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Al pie de Másam el hombre había escrito con tinta roja: “Tendrá dieciséis años y vendrá desnuda por encima y debajo de la tierra para estar conmigo tanto tiempo como duren esta canción y esta esperanza”.

Nunca llegó a tener celos del hombre ni pudo odiarlo; acaso, un poco, a la vida, a su propia incomprensión, a una indefinida mala jugada que le había hecho el mundo. Durante semanas continuaron viviendo como siempre. Pero él no tardó en sentir el cambio, en percibir que los rechazos y los perdones se iban transformando en una lejanía mansa, sin hostilidad.

Decían cosas, pero en realidad ya no conversaban. Ella soslayaba impasible las chispas de súplica que a veces saltaban de los ojos del hombre. “Es lo mismo que si estuviera muerto desde meses atrás, que no nos hubiéramos conocido nunca, que no se encontrara a mi lado.” Ninguno de los dos tenía nada que esperar. La frase no vendría, esquivaban los ojos. El hombre jugaba con el cigarrillo y el cenicero; ella estiraba manteca y jalea sobre el pan.

Cuando él regresaba a medianoche, la mujer dejaba de leer, fingía dormir o hablaba del trabajo en el jardín, de las camisas mal lavadas, del niño y del precio de la comida. El la escuchaba sin hacer preguntas, incurioso, sin traer nada verdadero para contar. Después sacaba una botella del armario y bebía en la madrugada, solo o con un libro.

Ella, en el aire nocturno de verano, le espiaba el perfil aguzado, la parte posterior de la cabeza, donde aparecían canas imprevistas días antes, donde el cabello empezaba a ralear. Dejó de tenerse lástima y la colocó en el hombre. Ahora, en los regresos, él se negaba a comer. Iba hasta el armario y bebía en la noche, en el alba. Tendido en la cama, hablaba a veces con una voz ajena, sin dirigirse a ella ni al techo; contaba cosas felices e increíbles, inventaba personas y acciones, circunstancias simples o dudosas.

Se decidió una noche en que el hombre llegó muy temprano, no quiso leer ni desvestirse, le estuvo sonriendo antes de hablar. “Quiere ayudar el paso del tiempo. Me contará una mentira exactamente tan larga como le convenga. Algo incrustado absurdamente en nuestras vidas, en la mortecina historia que estamos viviendo.” El hombre trajo una copa apenas mediada y le ofreció otra llena. Sabía, desde años atrás, que ella no iba a tocarla. No le había dado tiempo a meterse en la cama, la sorprendió en el gran sillón mientras ella miraba una vez y otra el libro, las palabras que conocía de memoria: “Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio”.

El hombre se sentó frente a ella, escuchó las rutinarias novedades, asintiendo en silencio. Cuando se acercaba la muerte de la pausa, dijo, con otras palabras:

– El viejo. Ese que cobra, fuma, mira despreocupado el trabajo de los peones. Estudió un año en el seminario, estudió arquitectura unos meses. Habla de un viaje a Roma. ¿Con qué dinero, el pobre diablo? No sé cuánto tiempo después, varios años en todo caso, eligió reaparecer por estos lugares, por la ciudad. Estaba disfrazado de cura. Mentía, sin alarde, confundiendo y despistando. No se sabe cómo, pudo vivir dos días y dos noches en el seminario. Trató de conseguir ayuda para construir una capilla. Exhibía, desplegaba, con una obstinación semejante al furor, planos azulosos. Finalmente, volvieron a echarlo, a pesar de que él ofreció hacerse cargo de los gastos, reunir personalmente el dinero necesario.

– Tal vez haya sido entonces, no antes, que se disfrazó con la sotana y anduvo golpeando puerta por puerta para pedir ayuda. No para él sino para la capilla. Parece que lograba convencer con su fervor y con la vaga historia de su fracaso. Había tenido la astucia de ir depositando en el juzgado el dinero que recibía. De modo que cuando intervinieron los verdaderos curas no hubo más remedio que conformarse con una multa, que no pagó él, y algunos días de cárcel. Después, nadie pudo impedirle que se dedicara a hacer casas. Puso el techo a tantos horrores que nos rodean, aquí, en Villa Petrus, que la gente le dice “el constructor”. Tal vez alguno le llame “señor arquitecto”. No sé si es verdad o mentira. Quién perdería tiempo en averiguarlo.

– ¿Y si fuera verdad? -murmuró ella sobre el vaso.

– De todos modos, no es historia nuestra.

