Выбрать главу

Shiloh le había comentado a Genevieve que tenía una teoría para un trabajo de investigación basada en el Antiguo Testamento, más concretamente en el episodio de Elias en el desierto.

– Explícate, por favor -lo apremió Genevieve mientras se servía un ponche de huevo. No contenía alcohol, de modo que el rubor que cubría las mejillas de mi amiga se debía al calor de la cocina.

– De acuerdo -accedió Shiloh en el tono contemporizador de alguien que está rumiando los elementos de una historia y es consciente de que no puede acabar con ella en pocos minutos-. Elias salió en busca de Dios para hablar con él -comenzó-. Mientras lo esperaba se levantó un viento tremendo, pero Dios no estaba en el viento. Luego tembló la Tierra, pero Dios no estaba en el temblor de la Tierra, después llegó el fuego, pero Dios no estaba en el fuego. Fue entonces que se oyó una voz tranquila y suave.

– Y esa voz tranquila y suave era Dios que le hablaba – concluyó una voz desde la puerta.

Ninguno de nosotros había oído acercarse a Kamareia, de modo que todos miramos el arco donde se mantenía de pie, mirándonos con sus brillantes ojos color avellana.

Era más alta que su madre, y esbelta allí donde su madre mostraba formas rotundas. Con una sudadera gris y unos téjanos desteñidos -todos habíamos estado de acuerdo en no vestirnos para la ocasión- y con sus rizos recogidos en un moño en la nuca, Kamareia más parecía una bailarina que una aspirante a escritora.

– Exactamente -dijo Shiloh, agradeciendo la erudición de la muchacha.

En general Kamareia confiaba en su madre y en mí, y hablaba con nosotras, pero cuando Shiloh estaba presente se mostraba más reservada, aunque me fijé en que solía seguirlo con la mirada.

– ¿Y cuál es el secreto? -preguntó Genevieve a Shiloh.

– El secreto es -respondió Shiloh mientras echaba el ajo en una sartén con aceite de oliva caliente- que la investigación de un crimen importante tiene a menudo algo de circo.

– ¿De circo? -exclamó Genevieve completamente asombrada-. ¿Elias no estaba en un desierto? Me encantan las metáforas eclécticas y ambiguas.

– Bueno, para ser rigurosos, Elias estaba en lo alto de una montaña -replicó Shiloh-. Lo que quiero decir es que una investigación importante es frenética y se presta a muchas distracciones. En medio de todo ello, debes ignorar el fuego y el soplo del viento y limitarte a la voz tranquila y suave.

– Tendrías que haber nacido católico, Shiloh, hubieras sido un buen jesuita. Jamás conocí a nadie que supiera citar la Biblia como tú -observó Genevieve.

– El mismo Satanás puede citar las Escrituras si se lo propone -acotó Kamareia.

Sin molestarse en lo más mínimo por el hecho de que lo hubiesen comparado con el diablo, Shiloh le guiñó un ojo. Kamareia desvió rápidamente la mirada, fingiendo interesarse por las hortalizas que su madre estaba preparando. Pensé que si hubiera tenido la piel clara de una chica blanca, se hubiera ruborizado.

Pero pronto me sorprendió. Volvió los ojos hacia Shiloh.

– ¿Vas por el trabajo diciendo que escuchas a Dios?

Shiloh vertió leche en la sartén, subió el fuego, y el ajo, ya dorado, cesó de crepitar. Todavía no había contestado, pero se había tomado muy en serio la pregunta. También Genevieve, que lo miraba fijamente, esperando la respuesta.

– No -dijo Shiloh-. Creo que las voces tranquilas y suaves provienen de las partes más antiguas y sabias de la mente.

– Eso me ha gustado -dijo Kamareia en voz baja.

Shiloh y yo no volvimos a hablar acerca de Genevieve, ni de su trabajo, ni de sus dieciséis semanas de ausencia. El pollo a la vasca estaba tan bueno como la primera vez que lo cocinó. Lo comimos en el silencio que genera el hambre verdadera. Más tarde tropezamos con Otelo en un canal de televisión por cable. Era la versión de 1995, con Laurence Fishburne en el papel protagonista. Shiloh se quedó dormido a mitad de la obra, pero yo me mantuve despierta en la sala a oscuras para disfrutar de la escena del lecho.

