– Bueno; ahora te vestís otra vez-dijo él, con la misma voz asombrada y ronca que había repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.
Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro de pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse por anticipado de las entrevistas de reconciliación.
Hubo después un tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro. Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio siempre que no interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a tenerla por las noches sin decir que sí ni siquiera con su silencio.
Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos gestos y reacciones debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer preservada y solitaria entre personas y lugares, que le estaba predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el primer encuentro.
Casi un mes después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones contradictorias y se fue de Santa María.
– No se preocupe -dijo Guiñazú-. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la sinrazón de la parte demandada.
Era aquél un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida a recordarlos con desesperada codicia.
Risso había destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva. Solo podía salvarse de la muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia. Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; solo podía esperar el agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo escaso y que solo podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal, incomprensión.
Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir -para él y para ella-la destrucción, la paz definitiva de la nada.
Pensaba en la muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en que lo elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires.
Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.
La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones, la tos estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo. Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las noticias que UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.
– De hombre a hombre-dijo Lanza con resignación-. O de viejo que no tiene más felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted; y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin dar las gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una pierna enferma y la arterioesclerosis, me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí. Al dorso dice: “Para ser donada a la colección Risso”, o cosa parecida. Me llegó el sábado y estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le haga bien saber que está loca. Ahora está usted enterado; solo le pido permiso para romper la fotografía sin mostrársela.
Risso dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza era esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.
La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo de una botella, mostrando entusiastas letras en tinta azul.
– Comprenderás que después de esto… -tartamudeó la abuela. Revolvía el café y miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas-. Comprenderas-repitió con furia, con la voz cómica y envejecida.
Pero no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo apoyado en el borde del plato.
Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres sus afanes y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprension ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre el pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro, temeroso de hacer ruido o interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección mañana y en los días siguientes.