EL CORREDOR MC CORMICK BATIO EL RECORD MUNDIAL DE VELOCIDAD EN AUTOMÓVIL.
La esperanza le dio fuerzas para desalojar de un solo golpe el humo, uniendo la o de la boca con el paisaje.
DAD EN AUTOMÓVIL – HOY EN MIAMI.
El chorro de humo escondió en oportuno "camouflage" el perfil que comenzaba a cuajar. Haciendo triángulo con el cutis áspero de la pared y el suelo cuadriculado, el cuerpo quedó allí. El cigarrillo entre los dedos, anunciaba, el suicidio con un hilo lento de humo.
HOY EN MIAMI ALCANZANDO UNA VELOCIDAD MEDIA.
Sobre la arena de oro, entre gritos enérgicos, Jack Ligett, el "manager", pulía y repulía las piezas brillantes del motor. El coche, con nombre de ave de cetrería, semejaba una langosta gigante y negra, sosteniendo incansable, con dos patitas adicionales, la hoja de afeitar de la proa.
Los retorcidos tubos de órgano, a babor y estribor, dieron veinte y veinte detonaciones simultáneas una a una, que se fueron en nubecillas lentas. Con el filo de las ruedas a la altura de las orejas se inició la carrera. Cada estampido tenía resonancias de júbilo dentro de su cráneo y la velocidad era el espacio entre las dos huellas, convertido en una viborilla que danzaba en el vientre.
Miró el rostro de Mc Cormick, piel oscura ajustada sobre huesos finos. Bajo el yelmo de cuero, tras las antiparras grotescas estaban duros de coraje los ojos y en la sonrisa sedienta de kilómetros que apenas le estiraba la boca, se filtró la orden breve, condensada en un verbo en infinitivo.
Suaid se inclinó sobre la bomba y empujó el coche a golpes. Golpeó hasta que el viento se hizo rugido, y en la navegación las ruedas tocaban suavemente el suelo, que las despedía rápido, como la ruleta, a la bola de marfil. Golpeó hasta que sintió dolerle la viborilla del vientre, fina y rígida como una aguja.
Pero la imagen era forzada, y la inutilidad de este esfuerzo se patentizó, cierta, sin subterfugios posibles.
La fuga se apagó como bajo un golpe de agua y Suaid quedó con la cara semihundida en el suelo, los brazos accionando en movimientos precisos de semáforo.
– Esconderme…
Pero se puso debajo de sí mismo, como si el suelo fuera un espejo y su último yo la imagen reflejada.
Miraba los ojos velados y la tierra húmeda en la cuenca del izquierdo. La nariz apenas aplastada en la punta, como la de los niños que miran tras las vidrieras, y los maxilares tascando la lámina dura y lisa de la angustia. El escaso pelo rubio rayaba la frente y la mancha de la barba en el cuello se iba haciendo violeta.
Cerró los ojos fuertemente, y trató de hundirse; pero las uñas resbalaron en el espejo. Vencido aflojó el cuerpo, entregándose, solo, en la esquina de la Diagonal.
Era el centro de un circulo de serenidad que se dilataba borrando los edificios y las gentes.
Entonces se vio, pequeño y solo, en medio de aquella quietud infinita que continuaba extendiéndose. Dulcemente, recordó a Franck, el último de los soldados de pasta que rompiera; en el recuerdo, el muñeco solo tenía una pierna y la renegrida U de los bigotes se destacaba bajo la mirada lejana.
Se miraba desde montones de metros de altura, observando con simpatía el corte familiar de los hombros, el hueco de la nuca y la oreja izquierda aplastada por el sombrero.
Lentamente desabrochóse el saco, estiró las puntas del chaleco y volvió a deslizar los botones en los tajos de los ojales. Terminada la despaciosa operación, se quedó triste y sereno, con Maria Eugenia metida en el pecho.
Ahora caían las costras de indiferencia que protegieran su inquietud y el mundo exterior comenzaba a llegar hasta él.
Sin necesidad de pensarlo inició el retroceso por Florida. La calle, desierta de ensueños, había perdido la dentadura de Tanga's y la barba rubia de Su Majestad Imperial.
La claridad de los escaparates y las grandes luces colgadas en las esquinas daban ambiente de intimidad a la estrecha calzada. Se le antojó un salón del siglo anterior, tan exquisito, que los hombres no necesitaban quitarse el sombrero.
Apuró el paso y quiso borrar un sentimiento indefinido, con algo de debilidad y ternura, que sentía insinuarse.
Con una ametralladora en cada bocacalle se barría toda esta morralla.
Era la hora del anochecer en todo el mundo.
En la Puerta del Sol, en Regent Street, en el Boulevard Montmartre, en Broadway, en Unter den Linden, en todos los sitios más concurridos de todas las ciudades, las multitudes se apretaban, iguales a las de ayer y a las de mañana. ¡Mañana! Suaid sonrió, con aire de misterio.
