– Es mi marido -aclaré-. Shiloh está bien. -Tomé un sorbo de cocacola y me volví para mirar a Deborah. Estaba claro que Genevieve no tenía la menor intención de contribuir a la conversación.
No es que estuviera catatònica ni nada por el estilo. No, se movía a nuestro alrededor, respondía preguntas, realizaba con presteza algunas tareas. Sin embargo, la vi peor que cuando había vuelto al trabajo en Minneapolis. A la larga, el retiro en el campo le sentaría bien, pero aún no le había dado mucho resultado.
La conversación entre Deborah y yo, sobre todo acerca de la política y el crimen en las Ciudades Gemelas, se prolongó durante otra media hora. Me acabé la bebida. Genevieve se limitó a escuchar. De pronto, Deborah anunció que tenía que corregir unos exámenes. Genevieve y yo fuimos al encuentro de Doug Lowe, que estaba todavía viendo el partido.
Yo también miré durante quince minutos. Siempre había jugado a baloncesto, pero no me interesaba verlo por la tele. Desde que había conocido a Genevieve, ésta tampoco había mostrado la menor inquietud deportiva, salvo cuando se la requería para que jugase. Ahora, en cambio, no apartaba los ojos de la pantalla, igual que Doug.
No pareció importarle mucho cuando decidí salir de la habitación.
Deborah había permanecido en la cocina corrigiendo los exámenes. Tenía uno frente a ella. Sus ojos lo rastreaban, mientras su mano no soltaba un lápiz rojo. Me miró cuando me senté en la silla de enfrente.
– ¿Crees que Genevieve está enfadada conmigo? -pregunté.
– Se comporta así con todo el mundo -dijo tras pensar la respuesta mordisqueando unos momentos el lápiz-. Prácticamente habría que darle una patada para que pronunciara una sola palabra.
– Ya. Me lo figuraba. Pero ¿sabes todo lo de Roy ce Stewart en la audiencia?
– ¿A qué te refieres?
– Hablo de la identificación de Stewart que hizo Kamareia camino del hospital. El caso se desestimó por mi culpa.
– Sí, ya sé a qué te refieres -contestó Deborah meneando la cabeza-, y tú no tienes ninguna culpa.
– Oh, sí. Si hubiera manejado las cosas de otra manera en la ambulancia, Stewart estaría preso.
Dejó el lápiz sobre la mesa y me dirigió una mirada flemática.
– ¿Y si hubieras manejado bien la situación, «bien» para una policía? ¿Le habrías dicho a Kamareia que iba a morir?
No respondí.
– ¿Piensas que eso es lo que habría hecho Genevieve de haber estado con ella? -insistió.
– No -contesté, negando con la cabeza.
– ¿Lo ves? Y si lo hubieras hecho, entonces sí que Genevieve nunca te habría perdonado. Nunca.
– No me arrepiento de lo que le dije a Kamareia en aquellos momentos -dije lentamente-, pero…
– Pero ¿qué?
– Puede que Genevieve no piense lo mismo.
– Estoy segura de que no te reprocha nada. -Deslizó una mano sobre la mesa hasta apretar mi puño cerrado.
– Bueno, supongo que tienes razón. Discúlpame por haber interrumpido tu trabajo.
– Creo que ella se alegra de que hayas venido -agregó Deborah-. Tendrás que ser paciente con mi hermana.
Alrededor de las diez y media, tras una tarde tranquila, me encontré a solas con Genevieve en la habitación de huéspedes.
Me había desnudado frente a ella docenas de veces en los vestuarios del gimnasio, pero en aquel contexto fraternal, íntimo, me sentí expuesta y avergonzada. Intenté quitarme la ropa sentada en la cama, con la cabeza baja.
– ¡Vaya! -exclamé mientras lograba deslizar un calcetín por mi calloso talón-. ¡A las diez en la cama! Ahora sí que estoy en el campo.
– Pues sí -contestó Genevieve como si estuviera siguiendo un guión.
– ¿No te aburres de vivir aquí? -la interrogué mientras pasaba mi jersey por la cabeza. Supongo que esperaba una respuesta como ésta: «Sí, me aburro. Estoy pensando en volver a la ciudad».
– Se está bien aquí. Es muy tranquilo -me respondió.
