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Pero el jardín, el contrahecho remedo de selva, nunca fue tocado. Entonces la chiquilina aprendió que no hay palabra comparable a mañana: nunca, nada, permanencia y paz.

Muy niña descubrió la broma cariñosa de los arbustos, el pasto, cualquier árbol anónimo y torcido; descubrió con risas que amenazaban invadir la casa, para retroceder a los pocos meses, encogidos, satisfechos.

El hombre bebió el café y luego estuvo moviendo la cabeza con lentitud y resuelto. Hizo una pausa o la dejó llegar y extenderse.

– Puede quedar, cerca de los ventanales, un rincón para estirarse y tomar cosas frescas cuando vuelva el verano. Pero el resto, todo, hay que aplastarlo con cemento. Quiero hacer peceras. Ejemplares raros, difíciles de criar. Hay gente que gana mucho dinero con eso.

La mujer sabía que el hombre estaba mintiendo; no creyó en su interés por el dinero, no creyó que nadie pudiera talar los viejos árboles inútiles y enfermos, matar el pasto nunca cuidado, las flores sin nombre conocido, pálidas, fugaces, cabizbajas.

Pero los hombres, los obreros, tres, se acercaron a conversar una mañana de domingo. Ella los miraba desde el piso alto; dos estaban de pie, rodeando el casi horizontal sillón del jardín de donde se alzaban las instrucciones, las preguntas sobre precio y tiempo; el tercero, agachado, con boina, enorme y plácido, mascaba un tallo.

Lo recordó hasta el final. El más viejo, el jefe, encorvado, con el pelo abundante y blanco, con las manos colgantes, se detuvo un rato de espaldas al portón enrejado. Contempló sin asombro los árboles despojados, la vasta superficie de yuyos entremezclados. Los otros dos avanzaron, cargados inútilmente con guadañas y palas, con picos, y el desconcierto que iba trabándoles las piernas. El más joven y grande, el más perezoso, continuaba mordisqueando el tallo rematado por la florcita sonrosada. Era una mañana de domingo y la primavera estremecía las hojas del jardín; ella los miraba tratando de equivocarse, la boca del niño colgada de un pecho.

Ella conocía el rencor, las ganas de dañarla del hombre. Pero todo había sido conversado tantas veces, comprendido hasta donde uno cree comprenderse y entender al otro, que no creyó posible la venganza, la destrucción del jardín y de su propia vida. A veces, cuando ambos aceptaban el sueño de haber olvidado, el hombre la encontraba tejiendo en algún lugar del jardín y reanudaba sin prólogo:

– Todo está bien, todo está tan muerto como si nunca hubiera sucedido -la cara flaca y obsesiva se negaba a mirarla-. Pero, ¿por qué tuvo que nacer varón? Tantos meses comprándole lanas rosadas y el resultado fue ése, un varón. No estoy loco. Sé que lo mismo da, en el fondo. Pero una niña podría llegar a ser tuya, exclusivamente tuya. Ese animalito, en cambio…

Ella estuvo un rato quieta, sosegó las manos y por fin lo miró. Más flaco, más grandes los ojos claros, perniabierto a su lado, desolándose y burlón. Mentía, ambos sabían que el hombre estaba mintiendo; pero lo comprendían de manera muy distinta.

– Ya hablamos tanto de esto -dijo aburrida la mujer-. Tantas veces tuve que escucharte…

– Es posible. Menos veces, siempre, que mis impulsos de volver al tema. Es un varón, tiene mi nombre, yo lo mantengo y tendré que educarlo. ¿Podemos tomar distancia, mirar desde afuera? Porque, en ese caso, yo soy un caballero o un pobre diablo. Y vos, una putita astuta.

– Mierda -dijo ella, suavemente, sin odio, sin que pudiera saberse a quién hablaba.

El hombre volvió a mirar el cielo que se apagaba, la primavera indudable. Giró y se puso a caminar hacia la casa.

Tal vez toda la historia haya nacido de esto, tan sencillo y terrible; depende, la opción, de que uno quiera pensarlo o se distraiga: el hombre sólo creía en la desgracia y en la fortuna, en la buena o en la mala suerte, en todo lo triste y alegre que puede caernos encima, lo merezcamos o no. Ella creía saber algo más; pensaba en el destino, en errores y misterios, aceptaba la culpa y -al final- terminó admitiendo que vivir es culpa suficiente para que aceptemos el pago, recompensa o castigo. La misma cosa, al fin y al cabo.

