No sabía quién era, no deseaba hacer preguntas. Sólo tenía, me lo estaba repitiendo, como única defensa, el silencio. El silencio por nosotros. Me acerqué un poco más a la mesa y estuve palpando la terquedad de los huesos de la frente. Tal vez los cinco hombres esperaran algo más; y yo estaba dispuesto a todo. La bestia, siempre en el fondo del galpón, enumeraba ahora con su voz vulgar:
– La faz está manchada por un líquido azulado y sanguinolento que ha fluido por la boca y la nariz. Después de haberla lavado cuidadosamente, reconocemos en torno de la boca extensa escoriación con equimosis, y la impresión de las uñas hincadas en las carnes. Dos señales análogas existen debajo del ojo derecho, cuyo párpado inferior está fuertemente contuso. A más de las huellas de la violencia que han sido ejecutadas manifiestamente durante la vida, nótanse en el rostro numerosos desgarros, puntuados, sin rojez, sin equimosis, con simple desecamiento de la epidermis y producidos por el roce del cuerpo contra la arena. Vese una infiltración de sangre coagulada, a cada lado de la laringe. Los tegumentos están invadidos por la putrefacción y pueden distinguirse en ellos vestigios de contusiones o equimosis. El interior de la tráquea y de los bronquios contiene una pequeña cantidad de un líquido turbio, oscuro, no espumoso, mezclado con arena.
Era un buen responso, todo estaba perdido. Me incliné para besarle la frente y después, por piedad y amor, el líquido rojizo que le hacía burbujas entre los labios.
Pero la cabeza con su pelo endurecido, la nariz achatada, la boca oscura, alargada en forma de hoz con las puntas hacia abajo, lacias, goteantes, permanecía inmóvil, invariable su volumen en el aire sombrío que olía a sentina, más dura a cada paso de mis ojos por los pómulos y la frente y el mentón que no se resolvía a colgar. Me hablaban uno tras otro, el hombre alto y el rubio, como si realizaran un juego, golpeando alternativamente la misma pregunta. Luego el hombre alto soltó la lona, dio un salto y me sacudió de las solapas. Pero no creía en lo que estaba haciendo, bastaba mirarle los ojos redondos, y en cuanto le sonreí con fatiga, me mostró rápidamente los dientes, con odio y abrió la mano.
– Comprendo, adivino, usted tiene una hija. No se preocupen: firmaré lo que quieran, sin leerlo. Lo divertido es que están equivocados. Pero no tiene importancia. Nada, ni siquiera esto, tiene de veras importancia.
Antes de la luz violenta del sol me detuve y le pregunté con voz adecuada al hombre alto:
– Seré curioso y pido perdón: ¿Usted cree en Dios?
– Le voy a contestar, claro -dijo el gigante-; pero antes, si quiere, no es útil para el sumario, es, como en su caso, pura curiosidad… ¿Usted sabía que la muchacha era sorda?
Nos habíamos detenido exactamente entre el renovado calor del verano y la sombra fresca del galpón.
– ¿Sorda? -pregunté-. No, sólo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda. Pero ya no se trata de eso. Yo le hice una pregunta; usted prometió contestarla.
Los labios eran muy delgados para llamar sonrisa a la mueca que hizo el gigante. Volvió a mirarme sin desprecio, con triste asombro, y se persignó.
– ¿Sorda? -pregunté-. No, sólo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda. Pero ya no se trata de eso. Yo le hice una pregunta; usted prometió contestarla.
Los labios eran muy delgados para llamar sonrisa a la mueca que hizo el gigante. Volvió a mirarme sin desprecio, con triste asombro, y se persignó.
JACOB Y EL OTRO
1. Cuenta el médico
Media ciudad debió haber estado anoche en el Cine Apolo, viendo la cosa y participando también del tumultuoso final. Yo estaba aburriéndome en la mesa de poker del club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital. El club no tiene más que una línea telefónica; pero cuando salí de la cabina todos conocían la noticia mucho mejor que yo. Volví a la mesa para cambiar las fichas y pagar las cajas perdidas.
Burmestein no se había movido; baboseó un poco más el habano y me dijo con su voz gorda y pareja:
– En su lugar, perdone, me quedaría para aprovechar la racha. Total, aquí mismo puede firmar el certificado de defunción.
– Todavía no, parece -contesté tratando de reír. Me miré las manos mientras manejaban fichas y billetes; estaban tranquilas, algo cansadas. Había dormido apenas un par de horas la noche anterior, pero esto era ya casi una costumbre; había bebido dos coñacs en esta noche y agua mineral en la comida.
