– ¿Cuánto? -preguntó el turco.
La mujer alzó una mano y fue clavando las uñas en el brazo peludo de la bestia; cuando el hombre volvió la cabeza para mirarla, dijo:
– No hay más ni menos que quinientos pesos, ¿sí? No los vamos a perder. Si no vas el sábado, toda Santa María va a saber que tuviste miedo. Yo lo voy a decir, casa por casa, persona por persona.
No hablaba con pasión; seguía clavando las uñas en el brazo pero le conversaba al turco con paciencia y broma, como una madre conversa con su hijo, lo reprende y lo amenaza.
– Un momento -dijo Orsini; alzó una mano y con la otra se puso en la boca la copa de ginebra hasta vaciarla-. También en eso había pensado. En los comentarios del pueblo, de la ciudad, si usted no aparece el sábado por el Apolo. Pero todo se puede arreglar -sonrió a las caras hostiles de la mujer y el hombre, aumentó la cautela de su voz-. Por ejemplo… Supongamos en cambio que usted va, sube al ring. No trata de enfurecerlo al campeón, porque eso sería fatal para lo que planeamos. Usted sube al ring, reconoce al primer abrazo que el campeón sabe, y se deja poner de espaldas, limpiamente, sin un rasguño.
La mujer clavaba otra vez las uñas en el gigantesco brazo peludo; con un ladrido, el turco la apartó.
– Comprendo -dijo después-. Voy y pierdo. ¿Cuánto?
Repentinamente, Orsini aceptó lo que había estado sospechando desde el principio de la entrevista: que cualquiera fuese el acuerdo que lograra con el turco, la mujercita flaca y empecinada lo borraría en el resto de la noche. Comprendió, sin dudas, que Jacob van Oppen estaba condenado a luchar el sábado con el turco.
– Cuánto… -murmuró mientras se acomodaba el álbum bajo el brazo-. Podemos hablar de cien, de ciento cincuenta pesos. Usted sube al ring…
La mujer se apartó un paso del mostrador y clavó las agujas en la pelota de lana. Miraba hacia el piso de tierra y cemento y la voz le sonó tranquila y con sueño:
– Necesitamos quinientos pesos y él se los va a ganar el sábado sin trampas, sin arreglos. No hay hombre más fuerte, nadie puede doblarlo. Menos que nadie ese viejo acabado, por más campeón que haya sido. ¿Vamos a cerrar?
– Tengo que bajar la yerba -volvió a decir el turco.
– Bueno, entonces es así -dijo Orsini-. Cóbrese y déme la última copa -puso un billete de diez pesos encima del mostrador y encendió un cigarrillo-. Vamos a celebrarlo; también ustedes están invitados.
Pero la mujer volvió a encender la luz del rincón y se instaló en el sillón de paja para seguir tejiendo y fumar un cigarrillo; y el turco sólo sirvió un vaso de ginebra. Empezó, bostezando, a llevar las bolsas de yerba, apiladas contra una pared, hacia la trampa del sótano.
Sin saber por qué, Orsini tiró una de sus tarjetas encima del mostrador. Estuvo diez minutos más en el almacén, fumando y bebiendo el gusto a pan de la ginebra, mirando con asombrado terror, con los ojos nublados, sudando, el trabajo metódico del turco con las bolsas, viendo que las movía con tanta facilidad, con tan visible esfuerzo como él, príncipe Orsini, movería un cartón de cigarrillos o una botella.
“Pobre Jacob van Oppen -meditó Orsini-. Hacerse viejo es un buen oficio para mí. Pero él nació para tener siempre veinte años; y ahora, en cambio, los tiene este gigante hijo de perra que gira alrededor del meñique de ese feto encinta. Los tiene este animal, nadie puede quitárselos para restituirlos, y los seguirá teniendo el sábado de noche en el Apolo.”
Desde la redacción de El Liberal, casi codo a codo con Deportivas, el príncipe llamó por teléfono a la capital, reclamando el envío urgente de mil pesos. Usó el teléfono directo para evitar la curiosidad de la telefonista; mintió a gritos frente a la redacción, poblada ahora por jóvenes flacos y bigotudos, alguna señorita que fumaba con boquilla. Eran las siete de la tarde; llegó casi a la grosería cuando se hizo evidente el titubeo del hombre que lo escuchaba en el teléfono remoto, en una habitación que no podía ser imaginada, muequeando su desconcierto en cualquier cubículo de la gran ciudad, en un anochecer de octubre.
Cortó la comunicación con una sonrisa de tolerancia y fastidio.
