El mediodía del domingo en que los vi desfilar por la plaza con la coronita barata, el gigante moribundo estuvo media hora de rodillas en la iglesia, rezando frente al altar nuevo de la Inmaculada; dicen que se confesó, juran haberlo visto golpearse el pecho, presumen que introdujo después, vacilante, una cara enorme e infantil, húmeda de llanto, en la luz dorada del atrio.
2. Cuenta el narrador
Las tarjetas decían Comendador Orsini y el hombre conversador e inquieto las repartió sin avaricia por toda la ciudad. Se conservan ejemplares, algunos de ellos autografiados y con adjetivos.
Desde el primer -y último- domingo, Orsini alquiló la sala del Apolo para las sesiones de entrenamiento, a un peso la entrada durante el lunes y el martes, a la mitad el miércoles, a dos pesos el jueves y el viernes, cuando el desafío quedó formalizado y la curiosidad y el patriotismo de los sanmarianos empezó a llenar el Apolo. Aquel mismo domingo fue clavado en la plaza nueva, con el correspondiente permiso municipal, el cartel de desafío. En una foto antigua el ex campeón mundial de lucha de todos los pesos mostraba los bíceps y el cinturón de oro; agresivas letras rojas concretaban el reto: 500 pesos 500 a quien suba al ring y no sea puesto de espaldas en 3 minutos por Jacob van Oppen.
Una línea más abajo el desafío quedaba olvidado y se prometía una exhibición de lucha grecorromana entre el campeón -volvería a serlo antes de un año- y los mejores atletas de Santa María.
Orsini y el gigante habían entrado al continente por Colombia y ahora bajaban de Perú, Ecuador y Bolivia. En pocos pueblos fue aceptado el desafío y siempre van Oppen pudo liquidarlo en un tiempo medido por segundos, con el primer abrazo.
Los carteles evocaban noches de calor y griterío, teatros y carpas, públicos aindiados y borrachos, la admiración y la risa. El juez alzaba un brazo, van Oppen volvía a la tristeza, pensaba ansioso en la botella de alcohol violento que lo estaba esperando en la pieza del hotel y Orsini sonreía avanzando bajo las luces blancas del ring, tocándose con un pañuelo aún más blanco el sudor de la frente:
– Señoras y señores… -era el momento de dar las gracias, de hablar de reminiscencias imperecederas, de vivar al país y a la ciudad. Durante meses, estos recuerdos comunes habían ido formando América para ellos; alguna vez, alguna noche, ya lejos, antes de un año, podrían hablar de ella y reconocerla sin esfuerzo, sin más ayuda que tres o cuatro momentos reiterados y devotos.
El martes o el miércoles Orsini trajo en coche al campeón hasta el Berna, concluida la casi desierta sesión de entrenamiento. La gira se había convertido ya en un trabajo de rutina y los cálculos sobre los pesos a ganar tenían escasa diferencia con los pesos que se ganaban. Pero Orsini consideraba indispensable, para el mutuo bienestar, mantener su protección sobre el gigante. Van Oppen se sentó en la cama y bebió de la botella; Orsini se la quitó con dulzura y trajo del cuarto de baño el vaso de material plástico que usaba por las mañanas para enjuagarse la dentadura. Repitió amistoso la vieja frase:
– Sin disciplina no hay moral -hablaba el francés como el español, su acento no era nunca definitivamente italiano-. Está la botella y nadie piensa robártela. Pero si se toma con un vaso, es distinto. Hay disciplina, hay caballerosidad.
El gigante movió la cabeza para mirarlo; los ojos azules estaban turbios y parecía usar la boca entreabierta para ver. “Disnea otra vez, angustia”, pensó Orsini. “Es mejor que se emborrache y duerma hasta mañana.” Llenó el vaso con caña, bebió un trago y estiró la mano hacia van Oppen. Pero la bestia se inclinó para sacarse los zapatos y después, resoplando, segundo síntoma, se puso de pie y examinó la habitación. Al principio, con las manos en la cintura, miró las camas, la alfombra inútil, la mesa y el techo; luego caminó para comprobar con un hombro la resistencia de las puertas, la del pasillo y del cuarto de baño, la resistencia de la ventana que no daba a ninguna parte.