Las ametralladoras se disimulaban en las terrazas, en los puestos de periódicos, en las canastas de flores, en las azoteas. Las había de todos los tamaños y todas estaban limpias, con una raya de luz fría y alegre en los cañones pulidos.
Owen fumaba echado en el sillón. La ventana hacía pasar por debajo del ángulo que formaban sus piernas los guiños de los primeros avisos luminosos, los ruidos amortiguados de la ciudad que se aquietaba y la lividez del cielo.
Suaid, junto al transmisor telegráfico, acechaba el paso de los segundos con una sonrisa maligna. Más que las detonaciones de las ametralladoras, esperaba que el momento decisivo agitaría los músculos de Owen, transparentándose emociones tras la córnea de los ojos claros.
El inglés siguió fumando, hasta que un chasquido del reloj anunció que el pequeño martillo se levantaba para dar el primer golpe de aquella serie de siete, que se iban a multiplicar, en forma inesperada y millonaria, bajo las campanas de todos los cielos de Occidente.
Owen se incorporó y tiró el cigarrillo.
– Ya.
Suaid caminaba, estremecido de alegría nerviosa. Nadie sabía en Florida lo extrañamente literaria que era su emoción. Las altas mujeres y el portero del Grand ignoraban igualmente la polifurcación que tomaba en su cerebro el Ya de Owen. Porque Ya podía ser español o alemán; y de aquí surgían caminos impensados, caminos donde la incomprensible figura de Owen se partía en mil formas distintas, muchas de ellas antagónicas.
Ante el tráfico de la avenida, quiso que las ametralladoras cantaran velozmente, entre pelotas de humo, su rosario de cuentas alargadas.
Pero no lo consiguió y volvióse a contemplar Florida. Se encontraba cansado y calmo, como si hubiera llorado mucho tiempo. Mansamente, con una sonrisa agradecida para María Eugenia, se fue hacia los cristales y las luces policromas que techaban la calle con su pulsar rítmico.
EL OBSTÁCULO
Se fue deteniendo con lentitud, temeroso de que la cesación brusca de los pasos desequilibrara violentamente el conjunto de ruidos mezclados en el silencio. Silencio y sombras en una franja que corría desde el rugido sordo de la usina iluminada hasta las cuatro ventanas del club, mal cerradas para las risas y el choque de los vasos. También, a veces, los tacazos en la mesa de billar. Silencio y sombras acribillados por el temblor de los grillos en la tierra y el de las estrellas en el cielo alto y negro.
Ya debían ser las diez, no había peligro. Dobló a la derecha y entró en el monte, caminando con cuidado sobre el crujir de las hojas, mientras sostenía el saco contra la espalda, los brazos cruzados en el pecho. Oscuro y frío; pero sabía el camino de memoria y la boca entreabierta le iba calentando el pecho, deslizando largas pinceladas tibias bajo la listada camisa gris.
Al lado de la tranquera, pintada de cal, se detuvo nuevamente. Allí empezaba la vereda de ladrillos cuadriculada en blanco que iba hasta la Dirección bajo una peligrosa luz de faroles. Si me ven, digo que no podía dormir. No me van a decir nada. Que salí a tomar aire. Boleó una pierna sobre el tejido, pero un pensamiento lo aquietó, montado en el alambre. ¡Qué cambiado todo! Hace diez años… No pensó más; pero vinieron rápidos los recuerdos, nítidos y familiares a fuerza de ser siempre los mismos… La mañana de verano en que lo trajeron a la escuela… El despacho del director, el hombre gordo que lo mira con cariño atrás de los lentes y lo palmea.
– Tenes cara de bueno, negrito -y riendo porque él era tan pequeño y débil-. Vos no te vas a escapar, ¿verdad?
Giró la otra pierna y quedó sentado. Y no me escapé, nomás. Pero cuando lo jubilaron y vino el alemán. Sonrió… Cuando trajeron al alemán… Se balanceó en el alambre, mirando la huida en el atardecer, el refugio de los cañaverales, los hombres inclinados encima suyo, turnándose para golpearlo.
Hijos de…
Tembló al ruido de la voz y siguió caminando rápidamente entre los árboles. Hijos de perra. Y todos eran iguales. Tropezó en un tronco y miró alrededor, abriendo los ojos. La zanja, el tronco de eucalipto, la lanza del viejo portón… No, más adelante. Siguió. El caso era recordar cuándo pusieron la vereda de ladrillos y los faroles y el alambrado. Estaba seguro de que habian hecho todo junto con el nuevo edificio de la Dirección: pero ahora le parecía ver al profesor de gimnasia mirando trabajar en la vereda. Y como el profesor había venido mucho después de inaugurado el nuevo edificio… Olió el tabaco y se paró, abrazado de espaldas a un árbol… Sí, allí estaban. Veía enrojecerse suavemente las caras junto a los cigarrillos. Silbó despacio, dos cortos y uno largo. Le contestaron y cruzó en línea recta hasta unirse con los otros que esperaban en el suelo.