El Negro volvió a agacharse entre las ruedas buscando el por qué del tractor descompuesto. Las manos engrasadas tanteaban el frío del hierro. Me parece… Ya es de noche y no tenemos farol. Volvió a verse, camino del cementerio, medio cuerpo endurecido por el peso del ataúd. Ni que estuviera relleno de plomo. Todo el dia sin dormir. Al recuerdo, volvió a clavársele la punzada en los ríñones. Movió las caderas y, trabajosamen- ' te, aflojó una tuerca con la pinza. Y después los discursos, de pie en el frío, muerto de cansancio, idiotizado de sueño. El brazo se alargó, regresando con el cortafrío. Hizo palanca, empujando con todas las fuerzas. Inútil. Entonces cerró los ojos, desolado, inmóvil en cuatro patas junto a la cuchilla de acero de la máquina. Y lo peor no era el cansancio ni el sueño, sino aquella sorda angustia que se revolvía lenta en su pecho desde ayer. Aquello que lo ahogaba sin un momento de tregua y que le era imposible conocer.
El aliento cálido del caballo le acarició la nuca y la voz recia cayó como un chorro.
– ¿Y a vos qué te pasa? ¿Todavía no pudiste arreglar eso?
Contestó sin moverse:
– No sé. Sin luz…
Oyó que el otro desmontaba. Sólo entonces abrió los ojos y se incorporó.
– Me parece que no es la tuerca. Habrá que sacar la cuchilla.
El otro se acuclilló, doblando la cabeza para ver mejor. El Negro lanzó los ojos soñolientos hacia el fondo del paisaje, donde los camaradas no eran ya más que una nube negra y larga. Luego miró hacia abajo. Fue entonces que se aquietó la terca angustia en el pecho y una paz enorme entró violentamente en su alma. Ahora todo estaba claro y sencillo; y aunque ni a sí mismo hubiera podido explicar la causa de su repentina dicha, sabía por fin qué era necesario hacer. Como si alguien, invisible en el quieto anochecer helado, le derramara la verdad en los oídos.
El hombre rezongó entre los negros radios de las ruedas. Le acercó la mano en que se balanceaba como una muestra el rebenque coronado en plata.
– ¿Tenés un fósforo?
Fue una simple alegría la que lo afirmó en las piernas, apelotonándole los músculos del brazo.
– Si. Tome.
El cortafrío brilló en un rápido viaje circular y golpeó en la cabeza doblada del hombre, junto a la curva oscura de la patilla. No hubo necesidad de más porque el cuerpo se aquietó bajo la máquina, ovillado como para que el calor se le fuera despacio, avaramente. Abrió la mano y la herramienta desapareció en el suelo. Se restregó lentamente contra la tela del pantalón el dorso de la mano que algo acababa de salpicar. Levantó la cabeza al cielo dilatado y entonces la noche se precipitó incontenible en el paisaje, vibrando misteriosa en los astros, en los perros lejanos y en el ruido de clavijas de los charcos.
Venía la noche. Rápidamente se apartó del trarctor y fue a su encuentro. Corrió en línea recta, ágil y alegre, seguro de que la angustia quedaba allí, enfriándose sobre la negra tierra roturada. La gran noche incomprensible y secreta venía veloz en su busca y se deslizaba bajo su cuerpo incansable. Zambulló entre los hilos del alambrado y siguió corriendo. Saltó la zanja con un fragmentado espejo en el fondo y continuó su carrera. Ahora los pies golpeaban locamente en el pasto humedecido, atrayendo vertiginosamente el ombú junto al pozo. Corrió unos metros en arco y tomó a la derecha, arrastrando la larga sombra de luna que acababa de nacerle. El cansancio le sacudía feroz el pecho, abriéndole los labios entre los dientes apretados; pero siguió corriendo, corriendo, apilando minutos y metros, como si aquella felicidad salvaje que se le había aparecido bruscamente lo llevara veloz de la mano, hendiendo la noche de hielo. Entró en el maizal a la carrera: tropezó en seguida, perdiéndose, boca abajo en la sombra.