Capítulo 4

Shiloh era madrugador. Yo, por mi parte, intentaba no acostarme demasiado tarde. Desde que vivíamos juntos, cada uno arrastraba al otro, como las mareas. Yo me levantaba temprano por su causa, mientras que él permanecía despierto hasta tarde por mí. El día que partí hacia Mankato, sin embargo, no me despertó; ni siquiera me di cuenta cuando se levantó.

Al final, las palabras de Shiloh me pesaron en la conciencia -«Eres su compañera»- y acabé siguiendo su sugerencia. Llamé a Genevieve y también hablé con Deborah, su hermana. Todo quedó arreglado: el sábado a última hora de la tarde me presentaría por allí y me quedaría el tiempo suficiente para evaluar cómo se encontraba Genevieve y, a ser posible, animarla un poco. En cualquier caso, intentaría irme antes de que mi visita se hiciera pesada, si no lograba sacarla de su depresión.

Cuando salí del cuarto de baño, vestida y con los cabellos aún húmedos, Shiloh estaba sentado en la ventana de la sala, que tenía una amplia vista al este. La había abierto y la corriente de aire enfriaba la habitación.

Por la noche había llovido. Además, la temperatura había descendido lo bastante como para que cayese aguanieve; se había producido una helada considerable. Por fuera de la ventana se veían las ramas desnudas de nuestros árboles sembradas de carámbanos. Las nieves llegarían al cabo de un par de semanas. Nuestro barrio, entonces, se convertiría en un País de las Maravillas que cualquier escenógrafo del mundo envidiaría.

– ¿Estás bien? -le pregunté, movida por su absoluta quietud.

– Muy bien -dijo volviendo la vista hacia mí y bajando al suelo-. ¿Has dormido lo suficiente?

Me siguió hasta la cocina.

– Sí -le contesté. Miré el reloj de la repisa. Eran las diez-. Me hubiera gustado levantarme un poco antes.

– Bueno, tampoco es que tengas una agenda tan apretada. Tienes todo el día para llegar allí, y sólo hay un par de horas de viaje.

– Sí, lo sé. Oye -agregué mientras ponía agua en la cafetera-, todavía estás a tiempo de acompañarme.

– No, gracias.

– Tengo miedo de no saber de qué hablar. Tú siempre te desenvuelves mejor en estas situaciones. Yo soy un desastre.

– Todo saldrá bien -dijo Shiloh rascándose la nuca, gesto que solía hacer cuando reflexionaba acerca de cómo proseguir su discurso-. Se supone que el lunes he de ir a Quantico. No quiero tener que anular el billete si tuviéramos problemas en volver. No es transferible. Ni reembolsable.

– ¿Pero qué problemas íbamos a tener? Supongo que cuentas conmigo para que te lleve hasta el aeropuerto.

– No te preocupes por eso. El vuelo sale a las dos y quince. Si no das señales de vida a esa hora, llamaré un taxi.

La cafetera comenzó a emitir sus gorgoteos característicos. A esas alturas ya sabía que sería imposible convencerlo. Cuando Shiloh decidía algo, se le hacía muy cuesta arriba cambiar de idea. Sirvió un buen tazón para soportar el trayecto y me lo tendió.

Una vez en el dormitorio, recogí mi bolsa de viaje de debajo de la cama y revisé el equipaje. Una muda de ropa, algo para dormir, algo para abrigarme si se daba hacer un paseo. Era todo lo que necesitaba, pero cuando la levanté tentativamente, y aprecié la concavidad de su superficie, me di cuenta de que apenas había llenado un tercio de su capacidad. Resultaba ridículo.

Oí que Shiloh se arrodillaba a mi lado en el suelo del dormitorio. Me apartó algunos cabellos de la nuca y me besó.

Fue una cosa rápida. A decir verdad ni siquiera llegamos a desnudarnos del todo.