Seguía siendo casi el mismo: diez años más viejo que yo, la nariz larga, los ojos inquietos, una boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la mentira, pequeño, frágil, con bigotes caídos y suaves. Pero ahora había enloquecido o ahora mostraba sin pudor una locura antigua y encubierta.
Era ya de tarde cuando decidí interrumpirle las reiteraciones respecto a caras, intuiciones, tildes sobre las letras.
– A la luz de las estrellas es forzoso navegar -le dije-. Y como usted tiene tanto dinero, lo mejor, lo único que puede hacer, si aprecia respetuosamente el cumpleaños de su novia, lo único que puede hacer es caminar de vuelta al monstruo T.T. y pedir comunicación telefónica con Pujato.
– Desde Hamburgo -preguntó amargo, con la ironía sin gracia de los perseguidos.
– Desde Hamburgo y por T.T. Lo hice mil veces. Se oye mejor que si usted hablara desde la misma Santa María.
Su lucha era entre la esperanza y la incredulidad atávica. Burlándose, se golpeó el rollo de billetes en el bolsillo del pantalón y me dijo: “Bueno, vamos”, como si desafiara a un niño.
Fuimos, yo apenas borracho y él con la resolución de que fuera demostrada, de una vez y para siempre y para él mismo, que toda máscara de la felicidad le había sido negada desde el principio de los días y que nada podría atenuar aquella su maldición particular de que sacaba orgullo y distinción bastantes para continuar viviendo.
Las oficinas telefónicas funcionaban en el mismo edificio de los telégrafos, de la solterona que había estafado a Matías en algo así como tres marcos cuarenta guardándose por revancha y avaricia las palabras de feliz cumpleaños para María Pupo, Pujato.
Pero los teléfonos estaban en otra ala, a la izquierda; uno remolcó al otro hasta llegar al mostrador, a la rubia delgada, joven y sonriente con ganas. Era una T.T.
Dije, traduje, expliqué y ella me miraba lentamente y sin fe verdadera. Dije otra vez, silabeando, demostrándole sinceridad y una paciencia adecuada al paso del tiempo hasta el fin del mundo.
Dudaba, ella, y terminó aceptando, blanqueándose la cara con la sonrisa exagerada y tal vez dolorosa. Es cierto que, todavía, vaciló un momento antes de la creencia y nos pidió:
– Un momento, por favor -antes de saludar con la cabeza y abandonarnos el mostrador para desaparecer, también ella, tan joven, detrás de puertas y cortinas, más allá de la gran T.T.
Luego apareció un T. T. mayor con anteojos rodeados de oro delgado y nos preguntó si era verdad lo que encontraba imposible:
– Esta coincidencia, señores…
Yo supe. No puedo saber qué pasaba dentro de Matías, de qué modo iba acomodando las postergaciones a su destino personal preferido. Yo estaba, dije, un poco borracho y brillante. Soportando otros interrogatorios, otros T.T. progresivamente mayores. Y yo repetí con candor, sin dudas, las respuestas correctas, porque al fin tuvimos, también nosotros, el privilegio de empujar cortinas y atravesar puertas hasta enfrentar al T.T. mayor, el verdadero y definitivo.
Estaba, ya de pie, detrás de un escritorio enano, de madera negra, en forma de media herradura. Ayudado por el calor, el whisky de dos años, la locura recién llegada de Matías, pude creer un momento que el hombre nos estaba esperando desde que salimos de Santa María. Era alto y grueso, el hombre que fue campeón en las canchas de la Universidad de Greifswald y abandonó el deporte dos años atrás.
Rubio, rojo, pecoso, amable y repugnante.
– Señores -dijo. Yo simulé creer-. Me han dicho que quieren una ligazón telefónica con América del Sur.
– Ya -dije, y nos pidió que usáramos las sillas.
– Con América del Sur -repitió sonriéndole al techo.
– Pujato, señor, en Santa María -le dije volviéndome para mirar a Matías y pedirle apoyo.
Pero no había nada por ese lado. La locura del telegrafista había preferido, con astucia o rebelión definitiva, una expresión de ausencia, unos ojos vacíos, unos bigotes de seda, mustios y ajenos, estremecidos por el viento de la refrigeración. El, Matías, no participaba, sólo era un testigo atento, zumbón, seguro de la derrota, indiferente, lejano.
El hombre corpulento recitaba rodeado por la semiherradura de su mesa. Era mayor que nosotros, y muy pronto la alegría fraternal de su discurso se fue transformando en decencia y hastío.
