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– Es que de lo contrario -dije pensativa- nos veremos obligados a comer algunas almendras, olivas y algo de arroz. Si saliésemos podría comprar tomates, limón…

– Y pollo, por supuesto. Ya veo por dónde vas -me interrumpió.

Para ninguno de los dos la cocina era un importante logro personal pero, de todos modos, Shiloh lo hacía mejor que yo. Entre las recetas que nos sabíamos de memoria, mi favorita era el pollo a la vasca. Shiloh lo preparaba cada dos o tres semanas, pero siempre esperaba a que yo se lo pidiera. Yo sabía que a él le encantaba que le rogara tanto como a mí su cocina, por eso supuse que su reticencia no era sincera. Para lograr mi objetivo sólo tenía que ponerme un poco más zalamera.

– Ya sé que da un poco de trabajo, sobre todo los preparativos -aventuré.

– No -dijo Shiloh haciendo un gesto de restarle importancia con la cabeza, tal como yo había previsto-, ya lo preparo. Siempre que vayas tú a comprar lo necesario, claro.

– A la orden -dije, y salí disparada hacia el dormitorio en busca de los zapatos. Sus palabras, sin embargo, me hicieron pensar en algo.

– Pero ¿dónde diablos está tu coche? -le pregunté.

– Ah, sí -oí su voz desde la cocina. Advertí que se había apropiado de una lata de Coca-Cola y se estaba preparando un trago-. Lo vendí.

– ¿Qué dices? -me extrañé-. Eso sí que no me lo me esperaba.

De hecho, Shiloh había reparado su coche tantas veces, que la noticia de la venta me pilló por sorpresa. Busqué las zapatillas deportivas y un par de calcetines y volví a la cocina. Me senté en el suelo para calzarme.

– No confiaba en que aguantara todo el viaje hasta Virginia -explicó Shiloh-. Iré en avión. Ya me preocuparé por encontrar otro coche cuando vuelva de Quantico.

– Aún queda bastante antes de marcharte -le recordé mientras me hacía los lazos-. Puedes comprarte uno en ese tiempo.

– Me queda una semana -dijo mientras pelaba un diente de ajo-. En ese tiempo puedo comprarme un coche, pero también prescindir de él.

– ¡Estás loco! -dije poniéndome de pie-. No es que me preocupe ir andando, pero me molesta no disponer de un coche cuando lo necesito.

– Comprendo lo que dices -respondió Shiloh-. El coche es algo más que un medio de transporte: es una inversión, un despacho, un armario, un arma.

– ¿Un arma? -le pregunté, sorprendida.

– Si la gente se pusiera a pensar con rigor en la física de la conducción, en las fuerzas que intervienen, muchos ni siquiera se atreverían a bajar de la acera. Tú has visto la escena de los accidentes -terminó, mientras comenzaba a cortar el ajo en pequeñas láminas.

– Sí-repuse-. Demasiadas veces. -En eso se me ocurrió otra pregunta-: cuando estuviste en el centro, ¿me buscaste para que te trajera a casa?

– Sí -dijo-. Tuve que llevarles el coche a los que lo compraron y después pasé a verte. Vang me dijo que estabas en una audiencia.

– Podías haberme esperado. Estabas muy lejos de aquí.

– Bah, poco más de tres kilómetros. No es para tanto. ¿Has sabido algo de Genevieve últimamente? -agregó.

Era una pregunta que no venía al caso. Cogí su vaso de refresco y tomé un sorbo antes de responder.

– No -dije-. Nunca me llama. Cuando lo hago yo, me responde sólo con monosílabos. No sé si está mejor o peor que antes. Durante una época, sólo quería hablar de Royce Stewart.

Genevieve estaba viviendo a una hora al norte del lugar en que el asesino de su hija había crecido, en su pueblo natal de Blue Earth. Allí conocía a algunos representantes del sheriff, y, al parecer, algunos de ellos estaban dispuestos a informarles acerca del paradero y las actividades de Shorty. Genevieve me había informado que el tipo trabajaba en la construcción, y que por la noche frecuentaba los bares. A pesar de que le habían retirado el permiso de conducir y de que vivía en las afueras del pueblo, siempre prefería ir a su bar predilecto antes que quedarse en casa. Algunas fuentes de Genevieve le comunicaron que con frecuencia iba andando, solitario, por la carretera, a altas horas de la noche. Nunca lo habían vuelto a pillar conduciendo sin permiso y, aparentemente, no era un bebedor pendenciero y no contaba en su historial con ningún arresto por conducta violenta.

