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La arrancó y subió los tres escalones. En el "hall", el enfermero leía sentado en un banco, mientras chupaba el mate con un ronquido;

– Hola, Negro. ¿Qué hacés a estas horas?

– Nada… Me mandaron a ver si estaban guardadas las herramientas y se me ocurrió…

El enfermero se sacó los lentes y lo miró un rato, deteniéndose en la mano que apretaba la gorra v la flor. Pero, a pesar de la invitación abierta que había en la cara del muchacho, no se rió. Tal vez no supiera. Dejó el diario y se levantó con aire cansado.

– ¿Te dijeron de Forchela? Si querés verlo… Dificulto que pase la noche.

Lo siguió entre las filas de camas, sin ver nada, colgando ahora la cara en una expresión idiota y escondiendo maquinalmente la rosa en el bolsillo del pantalón. De entre las mantas grises de las camas saltaron palabras hacia él; pero todas caían sin tocarlo, como ven-cidas en el aire por falta de peso.

Solo en la salita, al pie de la cama, trató de luchar contra el sopor que lo envolvía. Se apoyó en los barrotes y sonrió a la cabeza de la almohada. El otro arregló las cobijas, tomó el pulso al enfermo y se incorporó diciendo:

– Si no tenes qué hacer, quédate un rato. Yo estoy preparando un remedio en la farmacia.

El Negro movió la cabeza asintiendo; pero no entendía nada, mirando aterrorizado la cara flaca y enrojecida que Forchela movía acompasadamente, ayudándose a respirar. Quedaba algo del muchacho en el pelo claro, en los dientes donde hacía una raya la luz, acaso en la frente redonda. Pero el resto era de la cara de un hombre viejo, de un hombre repugnantemente avejentado por el vicio.

Miraba fijamente, hipnotizado por un extraño miedo, temeroso de hablar y de moverse, espantado ante la idea de que el otro fuera a despertar, a sonreírle con la boca encendida y marchita, a mirarlo también con sus ojos de vidrio.

Hizo un esfuerzo y logró apartarse de la cama, dan-. do unos silenciosos pasos por el suelo embaldosado. Inútilmente buscó algo en qué detenerse en la limpia pared de azulejos. Junto a la ventana entreabierta, el aire de la noche le sirvió para aferrarse a la idea de la fuga. Antes de la mañana estarían cruzando frente a las caballerizas, a dos cuadras del camino. Al amanecer, en la esquina del almacén… Pero en seguida se dio vuelta, temeroso de ofrecer la espalda, seguro de que si llegaba a descuidarse el moribundo iba a sonreírse, a levantar la cabeza, los párpados, las flacas manos crispadas. Cosas frías y terribles porque la muerte había entrado ya en su cuerpo y cualquier movimiento podría derramarla en el cuarto.

Se acercó a la cama y descolgó el cartón. Nombre: Pedro Panon. Argentino. Diagnóstico. No entendía las extrañas palabras trazadas en letra redonda ni la zigzagueante línea negra que mostraba la fiebre. Entonces suspiró, juntando las cejas, tranquilizado en la cobardía de poder jugar a que estaba absorto en 1a indecisa línea quebrada, analizando cuidadosamente el estado del enfermo. Nada más que un momento; porque en seguida intuyó un significado nuevo y angustioso en el nombre escrito en el cartón. El nombre que designaba al cuerpo inmóvil en la cama y que, sin embargo, ya no era Pedro Panon ni nadie. Volvió a colgar el cuadro, lleno el pecho de una inquietud implacable, moviendo los ojos como un animal en peligro. Suspiró y se fue acercando a la cabeza.

Sí; era necesario tener el valor de caminar hasta que la cabeza quedara debajo de sus ojos y mirarla atentamente, con fría curiosidad. Asi, fuerte en su misterio, la cara le estaba haciendo una invisible mueca de llamado en la pieza silenciosa. Había que ir y ver.

Tomó confianza al reconocerlo con mayor nitidez; la frente y también los ojos. Hasta llegó a sonreírle e insinuar una caricia cpn la mano. Pero de pronto sintió que era preferible no ver nada de la cara del muchacho en aquella a la que la sábana cercenaba el mentón. Era monstruoso comprobar que los rasgos que aún resistían a la enfermedad, los que seguían siendo de su amigo, estaban unidos en este rostro a rasgos extraños y repugnantes. Y ya nunca podrían separarse, fundidos para siempre unos con otros en el calor de la fiebre. Reculó para irse; entonces la cara de viejo de la almohada se movió apenas hacía los lados, paralizándolo. Lo oía respirar más ligero por la nariz temblorosa, mientras que dos líneas de saliva se estiraban en las esquinas de la boca. Ahora ya no podía irse. Encogió el cuerpo hasta sentarse en la silla de hierro, juntas las manos sobre el vientre, y quedó mirando quietamente el flaco perfil, echada hacia adelante la rapada cabeza.