Ya estaba rodeado de funcionarios con expresiones dichosas y todos tomábamos café mientras él explicaba que la T.T. Telefunken, de la cual era un simple engranaje, acababa de poner a punto una nueva línea de comunicaciones entre Europa y Southamérica; y que esta ocasión, la estremecida nostalgia de Matías, debía ser celebrada porque el llamado de amor que pretendíamos era el primero que iba a cumplirse, en realidad, aparte, claro, de las innumerables pruebas de los técnicos.
Cuando se echó hacia atrás levantando un brazo vimos que toda la pared a sus espaldas era un enorme planisferio en el cual los rigores de la geometría decorativa no respetaban los caprichos de las costas. Y volvió a sonreír para decirnos que la celebración agregaba, a las tazas de café su carácter de gratuito, no más de tres minutos.
Asentí con entusiasmo, dije palabras de gracias y felicitación, mientras pensaba que todo aquello era normal, que las inauguraciones siempre habían sido gratuitas para mí, mientras miraba la cara furtiva del telegrafista, su expectación acusadora.
Hubo una pausa y el hombre grande empujó uno de los teléfonos hasta Matías. Era blanco, era negro y era rojo.
Matías continuó inmóvil; y, si una burla puede ser seria, había burla en su perfil escurrido y en su voz.
– María no tiene teléfono -dijo-. Llame usted, Michel. Llama al almacén y les pide que la busquen aunque no sé qué horas serán. Pregúnteles porque en una de esas es muy tarde y está durmiendo.
Quería decir Pujato duerme. Hablé con el gerente, consultamos con Greenwich y supimos que apenas empezaba a ponerse el sol en Santa María. Mugidos de terneros por el lado de Pujato, las barreras de la estación cayendo con pereza y chirridos para esperar el tren de las 18.15 rumbo adentro, capital.
Entonces, lento por premoniciones que actuaban como artritis, pensando en la libertad y Sanpauli, alargué el brazo y traje el teléfono hasta casi tocarme el pecho. Rígido, sin mirar nada que estuviera en la habitación, Matías habló con mis manos.
– Es el 314 de Pujato. El almacén. Usted pide que la llamen.
Luego de concretar instrucciones con el alemán principal hablé con la operadora. Con paciencia y reiteración el problema no fue difícil.
No sé cada cuántos segundos y durante cuántos minutos la mujer me estuvo diciendo: “No se retire; llamando”, o palabras equivalentes. Y entonces hasta el mismo Matías tuvo que alzar los ojos y apreciar el milagro que se iba extendiendo en la pared que era un planisferio. Vimos encenderse, allí mismo, en Hamburgo, la diminuta lámpara enrojecida; vimos otra que iluminaba Colonia; vimos sucesivamente, a veces con parpadeos, otras nuevas con una segura velocidad inverosímil; París, Burdeos, Alicante, Argel, Canarias, Dakar, Pernambuco, Bahía, Río, Buenos Aires, Santa María. Un tropiezo, un vaivén, la voz de otra señorita; “No se retire, llamando a Pujato, tres uno cuatro”.
Y por fin: Villanueva hermanos, Pujato. Era una voz tranquila y gruesa, de indiferencia y primer vermut. Pedí por María Pupo y el hombre prometió llamarla. Esperé sudoroso, resuelto a ignorar a Matías hasta el fin de la ceremonia, mirando el mundo iluminado con puntos de incendio detrás de la cara ancha, la sonrisa feliz del gerente rodeada, derecha, izquierda, por las sonrisas respetuosamente menores de los robots de la T.T. Telefunken.
Hasta que hubo María Pupo en el teléfono y dijo: “Habla María Pupo, quién es”.
Soy inocente. Hablé amistoso pero nada atrevido, expliqué que su novio, Atilio Matías, deseaba saludarla desde Hamburgo, Alemania. Pausa y la voz de contralto de María Pupo, atravesando el mundo y los ruidos temblorosos de sus océanos:
– Por qué no te vas a joder a tu madrina, guacho de mierda.
Colgó el teléfono rabiosa y las lamparitas rojas se fueron apagando velozmente, en orden inverso al anterior, hasta que la pared planisferio volvió a incrustarse en las sombras y tres continentes confirmaron en silencio que Atilio Matías tenía razón.
EL PERRO TENDRÁ SU DÍA
Para mi Maestro, Enrico Cicogna