Giró con los brazos en cruz. Un ardiente dolor en la mejilla lo hizo despertar y abrió los ojos a una pequeña luna redonda, alta ya en el cielo. Se incorporó con cuidado y escuchó. Nada. De rodillas, sacó la cabeza y miró alrededor. Nadie. Se puso de pie y continuó caminando, un poco rengo, temblando a sus espaldas la pequeña sombra circular. Entre los alambres que bordeaban el camino lo fijó un canto de gallo, trepando entrecortado en la noche. Luego, jovialmente, tomó impulso en el alambrado y pasó la zanja. Como una pálida lengua bajo la luna, el camino se iba en la noche. Sacó la mano del bolsillo con la rosa seca y áspera; la tiró a un costado, lejos, restregándose luego los dedos entre sí para separar los restos de la flor. Después apresuró el paso y se fue por el camino, en busca de la noche próxima, que le aguardaba una espera de diez años en la calle enjoyada de luces, con el reguero de detonaciones del salón de tiro al blanco, las grandes risas de sus mujeres, el marinero rubio y tambaleante.
EL POSIBLE BALDI
Baldi se detuvo en la isla de cemento que sorteaban veloces los vehículos, esperando la pitada del agente, mancha oscura sobre la alta garita blanca. Sonrió pensando en sí mismo, barbudo, el sombrero hacia atrás, las manos en los bolsillos del pantalón, una cerrando los dedos contra los honorarios de «Antonio Vergara – Samuel Freider». Decía tener un aire jovial y tranquilo, balanceando el cuerpo sobre las piernas abiertas, mirando plácido el cielo, los árboles del Congreso, los colores de los «colectivos». Seguro frente al problema de la noche, ya resuelto por medio de la peluquería, la comida, la función de cinematógrafo con Nené. Y lleno de confianza en su poder, la mano apretando los billetes porque una mujer rubia y extraña, parada a su lado, lo rozaba de vez en vez con sus claros ojos. Y si él quisiera…
Se detuvieron los coches y cruzó, llegando hasta la Plaza. Siguió andando, siempre calmoso. Una canasta con flores le recordó la verja de Palermo, el beso entre jazmines de la última noche. La cabeza despeinada de la mujer caía en su brazo. Luego el beso rápido en la esquina, la ternura en la boca, la ternura e la boca, la interminable mirada brillante. Y esta noche, también esta noche. Sintió de improviso que era feliz; tan claramente, que casi se detuvo, como si su felicidad estuviera pasándole al lado, y él pudiera verla, ágil y fina, cruzando la plaza con veloces pasos.
Sonrió al agua temblorosa de la fuente. Junto a la gran chiquilla dormida en piedra, alcanzó una moneda al hombre andrajoso que aún no se la había pedido. Ahora le hubiera gustado una cabeza de niño para acariciar al paso. Pero los chicos jugaban más allá, corriendo en el rectángulo de pedregullo rojizo. Sólo pudo volcarse hincando los músculos del pecho, pisando fuerte en la rejilla que colaba el viento cálido del subterráneo.
Siguió, pensando en la caricia agradecida de los dedos de Nené en su brazo cuando le contara aquel golpe de dicha venido de ella, y en que se necesita un cierto adiestramiento para poder envasar la felicidad. Iban a lanzarse en la fundación de la Academia de la Dicha, un proyecto que adivinaba magnífico, con un audaz edificio de cristal saltando de una ciudad enjardinada, llena de «bares», columnas de níquel, orquestas junto a playas de oro, y miles de «affiches» color rosa, desde donde sonreían mujeres de ojos borrachos, cuando notó que la mujer extraña y rubia de un momento antes caminaba a su lado, apenas unos metros a la derecha. Dobló la cabeza, mirándola.
Pequeña, con un largo impermeable verde oliva atado en la cintura como quebrándola, las manos en los bolsillos, un cuello de camisa de «tennis», la moña roja de la corbata cubriéndole el pecho. Caminaba lenta, golpeando las rodillas en la tela del abrigo con un débil ruido de toldo que sacude el viento. Dos puñados de pelo rojizo salían del sombrero sin alas. El perfil afinado y todas las luces espejeándole en los ojos. Pero el secreto de la pequeña figura estaba en los tacones demasiado altos, que la obligaban a caminar con lenta majestad, hiriendo el suero en un ritmo invariable de relojería. Y rápido como si sacudiera pensamientos tristes, la cabeza giraba hacia la izquierda chorreando una mirada a Baldi y volvía a mirar hacia adelante. Dos, Cuatro, seis veces, la ojeaba fugaz.
De pronto, un hombre bajo y gordo, con largos bigotes retintos. Sujeto por la torcida boca a la oreja semioculta de la mujer, siguiéndola tenaz y murmurante en las direcciones sesgadas que ella tomaba para separarlo.