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– No entiendo -dijo Jacob-. Hoy es viernes. Si el loco ese ya no quiere el desafío, igual tengo que hacer la exhibición, a cinco pesos la entrada.

– El loco ese… -empezó Orsini; de la lástima pasaba a la rabia y al odio-. No; somos nosotros. No tenemos interés en el desafío. Nos vamos a las cuatro.

– ¿El hombre quiere luchar? ¿No se arrepintió?

– El hombre quiere luchar y no le dan permiso para arrepentirse. Pero nosotros nos vamos.

– ¿Sin luchar, antes de mañana?

– Campeón -dijo Orsini. La cabeza de Jacob se movía colgada y negadora.

– Yo me quedo. Mañana a las nueve lo estaré esperando en el ring. ¿Voy a estar solo?

– Campeón -repitió Orsini mientras se acercaba a la cama; rozó cariñoso un hombro de Jacob y levantó la botella para tomar un pequeño trago-. Nos vamos.

– Yo no -dijo el gigante, y empezó a levantarse, a crecer-. Voy a estar solo en el ring. Déjeme la mitad del dinero y váyase. Dígame por qué quiere escapar, por qué quiere que también yo me escape.

Olvidado del revólver, sin dejar de apretarlo, el príncipe hablaba contra el arco de las costillas del campeón.

– Porque hay contratos que nos esperan. Porque lo de mañana no es una lucha, es un desafío estúpido.

Sin mostrar apuro, Orsini se alejó hacia la ventana, hacia la cama de Jacob van Oppen. No se atrevía a encender la luz, no tenía ánimos para conquistar con sonrisas y muecas.

Prefirió la sombra y la persuasión de los tonos de voz. “Acaso sea mejor terminar con todo esto ahora mismo. Siempre tuve suerte, siempre apareció algo nuevo y muchas veces mejor que lo recién perdido. No mirar hacia atrás, dejarlo como a un elefante sin dueño.”

– Pero el desafío lo hicimos nosotros -decía la voz de Jacob, sorprendida, casi riendo-. Siempre lo hacemos nosotros. Tres minutos. En los diarios, en las plazas. Dinero al que aguante tres minutos. Y yo gané siempre, Jacob van Oppen gana siempre.

– Siempre -dijo Orsini; de pronto se sintió débil y hastiado; puso el revólver sobre la cama y juntó las manos entre las rodillas desnudas-. Siempre gana el campeón. Pero también, todas las veces, yo vi antes al hombre que había aceptado el desafío. Tres minutos sin ser puesto de espaldas sobre el tapiz -recitó-. Y nunca nadie duró medio minuto y yo lo sabía mucho antes de que sonara la campana. “No puedo decirle que alguna vez tuve éxito amenazando y también pagué para que la cosa no durara más de treinta segundos; pero acaso no tenga más remedio que decírselo.” Y ahora, también, cumplí con mi deber. Fui a ver al hombre que había aceptado el desafío, lo pesé y lo medí. Con los ojos. Por eso hice las valijas, por eso aconsejo tomar el ómnibus de las cuatro.

Van Oppen se había estirado en el piso, la cabeza apoyada en la pared, entre la mesa de noche y la luz del cuarto de baño.

– No entiendo. Y éste sí, este almacenero de un pueblo cualquiera, que nunca vio una lucha, ¿éste le va a ganar a Jacob van Oppen?

– Nadie puede ganarle una lucha al campeón -pronunció Orsini con paciencia-. Pero no se trata de una lucha.

– Es un desafío -exclamó Jacob.

– Eso mismo. Un desafío. Quinientos pesos si aguanta de pie tres minutos. Yo lo vi al hombre -Orsini hizo una pausa y encendió otro cigarrillo; estaba tranquilo y desinteresado; era como contar una historia a un niño para ayudarlo a dormir, era como cantar Lili Marlen.

– ¿Y éste me aguanta tres minutos? -se burló van Oppen.

– Bueno. Es una bestia. Veinte años, ciento diez kilos; no hice más que calcular, pero nunca me equivoco.

Jacob dobló las piernas hasta quedar sentado en el suelo. Orsini lo oyó respirar.

– Veinte años -dijo el campeón-. Yo también tuve veinte años y era menos fuerte que ahora, sabía menos.

– Veinte años -repitió el príncipe, transformando un bostezo en suspiro.

– ¿Y eso es todo? ¿No hay nada más? ¿A cuántos hombres de veinte años puse de espaldas en menos de veinte segundos? ¿Y por qué este imbécil va a durar tres minutos?