– Recuerdo -dijo Shiloh-. Me lo dijiste.

– Ya no habla de él. Aunque no sé si eso significa que ya no piensa en él -dije-. Ojalá vuelva pronto al trabajo. Necesita estar ocupada.

– Ve a verla -sugirió Shiloh.

– ¿Tú crees?

– Bueno, me dijiste que lo habías estado pensando.

Sí, se lo había dicho. ¿Cuánto tiempo atrás? Creo que semanas, y desde entonces ni siquiera había vuelto a considerar la idea. Me sentí avergonzada. Por supuesto que había estado ocupada. Era la clásica excusa y los policías la usaban con tanta frecuencia como los grandes empresarios. «Estoy atareada, mi trabajo me exige mucho, mucha gente depende de mí.» Después caes en la cuenta de que las necesidades de los desconocidos se han vuelto más importantes para ti que las de las personas que tratas a diario.

– Ahora tendrás un par de días libres -precisó Shiloh.

– Sí, más o menos. ¿Estás pensando en que los aprovechemos para ir a verla? -dije, entusiasmada con la idea.

– Yo no. Tú sola -me respondió desde la nevera, de espaldas a mí, de modo que no pude ver su rostro.

– ¿Lo dices en serio? -Me sentía perpleja-. Pero si he pedido esos días precisamente para pasarlos contigo antes de que te vayas a Virginia.

– Lo sé -repuso Shiloh pacientemente, volviéndose para mirarme-, y tendremos mucho tiempo para pasarlo juntos. Mankato no está tan lejos. Incluso puedes venir por las noches.

– ¿Por qué no quieres acompañarme? -pregunté.

– Tengo un montón de cosas que hacer aquí antes de irme -respondió Shiloh meneando la cabeza-. Además, pedir a la hermana de Genevieve que acoja a dos personas sería pasarse, ¿no te parece?

– No, lo que pasa es que no quieres -dije-. Conoces a Genevieve desde mucho tiempo, más que yo. Fuiste su paño de lágrimas durante el funeral de Kamareia.

– Lo sé -se limitó a responder. Creí notar un destello de aflicción en el fondo de sus ojos y me sentí un poco culpable.

– Bueno, yo lo tengo claro -agregué con rapidez-. Si no vienes conmigo, dejaré la visita para cuando te hayas ido a Quantico. Cuando estés en Virginia tendré todo el tiempo del mundo para visitar a Genevieve.

Shiloh me observó en silencio. Su mirada hizo que tomara conciencia de mí misma, tal como me había pasado cuando intenté explicarle mi salto desde el puente.

– Eres su compañera -replicó-. Te necesita, Sarah. Está pasando muy mal momento.

Estaba tratando de avergonzarme, pensé, al verlo sacar un bote de olivas de la nevera. Así era Shiloh. Directo hasta el límite de la brusquedad.

– No quiero darte prisa, pero necesitaré el pollo y las demás cosas cuanto antes -me hizo recordar. Después, cogió una oliva húmeda del interior del bote y me la dio. Sabía que me gustaban.

En la calle, de camino hacia la tienda, vi la primera luz eléctrica que se encendía tras las ventanas del barrio Noreste, con sus casas altas y de fachadas claras. Parecía acogedora y cálida, me hizo recordar que se acercaba el invierno y sus fiestas.

Me pregunté cómo las celebraríamos este año.

– No, te escucho -dijo Genevieve-. Elias en el desierto. Continúa.

La casa de Genevieve, en Saint Paul, tenía una cocina muy grande, con muchas superficies para que otras tantas personas pudieran trabajar, y abarrotada de los utensilios necesarios para cocinar en serio. Vivía sola con Kamareia, por eso Shiloh y yo íbamos a celebrar con ellas la Navidad.

Mientras en la vieja y manchada bandeja de horno se disponía el asado recubierto de hierbas aromáticas, Shiloh se ocupaba de preparar un puré de patatas con ajo y Genevieve troceaba pimientos y brócoli para cocinarlos en el último minuto. A mí, la menos talentosa en materia de fogones, me habían asignado la tarea de pelar y cortar en trozos las patatas de piel dorada, de modo que mi trabajo había terminado. Kamareia, que había preparado con antelación un pastel de queso, quedó libre de seguir trabajando y se hallaba leyendo un libro en la sala de estar.