– Sí, desde luego -dije, no demasiado segura, mientras apartaba las mantas para meterme en la cama.
– ¿Necesitas la luz encendida?
– No.
Genevieve apagó la lamparilla.
Genevieve tenía razón en una cosa: aquello era un remanso de paz. A pesar de lo temprano de la hora, sentí que el sueño me arrastraba, pero decidí resistir. Quería mantenerme despierta un poco más para advertir cualquier cambio en la respiración de Genevieve. Si se dormía en un tiempo razonable, entonces significaba que las cosas no iban tan mal.
No sé cuánto tiempo pasó, pero seguro que me creyó dormida cuando oí el susurro de sus sábanas y luego los precavidos pasos que se alejaban del dormitorio. Me costó unos minutos comprender que no se dirigía al lavabo. Me levanté para seguirla.
En el vestíbulo se vislumbraba un estrecho haz de luz proveniente de la cocina. Estaba muy claro dónde se encontraba. Caminé con precaución por la alfombra del pasillo, de modo que sólo yo fuera capaz de oír mis pasos. Me detuve en el umbral de la cocina.
Genevieve se hallaba sentada a la mesa donde Deborah había estado corrigiendo los trabajos de sus alumnos, de espaldas a mí. A su lado, una botella de whisky escocés y un vaso donde se había servido dos dedos del licor.
¿Cómo aconsejar a mi propia mentora, comportarme autoritariamente con una figura autoritaria? Deseé volver a la cama sin más.
«Es tu compañera», recordé las palabras de Shiloh.
Entré, pues, en la cocina, separé una silla y me senté al lado de Genevieve. No me miró con demasiada sorpresa, pero en sus ojos distinguí una oscura luz que creí no haber visto nunca antes.
– Ha vuelto a Blue Earth -dijo.
Se refería a Royce Stewart, alias Shorty.
– Lo sé -asentí.
– Tengo una amiga en los juzgados. Me ha comentado que se pasa todas las noches en el bar. Con sus amigos. ¿Cómo puede tener amigos una persona así? -No hablaba de manera farfullante, pero mostraba cierta imprecisión, como si su mirada, su habla y sus pensamientos fuesen ligeramente inconexos.
– ¿Qué te parece? -preguntó-. ¿Crees que ellos no saben que mató a una jovencita? ¿O simplemente es que no les importa?
Genevieve tomó un trago un poco más abundante de lo que se suele tomar en el caso de bebidas fuertes.
– Vuelve andando a casa, y siempre muy tarde a pesar de que vive lejos del pueblo, en la carretera.
– ¿Recuerdas que todo eso me lo has dicho antes? -me arriesgué.
Sí que se acordaba. Su obsesión por Stewart resultaba comprensible, pero cada ve/, me preocupaba más.
Poco antes de partir, Shiloh me había dicho que la dejara hablar.
– Probablemente irá aceptándolo y con el tiempo lo asumirá. Kamareia está muerta, pero ella sigue viva y es libre… No es algo que se pueda resolver de la noche a la mañana.
Sin embargo, yo tenía una inquietud más inmediata.
– Gen -le dije-. Comienza a preocuparme la manera en que hablas de él.
Genevieve volvió a echar un trago. Por encima del borde de su vaso me lanzó una mirada interrogativa.
– ¿No estarás pensando en ir a visitarlo? -le dije.
– ¿Para hacer qué? -me preguntó con expresión de franca extrañeza, como si no entendiera lo que yo estaba insinuando.
– Para matarlo. -«Dios mío, no permitas que siembre en su mente una semilla que no estaba antes allí», pensé al mismo tiempo.
– He dejado mi arma de reglamento en la ciudad.
– Pero nada te impide comprar una. O pedírsela a un amigo. Por aquí hay muchísimos revólveres.
– No mató a Kamareia con un revólver -replicó en voz serena mientras volvía a llenar el vaso.
– Esto es importante, caray. No me vengas con ésas. Necesito saber que no irás a por él.
Esperó un momento antes de hablar nuevamente.
– He tenido que consolar a los sobrevivientes de muchos asesinatos. No se consigue nada, ni siquiera cuando atrapamos al culpable. No hay pena de muerte en Minnesota. -Se mostró pensativa-. No creo que matarlo sirviera de nada.