“Es así -pensaba Orsini con el cigarrillo en la boca-; tan sencillo y terrible como descubrir de golpe que una mujer no nos gusta y quedarse impotente y comprender que nada puede corregirse o ser aliviado por medio de explicaciones; tan sencillo y terrible como decirle a un enfermo la verdad. Todo es sencillo cuando le ocurre a los otros, cuando nos conservamos ajenos y podemos comprender y lamentar, repetir consuelos.”

El pianito del conservatorio había desaparecido en el calor de la noche retinta; se oían grillos, giraba, mucho más lejos, un disco de jazz.

– ¿Me va a durar tres minutos? -insistió Jacob-. Yo también vi. Vi las fotografías en el diario. Un buen cuerpo para mover barriles.

– No -repuso Orsini, sincero y ecuánime-. Nadie puede resistirle tres minutos al campeón del mundo.

– No entiendo -dijo Jacob-. Entonces no entiendo. ¿Hay algo más?

– El hombre no puede aguantar tres minutos. Pero estoy seguro de que aguanta más de uno. Y hoy, cosa pasajera pero indiscutible, el campeón del mundo no tiene aliento para luchar más de un minuto.

– ¿Yo? -Jacob se había puesto de rodillas, apoyándose en los puños-. ¿Yo?

– Sí -dijo Orsini; hablaba con suavidad e indiferencia, quitándole importancia al tema-. Cuando terminemos esta gira de entrenamiento, todo cambiará. También será necesario suprimir el alcohol. Pero hoy, mañana, sábado de noche en Santa María o como se llame este agujero del mundo, Jacob van Oppen no puede abrazar y resistir un abrazo por más de un minuto. El pecho de van Oppen no puede; los pulmones no pueden. Y esa bestia no se deja voltear en un minuto. Por eso tenemos que tomar el ómnibus de las cuatro de la mañana. Las valijas están hechas, pagué la cuenta del hotel. Todo arreglado.

Orsini oyó el gruñido y la tos a su izquierda, fue midiendo la extensión del silencio en el cuarto. Volvió a tomar el revólver y lo calentó entre las rodillas.

“Después de todo -pensó- es curioso haber dado tantos rodeos, tomar tantas precauciones. El lo sabe mejor que yo y desde hace tiempo. Pero tal vez haya sido justamente por eso que elegí rodeos y busqué precauciones. Y aquí estoy, a mi edad, tan lamentable y ridículo como si le hubiera dicho a una mujer que se acabó el amor y estuviese esperando, con aprensiones y curiosidad, la reacción, las lágrimas, las amenazas.”

Jacob había replegado el cuerpo; pero la franja de luz del cuarto de baño revelaba, en la cabeza echada hacia atrás, el brillo del llanto. Orsini guardó el revólver y fue hasta el teléfono para pedir otra botella. Rozó al pasar el cabello cortado al rape del campeón y regresó a la cama. Alzando las piernas, podía sentir contra los muslos la rotunda pesadez de su barriga. Del hombre arrodillado le llegaba el rumor de un jadeo, como si van Oppen hubiera llegado al epílogo de una jornada de entrenamiento o de una lucha particularmente larga y difícil.

“No es el corazón -recordó Orsini-, no son los pulmones. Es todo; un metro noventa y cinco de hombre que empezó a envejecer.”

– No, no -dijo en voz alta-. Sólo un descanso en el camino. Dentro de unos meses todo volverá a ser como antes. La calidad; eso es lo definitivo, eso es lo que nunca puede perderse. Aunque uno quiera, aunque se empeñe en perderla. Porque en toda vida de hombre hay períodos de suicidio. Pero esto se supera, esto se olvida.

La música de baile se había ido fortaleciendo a medida que crecía la noche. La voz de Orsini vibraba satisfecha, demorándose, en la garganta y el paladar.

Llamaron a la puerta y el príncipe caminó silencioso para recibir la bandeja con la botella, los vasos y el hielo. La dejó en la mesita y prefirió montarse en una silla para continuar la velada y la lección de optimismo.

El campeón se había sentado en la sombra, en el suelo, apoyado en la pared; ya no se le escuchaba respirar; sólo existía para Orsini por medio de su enorme, indudable presencia agazapada.

– La calidad, eso -reanudó el príncipe-. ¿Quién la tiene? Se nace con calidad o se muere sin calidad. Por algo todos se inventan un sobrenombre imbécil y cómico, unas palabritas, para que las pongan en los carteles. El Búfalo de Arkansas, el Triturador de Lieja, el Mihura de Granada. Pero Jacob van Oppen sólo se llama, además, el Campeón del Mundo. Calidad.

El discurso de Orsini desfalleció en el silencio y en la fatiga. El príncipe llenó un vaso, puso la lengua dentro y se levantó para llevárselo al campeón.