decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era el par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y contento, casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en la última frase: “Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace años ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos debemos al público aficionado”. El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo y la madura mujer de Sociales se quitaba lentaménte los guantes en su cabina de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.