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– Noches -dije.

Un rato después se volvió para mirarme la cara; se detuvo e hizo girar la bicicleta hacia el agua. Me miró un tiempo con atención y ya tenía algo solitario y desamparado cuando volví a saludarla. Ahora me contestó. En la playa desierta la voz le chillaba como un pájaro. Era una voz desapacible y ajena, tan separada de ella, de la hermosa cara triste y flaca; era como si acabara de aprender un idioma, un tema de conversación en lengua extranjera. Alargué un brazo para sostener la bicicleta. Ahora yo estaba mirando la luna y ella protegida por la sombra.

– ¿Para dónde iba? -dije y agregué-: Criatura.

– Para ningún lado -sonó trabajosa la voz extraña-. Siempre me gusta pasear de noche por la playa.

Pensé en el mozo, en los muchachos ingleses del Atlantic; pensé en todo lo que había perdido para siempre, sin culpa mía, sin ser consultado.

– Dicen… -dije. El tiempo había cambiado: ni frío ni viento. Ayudando a la muchacha a sostener la bicicleta en la arena al borde del ruido del mar, tuve una sensación de soledad que nadie me había permitido antes; soledad, paz y confianza.

– Si usted no tiene otra cosa que hacer, dicen que hay, muy cerca, un barco convertido en bar y restaurante.

La voz dura repitió con alegría inexplicable:

– Dicen que hay muy cerca un barco convertido en bar y restaurante.

La oí respirar con fatiga; después agregó:

– No, no tengo nada que hacer. ¿Es una invitación? ¿Y así, con esta ropa?

– Es. Con esa ropa.

Cuando dejó de mirarme le vi la sonrisa; no se burlaba, parecía feliz y poco acostumbrada a la felicidad.

– Usted estaba en la mesa de al lado con su amigo. Su amigo se fue esta noche. Pero se me pinchó una goma en cuanto salí del hotel.

Me irritó que se acordara de Arturo; le quité el manubrio de las manos y nos pusimos a caminar junto a la orilla, hacia el barco.

Dos o tres veces dije una frase muerta; pero ella no contestaba. Volvían a crecer el calor y el aire de tormenta. Sentí que la chica entristecía a mi lado; espié sus pasos tenaces, la decidida verticalidad del cuerpo, las nalgas de muchacho que apretaba el pantalón ordinario.

El barco estaba allí, embicado y sin luces.

– No hay barco, no hay fiesta -dije-. Le pido perdón por haberla hecho caminar tanto y para nada.

Ella se había detenido para mirar el carguero ladeado bajo la luna. Estuvo un rato así, las manos en la espalda como sola, como si se hubiera olvidado de mí y de la bicicleta. La. luna bajaba hacia el horizonte de agua o ascendía de allí. De pronto la muchacha se dio vuelta y vino hacia mí; no dejé caer la bicicleta. Me tomó la cara entre las manos ásperas y la fue moviendo hasta colocarla en la luz.

– Qué -roncó-. Hablaste. Otra vez.

Casi no podía verla pero la recordaba. Recordaba muchas otras cosas a las que ella, sin esfuerzo, servía de símbolo. Había empezado a quererla y la tristeza comenzaba a salir de ella y derramarse sobre mí.

– Nada -dije-. No hay barco, no hay fiesta.

– No hay fiesta -dijo otra vez, ahora columbré la sonrisa en la sombra, blanca y corta como la espuma de las pequeñas olas que llegaban hasta pocos metros de la orilla. Me besó de golpe; sabía besar y la sentí la cara caliente, húmeda de lágrimas. Pero no solté la bicicleta.

– No hay fiesta- dijo otra vez, ahora con la cabeza inclinada, oliéndome el pecho. La voz era más confusa, casi gutural-. Tenía que verte la cara -de nuevo me la alzó contra la luna-. Tenía que saber que no estaba equivocada. ¿Se entiende?

– Sí -mentí; y entonces ella me sacó la bicicleta de las manos, montó e hizo un gran círculo sobre la arena húmeda.

Cuando estuvo a mi lado se apoyó con una mano en mi nuca y volvimos hacia el hotel. Nos apartamos de las rocas y desviamos hacia el bosque. No lo hizo ella ni lo hice yo. Se detuvo junto a los primeros pinos y dejó caer la bicicleta.

– La cara. Otra vez. No quiero que te enojes -suplicó.

Dócilmente miré hacia la luna, hacia las primeras nubes que aparecían en el cielo.

– Algo -dijo con su extraña voz-. Quiero que digas algo. Cualquier cosa.

