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No sabía cómo alejarse y mentirse a solas.

El viejo fumaba mal acomodado en un tronco. La miraba impasible.

– ¿Trabajan? -preguntó ella, sin interés. -Sí señora, trabajan. Exactamente lo que tienen que hacer cada día, cada jornada. Para eso estoy yo. Para eso, y otras cosas que adivino. Pero no soy Dios. Presiento, apenas, y ayudo cuando puedo.

Los poceros la saludaban moviendo una vez las cabezas cordiales y taciturnas. Muy pocas veces podían inventar un tema de conversación, pretextos que rebotaran algunos minutos. Ella y la pareja de poceros, el gigante tranquilo, con la boina siempre puesta y mascando un yuyo que ya no podía haber arrancado del jardín cegado, el otro, muy joven y delgado, tonto de hambre, enfermo. Porque el viejo no hablaba y podía pasar inmóvil la jornada entera, de pie o sentado en la tierra, haciéndose cigarrillos, uno tras otro. \

Cavaban, medían y sudaban como si algo de esto pudiera importarle a ella, como si estuviera viva y fuese capaz de participar. Como si hubiera sido dueña algún día de los árboles desaparecidos y los pastos muertos. Hablaba de cualquier cosa, exagerando la cortesía, el respeto, esa forma de la tristeza que ayuda a unir. Hablaba de cualquier cosa y dejaba siempre sin final las frases, esperando las cinco de la tarde, esperando que los hombres se fueran.

La casa estaba rodeada por un cerco de cinacinas. Ya eran árboles, de casi tres metros de altura, aunque los troncos conservaban una delgadez adolescente. Los habían plantado muy juntos pero supieron crecer sin estorbarse, apoyándose uno en el otro, entreverando las espinas.

A las cinco de la tarde los poceros imaginaban escuchar una campana y el viejo alzaba un brazo. Guardaban, tiraban las herramientas en la sombra fresca del galpón, saludaban y se iban. El viejo adelante, el animal de la boina y el flaco encorvado después, para que las nubes y el resto del sol se enteraran del respeto a las jerarquías. Lentos los tres, fumando calmosos, sin ganas.

En el piso alto, de espaldas al griterío en la cuna, la mujer los espiaba para asegurarse. Aguardaba inmóvil diez o quince minutos. Entonces bajaba hacia lo que había sido en un tiempo su jardín, esquivando obstáculos que ya no existían, taconeaba sobre el cemento hasta llegar al cerco de cinacinas. No ensayaba siempre el mismo lugar, claro. Podía marcharse por el gran portón de hierro que usaban los poceros, las imaginarias visitas; podía escapar por la puerta del garaje, siempre abierta cuando el coche estaba afuera.

Pero elegía, sin convicción, sin deseo de verdad, el juego inútil y sangriento con las cinacinas, contra ellas, plantas o árboles. Buscaba, para nada, sin ningún fin, abrirse un camino entre los troncos y las espinas. Jadeaba un tiempo, abriéndose las manos. Concluía siempre en el fracaso, aceptándolo, diciéndole que sí con una mueca, una sonrisa.

Después atravesaba el crepúsculo, lamiéndose las manos, mirando el cielo de esta primavera recién nacida y el cielo tenso, promisorio, de primaveras futuras que tal vez transcurriera su hijo. Cocinaba, atendía al niño, y con un libro siempre mal elegido comenzaba la espera del hombre, en uno de los dos sillones floreados o tendida en la cama. Escondía los relojes y esperaba.

Pero todas las noches, los regresos del hombre eran idénticos, confundibles. Cerca de octubre le tocó leer: “Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio”. El hombre escondió el coche en el garaje, cruzó el cemento y subió. Era el mismo de siempre, la frase recién leída por ella no logró transformarlo. Se paseaba por el dormitorio haciendo sonar el llavero, contando historias simples o complejas de la jornada, mintiéndole, inclinando a veces en las pausas la cara pomulosa, los ojos crecientes. Tan triste como ella, acaso.