A veces el hombre la despertaba para hablarle de Mendel. Encendía la pipa o un cigarrillo y aguardaba para asegurarse de que ella estaba resignada y escuchando. Tal vez esperara, él, un milagro en su alma o en el de su mujer desnuda, cualquier cosa que pudiera ser exorcizada y les diera la paz o un engaño equivalente.

– ¿Por qué con Mendel? Podías haber elegido entre tantos mejores, entre tantos que me avergonzaran menos.

Quería volver a escuchar el relato de los encuentros de la mujer con Mendel; pero, en realidad, retrocedía siempre, miedoso de saber del todo, definitivamente; resuelto, en el fondo, a salvarse, a ignorar el porqué. Su locura era humilde y podía ser respetada.

Mendel o cualquier otro. Lo mismo daba. No tenía nada que ver con el amor. Una noche el hombre trató de reír:

– Y, sin embargo, así estaba escrito. Porque las cosas se han enredado, o se pusieron armónicas, de tal manera que hoy puedo mandarlo a Mendel a la cárcel. A Mendel, a ningún otro. Un papelito falsificado, una firma dibujada por él. Y no me muevo por celos. Tiene una mujer y tres hijos totalmente suyos. Una casa o dos. Sigue pareciendo feliz. No se trata de los celos sino de la envidia. Es difícil de entender. Porque a mí, personalmente, de nada me sirve destrozar todo eso, hundir o no a Mendel. Deseaba hacerlo desde mucho antes del descubrimiento, desde antes de saber que era posible. Imagino, ¿sabes?, la posibilidad de la envidia pura, sin motivos concretos, sin rencor. A veces, muy pocas, la encuentro posible.

Ella no contestó. Acurrucada contra el primer frío del alba pensaba en el niño, esperaba el primer llanto del hambre. El, en cambio, esperaba el milagro, la resurrección de la chica encinta que había conocido, la suya propia, la del amor que se creyeron, o fueron construyendo durante meses, con resolución, sin engaño deliberado, abandonados tan cerca de la dicha.

Los hombres empezaron a trabajar un lunes, aserrando sin prisa los árboles que se llevaban al final de la jornada en un camión destartalado, rugiente de vejez, siempre torcido. Días después comenzaron a guadañar los yuyos floridos, el pasto que se había hecho jugoso y recto. No cumplían ningún horario regular; tal vez hubieran contratado la totalidad del trabajo, directamente, dejando de lado el engorro de los jornales, las faltas y las perezas. Sin embargo, tampoco mostraron nunca apresurarse.

El hombre no le hablaba nunca de lo que estaba ocurriendo en el jardín. Seguía flaco y callado, fumaba y bebía. El cemento se extendía ahora sobre la tierra y sus recuerdos, blanco, grisáceo en seguida.

Entonces, al final de un desayuno, rencoroso e incauto, el hombre apagó el cigarrillo en el fondo de una taza y, casi sonriendo, como si comprendiera de verdad el destino de sus palabras, dijo lento, sin mirarla:

– Sería bueno que vigilaras el trabajo de los poceros. Entre una y otra mamadera. No veo que el portland avance.

Desde aquel momento los tres peones se convirtieron en poceros. Ahora traían grandes chapas de vidrio para hacer las peceras, enormes, distribuidas con deliberada asimetría, desproporcionadas para toda clase de fauna que quisiera criarse allí.

– Sí -dijo ella-. Puedo hablar con el viejo. Ir al lugar donde estaba el jardín y mirarlos trabajar.

– El viejo -se burló el hombre-. ¿Sabe hablar? Creo que los dirige moviendo las manos y las cejas.

Empezó a bajar diariamente al cemento, de mañana y de tarde, aprovechando los horarios caprichosos que ellos elegían. Acaso también podía decirse de ella que estaba rencorosa e incauta.

Caminaba despacio, más crecida ahora sobre el piso duro y parejo, desconcertada, moviéndose en sesgo, restaurando los antiguos desvíos, los perdidos atajos que habían impuesto alguna vez los árboles y los canteros. Miraba a los hombres, veía erguirse las enormes peceras. Olía el aire, esperaba la soledad de las cinco de la tarde, el rito diario, el absurdo conquistado, hecho casi costumbre.

Primero fue la incomprensible excitación del pozo por sí mismo, el negro agujero que se hundía en la tierra. Le hubiera bastado. Pero pronto descubrió, en el fondo, la pareja de hombres trabajando, con los torsos desnudos. Uno, el del yuyo mascado, moviendo con descuido los enormes bíceps; el otro, largo y flaco, más lento, más joven, provocando la lástima, el afán de ayudarlo y pasarle un trapo por la frente sudada.