Inclinados los tres encima de las cartas de tarot y brujería, simulando creer en retornos, golpes de suerte, muertes esquivadas, traiciones previsible; y aguardadas.
Un momento no más; la gordura blanda de Barthé, su boca expectante y fruncida; los músculos crecientes del muchacho que ya no necesitaba alzar la voz para dar órdenes; el inverosímil traje de novia que Moncha arrastraba entre mostradores y estantes, frente a los enormes frascos color caramelo y con etiquetas blancas, todas o casi incomprensibles.
Pero siempre estaban sobre la mesa los extraños naipes del tarot y era irresistible volver a ello, asombrarse, temer o vacilar.
Y hay que señalar, para beneficio y desconcierto de futuros, tan probables, exégetas de la vida y pasión de Santa María, que los dos hombres habían dejado de pertenecer a la novela, a la verdad indiscutible.
Barthé, gordo y asmático, en retirada histérica, con estallidos tolerados y grotescos, no era ya concejal, no era más que el diploma de farmacéutico sucio de años y moscas que colgaba detrás del mostrador, no era más que líder esporádico de alguno de los diez grupos trotskistas, completado cada uno por tres o cuatro peligrosos revolucionarios que redactaban y firmaban, con ritmo menstrual, manifiestos, declaraciones y protestas sobre temas exóticos y diversos.
El muchacho no era ni fue más que el exacerbado tímido cínico que se acercó un invierno, al caer la tarde, a la cama de un Barthé aterrorizado por el miedo, la gripe, la sucia conciencia, el más allá, treinta y ocho grados de fiebre para recitar claro y cauteloso:
– Dos cosas, señor, y disculpe. Usted me hace socio y ya tengo el escribano. O me voy, cierro la botica. Y el negocio se acabó.
Firmaron el contrato y sólo le quedó a Barthé, para creer en la supervivencia, la tristeza de que las cosas no hubieran tenido un origen distinto, que la sociedad en la que él había pensado desde mucho tiempo atrás como en un tardío regalo de bodas hubiera sido impuesta por la extorsión y no por la armoniosa madurez del amor.
De modo que, de los tres, Moncha, a pesar de la parcial locura y de la muerte que sólo puede estimarse como un detalle, una característica, un personal modo de ser, fue la única que se mantuvo, Brausen sabrá hasta cuándo, viva y actuante.
¿Como un insecto? Puede ser. También se acepta, por igualmente novedosa, la metáfora de la sirena puesta sin compasión fuera del agua, soportando paciente los bandazos y el mal de tierra en el antro de la botica. Como un insecto, se insiste, atrapado en la media luz pringosa por los extraños naipes que destilaban el ayer y el hoy, que exhibían confusos, sin mayor compromiso, el futuro inexorable. El insecto, con su caparazón de blancura caduca, revoloteando sin fuerzas alrededor de la luz triste que caía sobre la mesa y las cuatro manos, alejándose para golpear contra garrafas y vitrinas, arrastrando sin prisas y torpe la cola larga, silente, tan desmerecida, que un día lejano diseñó e hizo Mme. Carón en persona.
Y cada noche, después de cerrada la botica y encendidas en la pared externa las luces violetas que anunciaban el servicio nocturno, el largo insecto blanquecido recorría los habituales grandes círculos y pequeños horizontes para volver a inmovilizarse, frotando o sólo uniendo las antenas, sobre las promesas susurradas por el tarot, sobre el balbuceo de los naipes de rostros hieráticos y amenazantes que reiteraban felicidades logradas luego de fatigosos laberintos, que hablaban de fechas inevitables e imprecisas.
Y, aunque sea lo menos, le dejó al muchacho semidesnudo una sensación no totalmente comprendida de fraternidad; y le dejó al resto de vejez de Barthé un problema irresoluble para masticar sin dientes, hundido en el sillón en que se trasladó a vivir, girando los pulgares sobre el vientre nunca enflaquecido:
– Si estaba aquí y la casa era como suya. Si andaba y curioseaba y revolvía. Si nosotros dos la quisimos siempre, por qué no robó veneno, que de ninguna manera hubiera sido robar, y terminó más rápido y con menor desdicha.
Y entonces empezó a sucedemos y nos siguió sucediendo hasta el final y un poco más allá.
Porque, insistimos, así como una vez Moncha regresó del falansterio, golpeó en Santa María y se nos fue a Europa, ahora llegaba de Europa para bajar a la Capital y volver a nosotros y estar, convivir en esta Santa María que, como alguno dijo, ya no es la de antes.