– Por fui -dijo, soplando el pañuelo de hilo-. Mañana de mañana tenemos el dinero. Contratiempos. Mañana a mediodía hago el depósito en la administración. En la administración me parece más serio, ¿no?… Aquí está el mozo. El que quiera pedir algo para refrescarse…
Le dieron las gracias, alguna de las máquinas de escribir interrumpió su ruido; pero nadie aceptó la invitación. Deportivas inclinaba sobre su mesa los gruesos anteojos mientras marcaba fotografías.
Apoyado en una mesa, fumando un cigarrillo, Orsini miró a los hombres doblados hacia las máquinas y la tarea. Supo que para ellos él ya no existía, que no estaba en la redacción. “Y tampoco mañana”, pensó con débil tristeza, sonriente y resignado. Porque todo había sido postergado hasta la noche del viernes y la noche del viernes empezaba a crecer, en el fin de un crepúsculo rojizo y dulce, fuera de los ventanales de El Liberal, en el río, encima de la primera sombra que rodeaba las sirenas graves de las barcazas.
Atravesó la indiferencia y la desconfianza, obligó a Deportivas a estrecharle la mano.
– Espero que mañana será una gran noche para Santa María; espero que gane el mejor.
Esa frase no sería reproducida por el diario, no serviría de soporte a su cara sonriente y bondadosa. Desde el vestíbulo del Apolo -Jacob van Oppen, Campeón del Mundo, se entrena aquí de 18 a 20, tres pesos la entrada -oyó los murmullos del público y el golpeteo de los pies del campeón sobre el ring improvisado. Van Oppen no podía luchar, romper huesos o arriesgar que se los rompieran. Pero podía saltar a la cuerda, infinitamente, sin cansancio.
Sentado en la estrecha oficina de la boletería, Orsini revisó el borderó y sacó cuentas. Sin considerar la noche triunfal del sábado, plateas a cinco pesos, la visita a Santa María dejaba alguna ganancia. Orsini convidó con café y puso su firma al pie de las planillas luego de contar el dinero.
Quedó solo en la oficina oscura y mal oliente. Llegaba el ruido a compás de los pies de van Oppen en la madera.
– Ciento diez animales abriendo la boca porque el campeón salta a la cuerda, como saltan, y mejor, todas las niñas en los patios de las escuelas.
Recordó a van Oppen joven, o por lo menos aún no envejecido; pensó en Europa y en los Estados, en el verdadero mundo perdido; trató de convencerse de que van Oppen era tan responsable del paso de los años, de la decadencia y la repugnante vejez, como de un vicio que hubiera adquirido y aceptado. Trató de odiar a van Oppen para protegerse.
“Tendría que haberle hablado antes, en alguna de esas caminatas por la rambla que hace con pasitos de mujer gorda; ayer o esta mañana; hablarle al aire libre, el río, árboles, el cielo, todo eso que los alemanes llaman naturaleza. Pero llegó el viernes: la noche del viernes.”
Palpó suavemente los billetes en el bolsillo y se puso de pie. Afuera, puntual y tibia, lo estaba esperando la noche del viernes. Los ciento diez imbéciles gritaban dentro del cine-teatro; el campeón habría empezado el número final, la sesión de gimnasia en que todos los músculos crecían y desbordaban.
Orsini caminó lentamente hacia el hotel, las manos en la espalda, buscando detalles de la ciudad para recordar y despedirse, para mezclarlos con los de otras ciudades lejanas, para unir todo y continuar viviendo.
El mostrador del bar del hotel se alargaba hasta tocar el del conserje. Mientras bebía un trago con mucha soda, el príncipe organizó su batalla. Ocupar una colina puede ser más importante que perder un parque de municiones. Puso unos billetes sobre el mostrador y pidió la cuenta de los días vividos en el hotel.
– Es por mañana, excúseme, para evitarme apuros. Mañana, en cuanto termine la lucha, tenemos que salir en automóvil, a medianoche o en la madrugada. Hoy hablé por teléfono desde El Liberal y supe que hay nuevos contratos. Todo el mundo quiere ver al campeón, se explica, antes del torneo en Amberes.
Pagó con una propina exagerada y subió al cuarto con una botella de ginebra bajo el brazo para hacer las valijas. Había una negra y vieja, de Jacob, que no podía tocarse; estaba, además, el montón de objetos impresionantes -batas, tricotas, tensores, sogas, zapatos con forro de piel- en el escenario del Apolo. Pero todo esto podía ser recogido después con cualquier pretexto. Terminó con sus valijas y con las que Jacob no había declarado sagradas; estaba bajo la ducha, resoplando de alivio, barrigón y resuelto, cuando oyó el golpe de la puerta del cuarto. Más allá del rumor del agua escuchó los pasos y el silencio. “Es la noche del viernes; y ni siquiera sé si es mejor emborracharlo antes o después de hablarle. O antes y después.”