Estuvo conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la soledad. Y cuando despertó a mediodía cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reioj pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a tormenta de la ventana, lo invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de Gracia, llamarla o irse a vivir con ella.
Aquella noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es común perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de los remos delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la entidad del mal que lo aqueja.
– Recordando que él hacía Hípicas-contó Lanza-, uno intenta explicar aquel desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el propio caballo. Porque aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa que el razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua-en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba frìamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.
LA CARA DELA DESGRACIA
Para Dorotea Muhr – Ignorado perro de la dicha
1
Al atardecer estuve en mangas de camisa, a pesar de la molestia del viento, apoyado en la baranda del hotel, solo. La luz hacía llegar la sombra de mi cabeza hasta el borde del camino de arena entre los arbustos que une la carretera y la playa con el caserío.
La muchacha apareció pedaleando en el camino para perderse en seguida detrás del chalet de techo suizo, vacío, que mantenía el cartel de letras negras, encima del cajón para la correspondencia. Me era imposible no mirar el cartel por lo menos una vez al día; a pesar de su cara castigada por las lluvias, las siestas y el viento del mar, mostraba un brillo perdurable y se hacía ver: Mi descanso.
Un momento después volvió a surgir la muchacha sobre la franja arenosa rodeada por la maleza. Tenía el cuerpo vertical sobre la montura, movía con fácil lentitud las piernas, con tranquila arrogancia las piernas abrigadas con medias grises, gruesas y peludas, erizadas por las pinochas. Las rodillas eran asombrosamente redondas, terminadas, en relación a la edad que mostraba el cuerpo.
Frenó la bicicleta justamente al lado de la sombra de mi cabeza y su pie derecho, apartándose de la máquina, se apoyó para guardar equilibrio pisando en el corto pasto muerto, ya castaño, ahora en la sombra de mi cuerpo. En seguida se apartó el pelo de la frente y me miró. Tenía una tricota oscura, y una pollera rosada. Me miró con calma y atención como si la mano tostada que separaba el pelo de las cejas bastara para esconder su examen.
Calculé que nos separaban veinte metros y menos de treinta años. Descansando en los antebrazos mantuve su mirada, cambié la ubicación de la pipa entre los dientes, continué mirando hacia ella y su pesada bicicleta, los colores de su cuerpo delgado contra el fondo del paisaje de árboles y ovejas que se aplacaba en la tarde.
Repentinamente triste y enloquecido, miré la sonrisa que la muchacha ofrecía al cansancio, el pelo duro y revuelto, la delgada nariz curva que se movía con la respiración, el ángulo infantil en que habían sido impostados los ojos en la cara -y que ya nada tenía que ver con la edad, que había sido dispuesto de una vez por todas y hasta la muerte-, el excesivo espacio que concedían a la esclerótica. Miré aquella luz del sudor y la fatiga que iba recogiendo el resplandor último o primero del anochecer para cubrirse y destacar como una máscara fosforescente en la oscuridad próxima.
La muchacha dejó con suavidad la bicicleta sobre los arbustos y volvió a mirarme mientras sus manos tocaban el talle con los pulgares hundidos bajo el cinturón de la falda. No sé si tenía cinturón; aquel verano todas las muchachas usaban cinturones anchos. Después miró alrededor. Estaba ahora de perfil, con las manos juntas en la espalda, siempre sin senos, respirando aún con curiosa fatiga, la cara vuelta hacia el sitio de la tarde donde iba a caer el sol.
Bruscamente se sentó en el pasto, se quitó las sandalias y las sacudió; uno a uno tuvo los pies desnudos en las manos, refregando los cortos dedos y moviéndolos en el aire. Por encima de sus hombros estrechos le miré agitar los pies sucios y enrojecidos. La vi estirar las piernas, sacar un peine y un espejo del gran bolsillo con monograma colocado sobre el vientre de la pollera. Se peinó descuidada, casi sin mirarme.
Volvió a calzarse y se levantó, estuvo un rato golpeando el pedal con rápidas patadas. Reiterando un movimiento duro y apresurado, giró hacia mí, todavía solo en la baranda, siempre inmóvil, mirándola. Comenzaba a subir el olor de las madreselvas y la luz del bar del hotel estiró manchas pálidas en el pasto, en los espacios de arena y el camino circular para automóviles que rodeaba la terraza.
Era como si nos hubiéramos visto antes, como si nos conociéramos, como si nos hubiéramos guardado recuerdos agradables. Me miró con expresión desafiante mientras su cara se iba perdiendo en la luz escasa; me miró con un desafío de todo su cuerpo desdeñoso, del brillo del níquel de la bicicleta, del paisaje con chalet de techo suizo y ligustros y eucaliptos jóvenes de troncos lechosos. Fue así por un segundo; todo lo que la rodeaba era segregado por ella y su actitud absurda. Volvió a montar y pedaleó detrás de las hortensias, detrás de los bancos vacíos pintados de azul, más rápida entre las filas de coches frente al hotel.
2
Vacié la pipa y estuve mirando la muerte del sol entre los árboles. Sabía ya, y tal vez demasiado, qué era ella. Pero no quería nombrarla. Pensaba en lo que me estaba esperando en la pieza del hotel hasta la hora de la comida. Traté de medir mi pasado y mi culpa con la vara que acababa de descubrir: la muchacha delgada y de perfil hacia el horizonte, su edad corta e imposible, los pies sonrosados que una mano había golpeado y oprimido.