La gente del hospital conocía de memoria mi coche y todas sus enfermedades. Así que me estaba esperando la ambulancia en la puerta del club. Me senté al lado del gallego y sólo le oí el saludo; estaba esperando en silencio, por respeto o por emoción, que yo empezara el diálogo. Me puse a fumar y no hablé hasta que doblamos la curva de Tabarez y la ambulancia entró en la noche de primavera del camino de cemento, blanca y ventosa, fría y tibia, con nubes desordenadas que rozaban el molino y los árboles altos. -Herminio -dije-, ¿cuál es el diagnóstico?
Vi la alegría que trataba de esconder el gallego, imaginé el suspiro con que celebraba el retorno a lo habitual, a los viejos ritos sagrados. Empezó a decir, con el más humilde y astuto de sus tonos; comprendí que el caso era serio o estaba perdido.
– Apenas si lo vi, doctor. Lo levanté del teatro en la ambulancia, lo llevé al hospital a noventa o cien porque el chico Fernández me apuraba y también era mi deber. Ayudé a bajarlo y en seguida me ordenaron que fuera por usted al club.
– Fernández, bueno. ¿Pero quién está de guardia?
– El doctor Rius, doctor.
– ¿Por qué no opera Rius? -pregunté en voz alta.
– Bien -dijo Herminio y se tomó tiempo esquivando un bache lleno de agua brillante-. Debe haberse puesto a operar en seguida, digo. Pero si lo tiene a usted al lado…
– Usted cargó y descargó. Con eso le basta. ¿Cuál es el diagnóstico?
– Qué doctor… -sonrió el gallego con cariño. Empezábamos a ver las luces del hospital, la blancura de las paredes bajo la luna-. No se movía ni se quejaba, empezaba a inflarse como un globo, costillas en el pulmón, una tibia al aire, conmoción casi segura. Pero cayó de espaldas arriba de dos sillas y, perdóneme, el asunto debe estar en la vertebral. Si hay o no hay fractura.
– ¿Se muere o no? Usted nunca se equivocó, Herminio.
Se había equivocado muchas veces pero siempre con excusas.
– Esta vez no hablo -cabeceó mientras frenaba.
Me cambié la ropa y empezaba a lavarme las manos cuando entró Rius.
– Si quiere trabajar -dijo-, lo tiene listo en dos minutos. No hice casi nada porque no hay nada que hacer. Morfina, en todo caso, para que él y nosotros nos quedemos tranquilos. Sólo tirando una monedita al aire se puede saber por dónde conviene empezar.
– ¿Tanto?
– Politraumatizado, coma profundo, palidez, pulso filiforme, gran polipnea y cianosis. El hemitórax derecho no respira. Colapsado. Crepitación y angulación de la sexta costilla derecha. Macidez en la base pulmonar derecha con hipersonoridad en el ápex pulmonar. El coma se hace cada vez más profundo y se acentúa el síndrome de anemia aguda. Hay posibilidad de ruptura de arterias intercostales. ¿Alcanza? Yo lo dejaría en paz.
Entonces recurrí a mi gastada frase de mediocre heroicidad, a la leyenda que me rodea como la de una moneda o medalla circunscribe la efigie y que tal vez continúe próxima a mi nombre algunos años después de mi muerte. Pero aquella noche yo no tenía ya ni veinticinco ni treinta años; estaba viejo y cansado, y ante Rius, la frase tantas veces repetida, no era más que una broma familiar. La dije con la nostalgia de la fe perdida, mientras me ponía los guantes. La repetí escuchándome, como un niño que cumple con la fórmula mágica y absurda que le permite entrar o permanecer en el juego.
– A mí, los enfermos se me mueren en la mesa.
Rius se rió como siempre, me apretó un brazo y se fue. Pero casi en seguida, mientras yo trataba de averiguar cuál era el caño roto que goteaba en los lavatorios, se asomó para decirme:
– Hermano, falta algo en el cuadro. No le hablé de la mujer, no sé quién es, que estuvo pateando, o trató de patear al próximo cadáver en la sala del cine y que se acercó a la ambulancia para escupirlo cuando el gallego y Fernández lo cargaban. Estuvo rondando por aquí y la hice echar; pero juró que volvía mañana y que tiene derecho a ver al difunto, tal vez a escupirlo sin apuro.