No podíamos, Moncha, ampararte en los grandes espacios grises y verdes de las avenidas, no podíamos aventar tantos miles de cuerpos, no podíamos reducir la altura de los incongruentes edificios nuevos para que estuvieras más cómoda, más unida o en soledad con.nosotros. Muy poco, sólo lo imprescindible, pudimos hacer contra el escándalo, la ironía, la indiferencia.
Dentro de la ciudad que alzaba cada día un muro, tan superior y ajeno a nosotros -los viejos-, de cemento o cristal, nos empeñábamos en negar el tiempo, en fingir, creer la existencia estática de aquella Santa María que vimos, paseamos; y nos bastó con Moncha.
Hubo algo más, sin importancia. Con la misma naturalidad, con el mismo esfuerzo y farsa que usábamos para olvidar la nueva ciudad indudable, tratamos de olvidar a Moncha encima de las copas y los naipes, en el bar del Plaza, en el restaurante elegido, en el edificio flamante del club.
Tal vez alguno impuso el respeto, el silencio con alguna mala frase. Aceptamos, olvidamos a Moncha, y conversamos nuevamente de cosechas, del precio del trigo, del río inmóvil y sus barcos -y de lo que entraba y salía de las bodegas de los barcos- del subibaja de la moneda, de la salud de la esposa del Gobernador, la señora, Nuestra Señora.
Pero nada servía ni sirvió, ni trampas infantiles ni caídas en el exorcismo. Aquí estábamos, el mal de Moncha, la enfermedad de setenta y cinco mil dólares de la Señora, primera cuota.
De modo que tuvimos que despertar y creer, decirnos que sí, que ya lo veíamos desde tantos meses atrás y que Moncha estaba en Santa María y estaba como estaba.
La hablamos visto, sabido que paseaba en taxis o en el ruinoso Opel 1951, que hacía desgastadas visitas de cumplido, recordando -tal vez con organizada maldad- fechas muertas e ilevantables de aniversarios. Nacimientos, bodas y defunciones. Posiblemente -exageran- el día exacto en que era aconsejable y bueno olvidar un pecado, una fuga, una estafa, una ensuciada forma del adiós, una cobardía.
No supimos si todo esto estaba en su memoria y nunca encontramos una libreta, un simple almanaque con litografías optimistas que pudiera explicarlo.
Santa María tiene un río, tiene barcos. Si tiene un rio tiene niebla. Los barcos usan bocinas, sirenas. Avisan, están, pobre bañista y mirador de agua dulce. Con su sombrilla, su bata, su traje de baño, canasta de alimentos, esposa y niños, usted, en un instante en seguida olvidado de imaginación o debilidad, puede, pudo, podría pensar en el tierno y bronco gemido del ballenato llamando a su madre, en el bronco, temeroso llamado de la ballena madre. Está bien: así, más o menos, sucede en Santa María cuando la niebla apaga el río.
La verdad, si pudiéramos jurar que aquel fantasma estuvo entre nosotros y nos duró tres meses, es que Moncha Insaurralde viajaba, casi diariamente, desde su casa, en taxi o en el Opel, vestida siempre y con el olor y aspecto de eternidad -tal como resultó- con el vestido de novia que le había hecho en la Capital, Mme. Carón, cosiendo las sedas y encajes que se había traído de Europa para la ceremonia de casamiento con alguno de los Marcos Bergner que hubiera inventado en la distancia, bendecida por un Padre Bergner inmodificable. grisáceo y de piedra. Sólo a ella le faltaba morir.
Todas las cosas son así y no de otro modo; aunque sea posible barajar cuatro veces trece después que ocurrieron y son irremediables.
Asombros varios, afirmaciones rotundas de ancianos negados a la entrega, confusiones inevitables impiden fechar con exactitud el día, la noche del primer gran miedo. Moncha llegó al hotel del Plaza en el coche bronquítico, hizo desaparecer al chófer y avanzó en sueños hasta la mesa de dos cubiertos que había reservado. El traje de novia cruzó, arrastrándose, las miradas y estuvo horas, más de una hora, casi sosegado ante el vacío -platos, tenedores y cuchillos- que sostuvo enfrente. Ella, apenas contenta y afable, preguntó a la nada y detuvo en el aire algún bocado, alguna copa, para escuchar. Todos percibieron la raza, la mamada educación irrenunciable. Todos vieron, de distinta manera, el traje de novia amarillento, los encajes desgarrados y en partes colgantes. Fue protegida por la indiferencia y ef temor. Los mejores, si es que estuvieron, unieron el vestido con algún recuerdo de dicha, también agotado por el tiempo y el fracaso.