– ¿Qué tal? ¿Sigue tranquilo? Vengo en seguida.

Se borró de la puerta la túnica blanca del enfermero. Acomodó el cuerpo en la silla, otra vez solo con la cara angulosa en la almohada, comprendiendo de golpe que era inútil seguir luchando, que estaba preso en la sa-lita del moribundo, que no se iría aquella noche ni nunca. Barreiro y el Flaco resbalarían en la noche hacia los pajonales del río, alcanzarían los potreros antes del amanecer y el sol los iba a encontrar leios, caminando velozmente por la carretera. Y a la noche entrarían en la ciudad del marinero borracho, pasearían por la calle de luces saltarinas. Él no podía irse; tenía que asistir hasta el final el rito misterioso de la muerte.

Se irguió, mirando siempre la roja nariz del enfermo, la baba de la boca torcida. Mordió lentamente el insulto más sucio y un pensamiento le barrió la cara como una sombra de sonrisa. La imagen de los otros, libres, corriendo encorvados por el campo anochecido, le quemaba tenaz en el pecho.

– A mí no me van…

En el "hall" se cruzó con el enfermero. Murmuró algo y saltó los escalones. Empezó a trotar por el camino de tierra, mirando fijo las ventanas del club todavía amarillas de luz.

Seguía mirando la cabeza cuando ya la luz de la mañana extendía en los vidrios azulosos paños. Estaba más pálida y el aire salía y entraba pausadamente, sin molestarla, con un tenue silbido. También se había hecho más pesada y ahora se hundía hasta las orejas en el hueco de la tela, como si la nuca hubiera empleado la noche en un tenaz trabajo de excavación. Y la enfermedad en retirada le iba mostrando nuevamente la cara familiar del muchacho, a la que la luz intensa de la mañana concluía de limpiar las manchas de la fiebre.

– Buenos días. ¿Cómo sigue el enfermo?

El traje gris y los lentes de oro del director. Era extraño que no hubiera oído el automóvil. Atrás, un montón de caras de empleados. Alguien apagó la luz ya inútil. El enfermero, un momento en la puerta. Entre las nubes del sueño, ya casi insoportable, los vio rodear!a cama e inclinarse, mientras hablaban en voz baja. Por la ventana entraba una línea de aire que hacía estremecer el cartón de la quebrada línea negra y un ruido de pasos veloces. Entró el médico, abrochándose la túnica, orillándole en el pelo gruesas gotas de agua. Tomó un rato entre los dedos la flaca muñeca caída sobre la colcha. Luego levantó un párpado de la cabeza, que seguía emblanqueciendo. No recordaba si el médico había dicho "es triste" o "está listo" al director, que se acariciaba la boca con dos dedos, inclinada la cabeza sobre el pecho. La levantó y se dirigió a él, poniéndole una mano en el hombro.

– Quiero darte las gracias; te has portado como un hombre. Hace una hora los encontramos, entre las cañas del río.

Hizo una pausa. El Negro aprovechó para gozar con la idea de la paliza que se habrían llevado los otros y las que los esperaban, durante unas cuantas noches, en la celda del pabellón correccional.

– Además, ha sido muy noble tu actitud al no querer acostarte para cuidar a tu pobre compañero. Yo he impuesto aquí una disciplina de hierro porque era necesario. Pero también sé premiar a los que se lo merecen. Acabo de hablar con el ingeniero. El puesto de capataz en la usina es tuyo. Empezarás a trabajar el lunes. Y ahora es necesario que te vayas a dormir, que buena falta te hace.

El Negro dijo “gracias” y sonrió confuso. Los empleados no sabían si destinar sus caras endurecidas de importancia al cuerpo de la cama, a la fuga que habían impedido o a la generosidad del director. Se fue pensando que éste hablaba como el cura, y, ya en la puerta, saludó al día con un rabioso:

– ¡Qué hijo de perra!

¡Qué hijo de perra! murmuró sin saber por quién, mientras se levantaba apretándose los ríñones doloridos. Los otros iban más adelante mezclándose por momentos con la noche que caía rápida. Sobre el cielo ennegrecido, los cuerpos, prolongados en las herramientas de trabajo, hacían extraños dibujos retintos. El guardián vigilaba la fila en regreso, recorriéndola a caballo, alzando el grueso rebenque que colgaba de la muñeca.