Las primeras noticias nos pusieron incómodos pero traían esperanza, volaban nacidas en otro mundo, tan aparte, tan ajeno. Aquello, el escándalo, no llegaría a la ciudad, no iba a rozar los templos, la paz de las casas sanmarianas, especialmente la paz nocturna de las sobremesas, las horas perfectas de paz, digestión e hipnotismo frente al mundo absurdo por torpe, de la imbecilidad crasa y jubilosamente compartida que parpadeaba y decía tartamuda en los aparatos de televisión.
Los muros, ociosamente altos, de la casa del muerto vasco Insaurralde nos protegían del grito y la visión. El crimen, el pecado, la verdad y la débil locura no podían tocarnos, no se arrastraban entre nosotros dejando, para injuria o lucidez, una fina, temblorosa baba de plata.
Moncha estaba encerrada en la casa, excluida por los cuatro muros de ladrillos y de altura insólita. Moncha, guardada, además, por ama de llaves, cocinera, chófer inmóvil, jardinero, peonas y peones, era una mentira lejana, fácil de olvidar y no creer, una leyenda tan remota y blanca.
Sabíamos, se supo, que dormía como muerta en la casona, que en las noches peligrosas de luna recorría el jardín, la huerta, el pasto abandonado, vestida con su traje de novia. Iba y regresaba, lenta, erguida y solemne, desde un muro hasta el otro, desde el anochecer hasta la disolución de la luna en el alba.
Y nosotros a salvo, con permiso de ignorancia y olvido, nosotros, Santa María toda, resguardados por el cuadrilátero de altas paredes, tranquilos e irónicos, capaces de no creer en la blancura lejana, ausente, en la raya blanca ambulante bajo la blancura siempre mayor de la luna redonda o cornuda.
La mujer bajando del coche de cuatro caballos, del olor de azahares, del cuero de Rusia. La mujer, en el jardín que ahora hacemos enorme y donde hacemos crecer plantas exóticas, avanzando implacable y calinosa, sin necesidad de desviar sus pasos entre rododendros y gomeros, sin rozar siquiera los rectos árboles de orquídeas, sin quebrar su aroma inexistente, colgada siempre y sin peso del brazo del padrino. Hasta que éste murmuraba, sin labios, lengua o dientes, palabras rituales, insinceras y antiguas para entregarla, sin violencia, apenas un inevitable y elegante rencor de macho, para entregarla al novio en los jardines abandonados, blancos de luna y de vestido.
Y luego, lentamente, rada noche clara, la ceremonia de la mano, ya infantil, extendida con su leve, resucitado temblor, a la espera del anillo. En este otro parque solitario y helado ella, de rodillas junto a su fantasma, escuchando las ingastables palabras en latín que resbalaban del cielo. Amar y obedecer, en la dicha y en la desgracia, en la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte nos separe.
Tan hermoso e irreal todo esto, repetido sin fatiga ni verdadera esperanza en cada inexorable noche blanca. Encerrado en la insolente altura de cuatro muros, aparte de nuestra paz, nuestra rutina.
Había entonces tantos médicos nuevos y mejores en Santa María, pero la vasquita. Moncha Insaurralde, casi en seguida de su regreso de Europa, antes de la clausura entre los muros, llamó por teléfono al doctor Días Grey, pidió consulta, trepó una siesta los dos tramos de escalera y sonrió estupidizada. sin aliento, la mano apretada contra el pecho para levantar la teta izquierda y apoyarla sobre donde ella creía tener el corazón, excesivamente próxima al hombro.
Dijo que iba a morirse, dijo que iba a casarse. Estaba o era tan distinta. El inevitable Díaz Grey trató de recordarla, algunos años atrás, cuando la huida de Santa María, del falansterio, cuando ella creyó que Europa garantizaba, por lo menos, un cambio de piel.
– Nada, no hay síntomas -dijo la muchacha-. No sé por qué vine a visitarlo. Si estuviera enferma hubiera ido a ver un médico de verdad. Perdóneme. Pero algún día sabrá que usted es más que eso. Mi padre fue amigo suyo. Tal vez haya venido por eso.
Se levantó flaca y pesada, balanceándose sin coquetería, empujando con resolución envejecida al cuerpo desparejo.
"Una todavía linda potranca, yegua de pura sangre, con sobrecañas dolorosas", pensó el médico. "Si pudiera lavarte la cara y auscultarla, nada más que eso, tu cara invisible debajo del violeta, el rojo, el amarillo, las rayitas negras que te alargan los ojos sin intención segura o comprensible".
"Si pudiera verte otra vez desafiando la imbecilidad de Santa María, sin defensa ni protección ni máscara, con el pelo mal atado en la nuca, con el exacto ingrediente masculino que hace de una mujer, sin molestia, una persona. Eso inapresable, ese cuarto o quinto sexo que llamamos una muchacha".
