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Los que lo trataban, al verlo tan virtuoso y tan inmunizado por sus creencias, ciegos de envidia, dieron en propalar terribles calumnias sobre él.

Dijeron que era malo, malo como “El Ciruja”; lo llamaron “pequeño Nietzsche”. Pero él, con la sonrisa en los labios, recibía sin preocuparse tales insultos.

Entonces -¡oh, perversos!- dijeron que él no era un amador platónico, sino un muchacho apocado y vergonzoso, incapaz de declararse por falta de coraje. Un tímido y nada más.

Aquello era demasiado. Para desvirtuar tan insidiosa especie llegó a idear un plan fruto de muchas noches en claro.

Comenzó a ahorrar; al mes llegó a tener $ 0.73. Tomó un boleto de ómnibus, compró cigarrillos rubios, y pensando que el ahorro es en verdad la base de la fortuna, como dicen muy bien los avisos de la C.N.A.P., se fue a ver a una amiguita de su familia, allá por la calle Convención.

Pero aquella ruptura de su concepto del amor, le fue fatal. Ella, con suma diplomacia le dio a entender que su corazón estaba en manos de otro galán, tal vez no tan espiritualista, pero sí la mar de simpático.

Nuestro héroe, desesperado, se dirigió a un negocio próximo, y tomó, uno tras de otro sin vacilar, con la resolución de la tragedia, dos guindados de a cinco.

Luego, con el resto de sus economías, emprendió el triste regreso hasta este pueblo, donde, bajo la majestad de los cielos dilatados, y sobre la alegría del pastito verde, pasea su silueta de ex-noble ruso enfermo de spleen, lamentando aquella desgraciada aventurilla que puso el único lunar en su vida, tan elevada y tranquila.

EL IMPOSTOR

Estaba cansada de esperar pero el hombre llegó puntual y lo vi sonreírme con timidez el primer nombre. Me dijo que era Él y repitió en voz baja, como si lo dibujara o moldeara, el montón de circunstancias que nos habían separado. Yo deseaba creerle, pero él no era Él. Gemelos, hermanos mellizos me obligué a pensar. Pero Jesús nunca había tenido hermanos, este Jesús mío.

Me besó cariñoso y sin presión y el brazo en la espalda me hizo creer por un momento. Inicié un tanteo:

– ¿Cómo te fue en Londres?

– Bien; por lo menos me parece. Con esas cosas nunca se puede estar seguro – me miró sonriendo.

– Más importante – dije – es saber si te acuerdas de la fiesta de despedida. Del epílogo, quiero decir.

Me miró burlón y dijo:

– ¿Es una pregunta? Bien sabes, y lo volverás a saber esta noche, que no podía olvidar. Recuerdo tus palabras sucias y maravillosas. Puedo repetirlas, pero…

– Por dios, no, – casi grité y la cara se me encendió.

– No soy tan bruto. Era un juego, una amenaza cariñosa.

Frente a las dos botellas sonrió, burlándose. Una era de vino rojo, la otra de blanco.

– A esta hora, y como siempre, un vaso de blanco.

Él prefería así, Él hubiera dicho las mismas palabras.

Bebimos y después caminamos, recorriendo la casa. Este él andaba lento, casi sin mirar a los costados y se detuvo en la puerta del dormitorio.

Miraba la cama, sonreía, me puso un brazo sobre los hombros, me pellizcó la nuca y, como siempre, me puse caliente y húmeda.

Entre sábanas, viéndolo desnudo, sintiendo lo que sentía supe que él no era Él, no era Jesús. En la cama ningún hombre puede engañar a una mujer. Pero después del jadeo y el cigarrillo, dijo:

– Bueno. Vamos a mirar el van gogh. Sigo creyendo que es falso, que hiciste una mala compra para la galería.

Lo mismo, iguales palabras, me había dicho Jesús antes de viajar a Londres. Y sólo Él y yo estábamos enterados de la compra clandestina del van gogh.

ELLA

Cuando Ella murió después de largas semanas de agonía y morfina, de esperanzas, anuncios tristes desmentidos con violencia, el barrio norte cerró sus puertas y ventanas, impuso silencio a su alegría festejada con champán. El más inteligente de ellos aventuró: “Qué quieren que les diga. Para mí, y no suelo equivocarme, esto es como el principio del fin”.