“Ahora empieza -continuó Orsini-; la última vez fue en Guayaquil. Tiene que ser un asunto cíclico, pero no entiendo el ciclo. Una noche cualquiera me estrangula y no por odio; porque me tiene a mano. Sabe, sabe que el único amigo soy yo.”
El gigante volvió lentamente, descalzo, al centro de la habitación, con una sonrisa de burla y desprecio, los hombros un poco doblados hacia adelante. Orsini se sentó cerca de la mesa endeble y puso la lengua en el vaso de caña.
– Gott -dijo van Oppen y empezó a balancearse con suavidad, como si escuchara una música lejana e interrumpida; tenía la tricota negra, demasiado ajustada, y los pantalones de vaquero que le había comprado Orsini en Quito-. No. ¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo aquí? -con los enormes pies afirmados en el piso, movía el cuerpo, miraba la pared por encima de la cabeza de Orsini.
– Estoy esperando. Siempre estoy en un lugar que es una pieza de hotel de un país de negros hediondos y siempre estoy esperando. Dame el vaso. No tengo miedo; eso es lo malo, nunca va a venir nadie.
Orsini llenó el vaso y se puso de pie para acercárselo. Le examinó la cara, la histeria de la voz, le tocó la espalda en movimiento. “Todavía no -pensó-, casi en seguida.”
El gigante se bebió el vaso de caña y estuvo tosiendo sin inclinar la cabeza.
– Nadie -dijo-. El footing, las flexiones, las tomas, Lewis. Por Lewis; por lo menos vivió y fue un hombre. La gimnasia no es un hombre, la lucha no es hombre, todo esto no es un hombre. Una pieza de hotel, el gimnasio, indios mugrientos. Fuera del mundo, Orsini.
Orsini hizo otro cálculo y se levantó con la botella de caña. Llenó el vaso que sostenía van Oppen contra la barriga y pasó una mano por el hombro y la mejilla del gigante.
– Nadie -dijo van Oppen-. Nadie -gritó. Tenía los ojos desesperados, después rabiosos. Hizo una sonrisa de broma y sabiduría y vació el vaso.
“Ahora”, pensó Orsini. Le puso en una mano la botella y empezó a golpearlo con la cadera en el muslo para guiarlo hasta la cama.
– Unos meses, unas semanas -dijo Orsini-. Nada más. Después vendrán todos, estaremos con todos. Iremos nosotros allá.
Despatarrado en la cama, el gigante bebía de la botella y resoplaba sacudiendo la cabeza. Orsini encendió el velador y apagó la luz del techo. Sentado otra vez junto a la mesa, se compuso la voz y cantó suavemente:
Dijo la canción una vez y media, hasta que van Oppen puso la botella en el suelo y empezó a llorar. Entonces Orsini se levantó con un suspiro y un insulto cariñoso y anduvo en puntas de pie hasta la puerta y el pasillo. Como en las noches de gloria, bajó la escalera del Berna secándose la frente con el pañuelo impoluto.
Bajaba la escalera sin encontrar gente para repartir sonrisas y sombrerazos, pero con la cara afable, en guardia. La mujer, que había esperado horas resuelta y sin impaciencia, hundida en un sillón de cuero del hall, no haciendo caso a las revistas de la mesita, fumando un cigarrillo tras otro, se puso de pie y lo enfrentó. El príncipe Orsini no tenía escapatoria y tampoco la buscaba. Escuchó el nombre, se quitó el sombrero y se inclinó rápidamente para besar la mano de la mujer. Pensaba qué favor podía hacerle y estaba dispuesto a hacerle el que pidiera. Era pequeña, intrépida y joven, muy morena y con la corta nariz en gancho, los ojos muy claros y fríos. “Judía o algo así”, pensó Orsini. “Está linda.” De inmediato el príncipe escuchó un lenguaje tan conciso que le resultaba casi incomprensible, casi inaudito.
– El cartel ese en la plaza, los avisos en el diario. Quinientos pesos. Mi novio va a pelear con el campeón. Pero hoy o mañana, mañana es miércoles, ustedes tienen que depositar el dinero en el Banco o en El Liberal.
– Signorina -el príncipe hizo una sonrisa y balanceó un gesto desolado-. ¿Luchar con el campeón? Usted se queda sin novio. Y lamentaría tanto que una señorita tan hermosa…