– ¿Y? -dijo Petrus interrumpiendo y apurando con un talerazo en sus botas.
– Demoraba porque hablé de caballeros. Disculpe. Ya sé que no nos gusta perder el tiempo. Ahí va: Mamuasel debe haber agotado las pilas de nuestro jefe de estación. Pero en una o dos horas consiguió lo que quería. Tren, hotel, barco para Europa. Lo supe hace unos minutos, nunca falta un borracho o un vago en los bancos de la estación.
Petrus había estado mordiendo la plata del mango del talero, meditativo, privado de las ganas de golpear, mientras Medina, no seguro ni en descuido, resbalaba el pulgar por el gatillo en la cintura. Sin previo acuerdo los dientes y el pulgar, lentos, prolongaron la pausa; tanto, que no sirvió para esta historia. Al fin habló Petrus; usaba una voz despaciosa y ronca, una voz de mujer acosada por la menopausia. Tenía el orgullo de no preguntar.
– Josephine sabía el nombre. Conocía el nombre del ladrón de gallinas y, estoy seguro, mucho más. No veo otra razón para irse.
– Puede ser, don Jeremías -silabeó Medina atento a la verticalidad del rebenque-. ¿Por qué se habría ido?
Hacía tanto tiempo que Petrus no reía que su boca abierta y negra empezó con un mugido largo y se fue apagando como un ternero perdido.
– ¿Para qué explicar, comisario? Todas las mujeres son unas putas. Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas. He conocido algunas ante las cuales me parecía correcto sacarme el sombrero. Eran damas, eran señoras. Pero las de ahora no pasan de putitas, pobres putitas. -Cierto, don Jeremías -reculó ante el recuerdo lejano de la señora Petrus ofreciéndole té y tartas en aquella misma habitación-. Casi todas. Pobres, que no nacieron para otra cosa. Usted pelea para hacer un astillero. Contra todo el mundo. Yo peleo, los sábados para dormir borracho, a veces para enterarme de quién era el dueño de las ovejas robadas. También necesito tiempo para pintar. Pintar el río, pintarlos a ustedes.
– Le compré dos cuadros -dijo Petrus-. Dos o tres.
– Es cierto, don Jeremías; y los pagó bien. Pero no están en esta sala. Están en el galpón de los peones. Eso no importa. Usted tenía razón en lo que estaba diciendo. Ellas no tienen ni un gramo de cerebro para ser algo más que lo que usted dijo.
El rebenque cayó entre las piernas, después al suelo, y Petrus, sentándose, invitó:
– ¿Y si nos tomáramos otra, comisario?
Al salir Medina vio que una de las bestias dormía una siesta larga, protegida del sol.
BICHICOME
Ella tendría cinco o seis años cuando empecé a enterarme verdaderamente de su existencia. Hasta entonces era la primera hija de los Torres, una criatura tan bella que parecía hecha con manos de artista, pero no de la manera acostumbrada: Una enanita cargosa que estaba aprendiendo a hablar y oía conversaciones sin entender, ya con una mirada fija en los rostros parlantes de los mayores.
Claro, mis visitas nocturnas a los Torres con bebidas sin más límite que los rechazos de hígado o estómagos siempre o casi siempre reducidas a temas literarios, conversados casi sin discusiones con la admirable inteligencia de Rodrigo y su infalible intuición poética y algún escritor que transcurría con su pareja, se repitieron durante algunos años. Alicia tejía las horas, infatigable, con colores variados de las lanas.
Muy pronto llegó la media docena de años para la niña y se produjo y reprodujo en los principios de la madrugada un cambio de ambiente sutil y memorable. Se llamaba Beatriz, le decían Bichi, yo la llamaba -tal vez todavía- Bichicome. Mal vestido peinador de playas, resignado con la pobre, diaria cosecha.
Se produjo un cambio. Alicia interrumpía muy de vez en cuando su labor para pronunciar, cabeza inclinada, alguna frase corta y venenosa que encajaba con suavidad y destreza en la charla y que muchas veces era para mí. La sonrisa era de pura diversión; nunca acompañaba la pequeña maldad de las palabras.
Como te decía, hubo la imposición de un rito. Fue como si una noche, de pronto, hubiera dejado de mojar la cama y todos la miramos con sorpresa, seguros de que solo para ella habían pasado los años, dos o tres, e irrumpiera en nuestra conversación interminable, acaso la misma con que la habíamos aburrido cuando era una niña de paso balbuceante.