Tantas cosas, pobres millonarios, les había hecho tragar Ella. Y lo triste era que Ella había sido infinitamente más hermosa que las gordas señoras, sus esposas, todavía con olor a bosta como dijo un argentino. Ahora también podían tragarse las sonrisas cordiales con que habían acogido las órdenes y las humillaciones. Porque todos sentían, sin más pruebas que discursos vociferados en la Plaza Mayor, que Ella era, en increíble realidad, más peligrosa que las oscilaciones políticas, económicas y turbias, de Él, el mandatario mandante, el que a todos nos mandaba.

Cuando al fin Ella murió, rematando esperanzas y deseos, estábamos a fin de julio; en una fecha abundante en crueldades, en frío, viento, aguacero. De los cielos negros de nubes y noche, caía una lluvia lenta, implacable, en agujas que amenazaban ser eternas. Se desinteresaban de abrigos y pieles humanas para empapar sin dilaciones huesos y tuétanos.

La humedad aumentaba el mal olor de las gastadas ropas de luto improvisado: casi inmóviles, sin palabras porque su desdicha tenía un sólo culpable y éste no podía ser nombrado aunque dueño del frío, de la lluvia, el viento y la desgracia.

Según la pequeña historia, tantas veces más próxima a la verdad que las escrita y publicadas con H mayúscula, cinco médicos rodeaban la cama de la moribunda. Y los cinco estaban de acuerdo en que la ciencia tiene sus límites.

Y en la planta baja, impaciente, paseándose, atendiendo las preguntas telefónicas que le hacían los periodistas amigos o dadivosos, había otro hombre, tal vez también médico, aunque esto no tenga la menor importancia.

Era un catalán, embalsamador de profesión conocida y llamado por Él desde hacia un mes para evitar que el cuerpo de la enferma siguiera el destino de toda carne.

Y había una lucha silenciosa pero tenaz entre los cinco de arriba y el solitario de abajo. Porque si éste sólo creía con distracción en la Virgen de Montserrat, los de encima, estaban divididos entre la de Luján, la de La Rioja, la de las Siete Llagas, entre la de San Telmo y la del Socorro. Pero coincidían en lo fundamental, en la Santa Iglesia Apostólica Romana. Y creían en los eructos dominicales de los curas.

Para cumplir lo contratado con Él, el embalsamador catalán tenía que aplicar una primera inyección al cadáver media hora antes de ser decretado tal. Los pertinaces creyentes del piso superior se oponían a toda intención de embalsamar, pese a que el contratado catalán había repartido generoso pruebas indiscutibles de su talento. Recuerdo la foto, en un folleto, de un niño muerto a los doce años, plácidamente colocado en un sillón y luciendo un traje marinero impecable. Lo exhibían cada vez que la momia hubiera tenido que cumplir años -él se burlaba, el tiempo no existía, sus mejillas seguían rosadas y sus ojos de vidrio brillaban con malicia- cuando inexorablemente, cumplía una fecha de muerto. Dos veces al año ocupaba el puesto de honor y los parientes que le iban quedando -el tiempo existía- lo rodeaban tomando té con pasteles y alguna copita de anís.

Se oponían a la primera e imprescindible inyección. Porque la Santa Fe que los aunaba repartía almas para que escucharan eternamente música de ángeles que jamás cambiarían de pentagrama -o tal vez sus cabecitas equívocas las hubieran grabado- o para disfrutar suplicios nunca concebidos por un policía terrestre.

De modo que, cuando aquellos litros de morfina dejaron de respirar, se miraron asintiendo y consultaron relojes. Eran las veinte en punto. Alguno encendió un cigarrillo, otros rindieron sus fatigas a los sillones.

Ahora esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar de la estación, bajara para descansar en los labios abiertos. Porque la Santa Iglesia les ordenaba respirar cadaverina, hediondez casi enseguida, y adivinar la fatigosa tarea de siete generaciones de gusanos. Todo esto adecuado a los gustos de Dios que respetaban y temían. Los minutos pasan pronto cuando un diplomado vela por su fe.

Emilio, el más obediente a las manifestaciones indudables de la Divinidad, dijo:

– Che, aumentá la calefacción.

Más tarde, resolvieron bajar para dar la noticia, triste y esperada.