Me puso una mano en el pecho y se empinó para acercar los ojos de niña a mi boca.

– Te quiero. Y no sirve. Y es otra manera de la desgracia -dije después de un rato, hablando casi con la misma lentitud que ella.

Entonces la muchacha murmuró “pobrecito” como si fuera mi madre, con su rara voz, ahora tierna y vindicativa, y empezamos a enfurecer y besarnos. Nos ayudamos a desnudarla en lo imprescindible y tuve de pronto dos cosas que no había merecido nunca: su cara doblegada por el llanto y la felicidad bajo la luna, la certeza desconcertante de que no habían entrado antes en ella.

Nos sentamos cerca del hotel sobre la humedad de las rocas. La luna estaba cubierta. Ella se puso a tirar piedritas; a veces caían en el agua con un ruido exagerado; otras, apenas se apartaban de sus pies. No parecía notarlo.

Mi historia era grave y definitiva. Yo la contaba con una seria voz masculina, resuelto con furia a decir la verdad, despreocupado de que ella creyera o no.

Todos los hechos acababan de perder su sentido y sólo podrían tener, en adelante, el sentido que ella quisiera darles. Hablé, claro, de mi hermano muerto; pero ahora, desde aquella noche, la muchacha se había convertido -retrocediendo para clavarse como una larga aguja en los días pasados- en el tema principal de mi cuento. De vez en cuando la oía moverse y decirme que sí con su curiosa voz mal formada. También era forzoso aludir a los años que nos separaban, apenarse con exceso, fingir una desolada creencia en el poder de la palabra imposible, mostrar un discreto desánimo ante las luchas inevitables. No quise hacerle preguntas y las afirmaciones de ella, no colocadas siempre en la pausa exacta, tampoco pedían confesiones. Era indudable que la muchacha me había liberado de Julián, y de muchas otras ruinas y escorias que la muerte de Julián representaba y había traído a la superficie; era indudable que yo, desde una media hora atrás, la necesitaba y continuaría necesitándola.

La acompañé hasta cerca de la puerta del hotel y nos separamos sin decirnos nuestros nombres. Mientras se alejaba creí ver que las dos cubiertas de la bicicleta estaban llenas de aire. Acaso me hubiera mentido en aquello pero ya nada tenía importancia. Ni siquiera la vi entrar en el hotel y yo mismo pasé en la sombra, de largo, frente a la galería que comunicaba con mi habitación; seguí trabajosamente hacia los médanos, deseando no pensar en nada, por fin, y esperar la tormenta.

Caminé hacia las dunas y luego, ya lejos, volví en dirección al monte de eucaliptos. Anduve lentamente entre los árboles, entre el viento retorcido y su lamento, bajo los truenos que amenazaban elevarse del horizonte invisible, cerrando los ojos para defenderlos de los picotazos de la arena en la cara. Todo estaba oscuro y -como tuve que contarlo varias veces después- no divisé un farol de bicicleta, suponiendo que alguien los usara en la playa, ni siquiera el punto de brasa de un cigarrillo de alguien que caminara o descansase sentado en la arena, sobre las hojas secas, apoyado en un tronco, con las piernas recogidas, cansado, húmedo, contento. Ese había sido yo; y aunque no sabía rezar, anduve dando ¡as gracias, negándome a la aceptación, incrédulo.

Estaba ahora al final de los árboles, a cien metros del mar y frente a las dunas. Sentía heridas las manos y me detuve para chuparlas. Caminé hacia el ruido del mar hasta pisar la arena húmeda de la orilla. No vi, repito, ninguna luz, ningún movimiento, en la sombra; no escuché ninguna voz que partiera o deformara el viento.

Abandoné la orilla y empecé a subir y bajar las dunas, resbalando en la arena fría que me entraba chisporroteante en los zapatos, apartando con las piernas los arbustos, corriendo casi, rabioso y con una alegría que me había perseguido durante años y ahora me daba alcance, excitado como si no pudiera detenerme nunca, riendo en el interior de la noche ventosa, subiendo y bajando a la carrera las diminutas montañas, cayendo de rodillas y aflojando el cuerpo hasta poder respirar sin dolor, la cara doblada hacia la tormenta que venía del agua. Después fue como si también me dieran caza todos los desánimos y las renuncias; busqué durante horas, sin entusiasmo, el camino de regreso al hotel. Entonces me encontré con el mozo y repetí el acto de no hablarle, de ponerle diez pesos en la mano. El hombre sonrió y yo estaba lo bastante cansado como para creer que había entendido, que todo el mundo entendía y para siempre.