Aquella noche la mujer se abandonó, exigió, como no lo había hecho desde muchos meses antes. Todo lo que los hiciera felices o los ayudara a olvidar era bienvenido, sagrado. Bajo la pequeña luz semiescondida, el hombre terminó por dormirse, casi sonriente, aquietado. Insomne, regresando, ella descubrió sin asombro, sin tristeza, que desde la infancia no había tenido otra felicidad verdadera, sólida, aparte de los verdes arrebatados al jardín. Nada más que eso, esas cosas cambiantes, esos colores. Y estuvo pensando, hasta el primer llanto del niño, que él lo había intuido, que quiso privarla de lo único que le importaba en realidad. Destruir el jardín, continuar mirándola manso con los ojos claros y ojerosos, jugar su sonrisa, indirecta, ambigua.

Cuando empezaron los ruidos de la mañana, la mujer mostraba los dientes al techo, pensando, una vez y otra, en la primera parte del Ave María. Nada más, porque no podía admitir la palabra muerte. Reconocía no haber sido engañada nunca, aceptaba haber acertado en los desconciertos, los miedos, las dudas de la infancia: la vida era una mezcla de imprecisiones, cobardías, mentiras difusas, no por fuerza siempre intencionadas.

Pero recordaba, aún ahora y con mayor fuerza, la sensación de estafa iniciada al final de la infancia, atenuada en la adolescencia gracias a deseos y esperanzas. Nunca había pedido nacer, nunca había deseado que la unión, tal vez momentánea, fugaz, rutinaria, de una pareja en la cama (madre, padre, después y para siempre) la trajeran al mundo. Y sobre todo, no había sido consultada respecto a la vida que fue obligada a conocer y aceptar. Una sola pregunta anterior y habría rechazado, con horror equivalente, los intestinos y la muerte, la necesidad de la palabra para comunicarse e intentar la comprensión ajena.

– No -dijo el hombre cuando ella trajo el desayuno desde la cocina-. No pienso hacer nada contra Mendel. Ni siquiera ayudar.

Estaba vestido con un cuidado extraño, como si no fuera a la oficina sino a una fiesta. Ante el traje nuevo, la camisa blanca, la corbata nunca usada, ella gastó minutos en recordar y creer en su recuerdo. Así había estado para ella durante el noviazgo. Estuvo moviéndose deslumbrada e incrédula, aliviada de angustias y de años.

El hombre mojó un pedazo de pan en la salsa y apartó el plato. La mujer vio brillar tímida, tanteadora, la nueva mirada que le llegaba desde la mesa o que ella tuvo que inventarse.

– Voy a quemar el cheque de Mendel. O puedo regalártelo. De todos modos, es cuestión de días. El pobre hombre.

Ella tuvo que esperar un tiempo. Luego consiguió apartarse de la chimenea y fue a sentarse frente al hombre flaco, sin sufrir y paciente, esperando que se fuera.

Cuando escuchó morir el ruido del coche en la carretera, subió al dormitorio; encontró en seguida el pequeño inútil revólver con cachas de nácar y estuvo mirándolo sin tocarlo. Fuera de ella, tampoco había llegado el verano, aunque la primavera avanzaba enfurecida y los días, las pequeñas cosas, no podían ni hubieran querido detenerse.

Por la tarde, luego del rito con las espinas y las perezosas líneas de sangre en las manos, la mujer aprendió a silbar con los pájaros y supo que Mendel había desaparecido junto con el hombre, flaco. Era posible que nunca hubieran existido. Quedaba el niño en la planta alta y de nada le servía para atenuar su soledad. Nunca había estado con Mendel, nunca lo había conocido ni le había visto el cuerpo corto y musculoso; nunca supo de su tesonera voluntad masculina, de su risa fácil, de su despreocupada compenetración con la dicha. El tajo de la frente goteaba ahora con lentitud a lo largo de la nariz.

Lloró el niño y tuvo que subir. El viejo fumaba sentado en una piedra, tan quieto, tan nada, que parecía formar parte de su asiento. Los otros dos estaban invisibles en el fondo de un pozo. Arriba, consoló al niño y vio en el suelo el traje arrugado del hombre. Estuvo escarbando, miró papeles llenos de cifras, monedas, un documento. Por fin, la carta.

Estaba hecha con una letra femenina, muy hermosa y clara, impersonal. No llegaba a las dos carillas y la firma ostentaba un significado incomprensible: Másam. Pero el sentido de la carta, la acumulación de tonterías, de juramentos, de frases que pretendían, simultáneamente, el ingenio y el talento, era muy claro. “Debe ser muy joven -pensó la mujer, sin lástima ni envidia-; así escribía yo, le escribía.” No encontró fotografías.