Así, una noche, cuando yo era el único contertulio que seguía hablando de libros y chismes, cuando había quedado solo con sus padres, ella, Bichicome, apareció envuelta en un salto de cama de la madre, adornado en los bordes con marabú teñido de violeta, que arrastró por la alfombra, fingió bostezar y desperezarse, caminó alrededor de la mesa bebiendo todos los restos de bebidas que habían sido olvidados en los vasos. Después se acercó con la boca fruncida y malhumorada, los ojos brillantes por la risa y se acomodó frente a nosotros, en el gran sofá ahora vacío y jugó con los adornos del salto de cama. El cabello muy largo y rubio. Sonrió a nosotros; a los ángeles, a los pequeños diablos, sus amigos. De vez en cuando una pregunta inútil, una curiosidad mentirosa pronunciada con voz de queja, que era innecesario responder.
Y así, una noche y otra y todas las noches de mis visitas. Era demasiado niña para que yo la mirara con ojos distintos a los del hombre que tiene una hija de casi igual cantidad de años y que vive en otra ciudad y fue enseñada a odiarme. Pero ningún sentimiento de nostalgia me impedía mirar a mi Bichicome y pensar melancólico que cuando ella tuviera quince años yo sería irremediablemente viejo.
Después, sin avisos visibles, como suelen llegar estas cosas, la Gracia descendió sobre Alicia y se hizo bautizar y confesó y llena de temor, como si la niña estuviera enferma, decidió bautizarla sin espera.
Bichicome tenía un tío millonario que vivía en un yate y navegaba entonces por aguas de Canadá. Católico como correspondía a un latino con fortuna, aceptó entusiasta la invitación para el padrinazgo y telegrafió la fecha en que, entre viento y motores, podría estar en Monte.
Pero ya por entonces el corazón de Bichi era mío, obsequiado sin que yo se lo pidiera. Era todo lo que podía darme; pero ya lo había hecho en silencio y nada se había enmendado. Y nadie pudo modificar su veto al padrino de oro. Ni sermones, ni razonamientos, ni tenaces insistencias. Yo sería el padrino o no habría bautizo. No pudo elegir peor.
Y así llegó la mañana en que atravesando la resaca entré a la iglesia o capilla, soporté el latín del cura, vi como le mojaba a Bichi la frente con óleos sagrados, le ponía sal en la lengua y pasaba con Rodrigo a la sacristía para colocar la manufactura de un ángel. Bichi disfrazada de novia imposible; solamente el Señor podía darle acomodo en su lecho.
Ya en la calle vi empañarse mis lentes; estaba mezclando a la hija ausente con mi única ahijada. Y recordé que ambas iban a crecer y perder para siempre el paraíso de la infancia.
Revista "TRES", 28 de junio de 1996
DAVID EL PLATÓNICO
Es en nuestro pueblo el lírico paladín del romanticismo. Su alma antes de encarnarse en su esbelto cuerpo debió de haber zambullido en alguna fuente susurrante de aquellos jardines de Grecia, en que Platón, a la sombra de los ombúes añosos, hacía volar divinas palabras de pureza, trasmitiendo la doctrina del “regardeá ma non tocá”.
Siempre tiene entre los labios, como una blanca flor, dulces frases sobre el espiritualismo. Durante muchos meses -y tal vez todavía- estuvo enamorado de una chica muy bella y conocida, cuyas iniciales son R.D. Por supuesto que ella jamás supo de su amor. Muchas veces, en alguna función de cine, cuando ella se emocionaba graciosamente ante los cow-boys temerarios y sin ley, o cuando el bello Rodolfo hacía palpitar su corazoncito, él estuvo tentado de poner los ojos en blanco, y trémulo de santa emoción, decirle a su adorada todas esas cositas pavas que nosotros, allá en nuestra juventud de oro, también cometimos.
Pero entonces, la figura grave y serena del maestro griego, con sus barbas de luna y sus ojos límpidos, que jamás lograra empañar la mundana visión de alguna pantorrilla, por bien torneada que fuera, surgía poderosa en su alma y lo avergonzaba por intentar dar forma a sus sueños. El no claudicaría jamás. O semos o no semos, como decía Hamlet.