Ella giró en la cama. Pensó en cualquiera que estuviera vivo o hubiera cumplido el rito incomprensible de vivir, en cualquiera que estuviera viviendo o lo hubiera hecho siglos atrás, con preguntas que sólo obtenían el consabido silencio. Hombre o mujer, ya daba lo mismo. Pensó en el pocero gigantesco, en cualquiera, en la compasión.

– Mientras cumpla… -comenzó a decir él; entonces sonó el teléfono y el hombre se levantó, delgado y ágil, retardando los largos pasos. Habló en el corredor oscuro y volvió al dormitorio con cara de fastidio, casi rabioso.

– Es Montero, desde la oficina. Se había quedado por el balance y ahora… Ahora me dice que hay algo raro, que necesita verme en seguida. Si no te molesta…

Ella no tuvo necesidad de examinarle la cara para comprender, para recordar que había sabido desde el principio el porqué del incongruente relato sobre el viejo; que él había hablado y ella escuchó sólo para esperar juntos el llamado telefónico, la confirmación de la cita.

– Más Am -pronunció la mujer, sonriendo apenas, sintiendo que la lástima crecía sin volver hacia ella. Tomó su vaso de un trago y se alzó para traer la botella y colocarla en la pequeña mesa, a su lado.

El hombre no entendió, se mantuvo sin entender ni contestar.

– Pero si te parece mejor que me quede… -insistió.

La mujer volvió a sonreír mirando recta hacia la cortina que se movía con pereza en la ventana.

– No -repuso. Volvió a llenar su vaso y se inclinó para beber sin derramar, sin ayuda de las manos.

El hombre permaneció un rato de pie, silencioso e inmóvil. Después volvió al corredor para buscar un sombrero y un abrigo. Ella esperó quieta el ruido del coche; luego, casi feliz en el centro exacto de la soledad y del silencio, estuvo sacudiendo la cabeza atontada y otra vez más puso coñac en la copa. Estaba decidida, segura ya de que era inevitable, sospechando que lo había querido desde el momento que vio el pozo y, adentro, el tórax del hombre que cavaba, los brazos enormes y blancos cumpliendo sin esfuerzo el ritmo del trabajo. Pero no podía renunciar a la desconfianza: no lograba convencerse de que era ella quien estaba eligiendo, pensaba que alguien, otros o algo había decidido por ella.

Fue fácil y ella lo sabía de tiempo atrás. Esperó en el jardín, en sus restos, tejiendo sin interés como siempre, hasta que la bestia salió de la cueva, tomó un jarro de agua y anduvo buscando la manguera para refrescarse. Le hizo una seña y lo trajo. Junto al garaje, aventuró preguntas tontas. No se miraban. Ella preguntó si podrían volver a trepar allí flores y plantas, arbustos o yuyos, cualquier forma vegetal y verde.

El hombre se agachó, estuvo escarbando con las uñas sucias y roídas el pedazo de tierra arenosa que le ofrecían.

– Puede -dijo al levantarse-. Es cuestión de querer, un poco de paciencia y cuidado.

Rápida y susurrante y voluntariosa, sin haberlo oído, con las manos unidas en la espalda, mirando el cielo nuboso y su amenaza, la mujer ordenó:

– Después que se vayan. Y que nadie lo sepa. ¿Jura?

Impasible, ajeno, sin enterarse, el hombre se tocó la sien y asintió con su voz pesada.

– Vuelva a la seis y entre por el portón.

El gigante se alejó sin despedirse, lento, balanceándose. El viejo estuvo escuchando a los ángeles que anunciaban las cinco de la tarde y ordenó el regreso. Aquella tarde ella dejó en paz las cinacinas; lenta, sonámbula, arrepentida e incrédula fue trepando la escalera y cuidó al niño. Luego, desde la ventana, se puso a vigilar el camino, a mirar el creciente añil del cielo. “Estoy loca, o estuve y lo sigo estando y me gusta”, se repetía con una invisible sonrisa feliz. No pensaba en la venganza, en el desquite; apenas, levemente, en la infancia lejana e incomprensible, en un mundo de mentira y desobediencia.

El hombre llegó al portón a las seis, con el yuyo mascado adornándole una oreja. Ella lo dejó caminar, muy lento, un rato, sobre el cemento que cubría el jardín asesinado. Cuando el gigante se detuvo, bajó corriendo -el tambor veloz y acompasado de los peldaños bajo sus tacos- y se acercó empequeñecida, hasta casi tocar el cuerpo enorme. Le olió el sudor, estuvo contemplando la estupidez y la desconfianza en los ojos parpadeantes. Empinándose, con un pequeño furor, sacó la lengua para besarlo. El hombre jadeó y fue torciendo la cabeza hacia la izquierda. -Está el galpón -propuso.