"Otra loca, otra dulce y trágica loquita, otra Julita Malabia en tan poco tiempo y entre nosotros, también justamente en el centro de nosotros y no podemos hacer más que sufrirla y quererla".
Avanzó hasta el escritorio mientras Díaz Grey se desabrochaba la túnica y encendía un cigarrillo; abrió la cartera boca abajo para derramar todo y algún tubo, algún fetiche femenino rodó sin prisa. El médico no miró; sólo le veía, quería verle la cara.
Ella apartó billetes, los barajó con un gesto de asco y los puso junto al codo del médico.
"Loca, sin cura, sin posibilidad de preguntas".
– Pago -dijo Moncha-. Pago para que me recete, me cure, repita conmigo: me voy a casar, me voy a morir.
Sin tocar el dinero, sin rechazarlo, Díaz Grey se puso de pie, se arrancó la túnica, tan blanca, tan almidonada y miró el perfil crispado, la grosera pintura que cambiaba ahora, contra la luz del ventanal, sus asombrosas combinaciones de color.
– Usted se va a casar -recitó dócil.
– Y me voy a morir.
– No es diagnóstico.
Ella sonrió brevemente, recuperando la adolescencia, mientras volvía a llenar la cartera. Papeles, carnets, joyas, perfume, papel higiénico, una polvera dorada, caramelos, pastillas, un bizcocho mordido, acaso algún sobrecito arrugado, mustio por el tiempo.
– Pero no alcanza, doctor. Tiene que venir conmigo. Tengo el coche abajo. Es cerca, estoy viviendo, unos días o siempre, no se sabe quién gana, en el hotel.
Díaz Grey fue y vio como un padre. Mientras miraba el secreto acarició distraído la nuca inquieta de Moncha: le rozó los codos, tropezó sus ademanes contra un pecho.
Vio. Díaz Grey, la décima parte de lo que hubiera visto y podido explicar una mujer. Sedas, encajes, puntillas, espuma sinuosa sobre la cama.
– ¿Comprende ahora? -dijo la mujer sin preguntar-. Es para mi vestido de novia. Marcos Bergner y el Padre Bergner -se rió mirando la blancura encrespada en la colcha oscura-. Toda la familia. El Padre Bergner me va a casar con Marquitos. Todavía no fijamos fecha.
Díaz Grey encendió un cigarrillo mientras retrocedía. El cura había muerto en sueños dos años antes; Marcos había muerto seis meses atrás, después de comida y alcohol, encima de una mujer. Pero, pensó, nada de aquello tenía importancia. La verdad era lo que aún podía ser escuchado, visto, tocado acaso. La verdad era que Moncha Insaurralde había vuelto de Europa para casarse con Marcos Bergner en la Catedral, bendecida por el cura Bergner.
Aceptó y dijo, acariciándole la espalda:
– Sí. Es cierto. Yo estaba seguro.
Moncha se puso de rodillas para besar los encajes, suave y minuciosa.
– Allá no pude ser feliz. Lo arreglamos por carta.
Era imposible que toda la ciudad participara en el complot de mentira o silencio. Pero Moncha estaba rodeada, aún antes del vestido, por un plomo, un corcho, un silencio que le impedían comprender o siquiera escuchar las deformaciones de la verdad suya, la que le habíamos hecho, la que amasamos junto con ella. El Padre Bergner estaba en Roma, siempre regresando de coloreadas tarjetas postales con el Vaticano al fondo, siempre pasando de una cámara a otra, siempre diciendo adiós a cardenales, obispos, sotanas de seda, una teoría infinita de efebos con ropas de monaguillos, vinajeras, espirales veloces del humo del incienso.
Siempre estaba Marcos Bergner volviendo con su yate de costas fabulosas, siempre atado al palo mayor en las tormentas ineludibles y cada vez vencidas, cada día o noche jugando con la rueda del timón, un poco borracho, acaso, la cara inolvidable entrando en el regreso, en la sal y el iodo que le hacían crecer y enrojecían la barba como en el final feliz de una marca inglesa de cigarrillos.
Esto, la ignorancia de las fechas de los seguros regresos, la validez indudable, incontestable de la palabra o promesa de un Insaurralde, palabra vasca o de vasco que caía y pesaba sin necesidad de ser dicha y de una vez para siempre en la eternidad. Un pensamiento, apenas, tal vez no pensando nunca por entero; una ambición de promesa puesta en el mundo, colocada allí e indestructible, siempre en desafío, más fuerte y rotunda si llegaba a cubrirla el mal tiempo, la lluvia, el viento, el granizo, el musgo y el sol enfurecido, el tiempo, solo.