Eran respuestas tópicas y no servían de gran consuelo.
– Pero existe algo que llaman venganza -señalé-. Como por ejemplo la prisión.
– ¿Prisión? A la mierda con la prisión. Quiero que mi hija vuelva.
– De acuerdo, comprendo. -Había tanta amargura en su voz que supuse que me estaba diciendo la verdad: no pensaba matar a Royce Stewart.
Genevieve miró el espacio vacío que había frente a mí, como si sólo entonces advirtiera que no me había ofrecido bebida.
– ¿Te apetece un trago? -me preguntó.
– No, creo que volveré a la cama.
Genevieve no me hizo caso. Apoyó la frente en sus brazos, que tenía sobre la mesa. Entonces me hizo una pregunta.
– ¿Shiloh y tú habéis pensado en tener hijos?
– Eh… hum -respondí intentando evitar el tartamudeo-, sí, algún día los tendremos, en el futuro. -La pregunta me llevó a recordar otra similar, la de Ainsley Carter. «¿Tiene usted hijos, detective Pribeck?»-. Seguramente tendremos uno.
– No -repuso Genevieve, sacudiendo enfáticamente la cabeza como si se hubiera tratado de una pregunta de dos opciones y yo hubiera respondido la incorrecta-. No tengáis uno solo. Tened dos, o tres. Si sólo tenéis un hijo y lo perdéis… ¡Oh, es demasiado doloroso!
– Vamos, Gen -respondí mientras pensaba «Ayúdame, Shiloh». Él habría sabido qué decir.
– Asegúrate de que Shiloh está de acuerdo en tener más de un hijo -insistió Gen, inclinándose hacia mí y aferrando mi brazo con fuerza, casi con fervor proselitista-. Ya sé que no debería decirte esto.
– ¿A qué te refieres?
– Debería decir que he sido muy feliz de tener a Kamareia durante el tiempo que estuvo conmigo. Como en el funeral. Cuando muere una persona joven, no se le llama funeral, sino «celebración de la vida». -Sus ojos estaban secos, pero era como si los atravesase una extraña nube-. Pero si pudiera volver atrás, no tendría hijos. No querría traerla al mundo para que acabara de ese modo.
– Pienso -dije, buscando las palabras desesperadamente-› pienso que algún día lo sentirás de otra manera. Quizá no ahora, pero sí algún día.
Genevieve alzó la cabeza y suspiró profundamente. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Parecía más lúcida.
– Algún día es mucho tiempo -contestó. Miró la botella de whisky, la tapó y la apartó.
– Escucha -intervine mientras en mi mente iba tomando forma una idea-. Shiloh se marcha cuatro meses a Quantico. Puedes volver a la ciudad y compartiríamos la casa. Te será más fácil que mudarte directamente a tu piso. -Hice una pausa-. No sería necesario que volvieras al trabajo de inmediato. Y así me harías compañía mientras Shiloh no esté conmigo.
Genevieve no respondió enseguida.
– Además -agregué para hacer aún más convincente la idea-, a él le gustaría verte antes de irse.
Por un momento creí que la había convencido.
– No, no puedo -replicó, sacudiendo la cabeza-. Aún no estoy preparada.
– Bueno, de todos modos la oferta sigue en pie -dije incorporándome. Ella permaneció sentada.
Guardó la botella de whisky y, en lugar de dejar el vaso en la pila junto al resto de la vajilla sucia de la cena, lo lavó y lo metió en un armario. Aquello me hizo pensar que el hecho de beber se había convertido en un ritual que intentaba ocultar a su hermana y su cuñado.
Cuando volvimos a la cama, Genevieve se quedó dormida casi de inmediato, seguramente gracias al whisky. No puedo decir lo mismo de mí. La conversación me había desvelado. Aun así, cerré los ojos confiando en que la anterior somnolencia volviese pronto.
No fue así. Estuve despierta mucho tiempo, tendida en la cama, sintiendo el olor de detergente perfumado que exhalaban las sábanas. En la habitación había un reloj digital de los antiguos, que producía un chasquido cada diez minutos. En la habitación principal de la caravana donde vivía cuando niña había uno igual.
Cuando pasaron las once y media, iluminada por una luz de color naranja, me incorporé y me sorprendió que me llegaran los pies al suelo.
Hacía mucho tiempo que vivía en ciudades y me había acostumbrado a que siempre hubiera algo de luz y un poco de ruido. No había estado en un lugar así desde que vivía en Nuevo México. Descorrí la cortina transparente con una mano. Ante mí se veía el oscuro cielo del campo, que me pareció sembrado de estrellas a pesar de la pálida luz de la luna llena. La última vez que había mirada un cielo así por una ventana semejante, aún no sabía manejar un arma de fuego. Tampoco había tenido dinero propio, ni había compartido la cama con ningún hombre.
Me tumbé otra vez, acurrucándome en la almohada. Deseé la compañía de Shiloh. Si hubiera estado allí podíamos haber hecho algo travieso y adulto para liberarme del miedo infantil que me acorralaba.
Oí un tren a lo lejos. Por la hora, debía tratarse de un convoy de mercancías. Pasaba demasiado lejos como para distinguir su característico ritmo de tres tiempos que marcaba al transcurrir por la vía, pero volví a oír el silbato. Un sonido reconfortante que parecía venir de Minneapolis.
Genevieve accedió a salir a correr por la mañana. Unos tres kilómetros. Cuando volvimos, Doug y Deborah estaban a punto de irse a desayunar con unos amigos. A toda prisa, ella me avisó que había café preparado en la cocina. De todos modos, el aroma perfumaba toda la casa.
Poco antes de que Deborah y Doug se marcharan, me las arreglé para hablar con ellos en la cocina.
– Escuchad -dije con mucha precaución-. Durante la noche he estado hablando con Genevieve. ¿Tenéis alguna arma de fuego en la casa?
– ¿Armas de fuego? -inquirió Doug-. No, no soy aficionado a la caza.
– ¿Por qué nos lo preguntas? -intervino Deborah.
– Me preocupa Genevieve -dije-. Roy ce Stewart vive demasiado cerca de aquí. A veces temo que vaya a por él.
– No lo dirás en serio -replicó Doug, lanzándome una mirada de incredulidad.
– Bueno -respondí-, quizás estoy un poco paranoica. Son gajes del oficio.
En ese momento entró Genevieve. Guardé silencio. Deborah abrió la nevera y se puso a revisar su contenido.
– Cariño -comentó, dirigiéndose a Doug-. Casi no nos queda cocacola. Cuando volvamos, recuérdame que hemos de comprar más.
Mientras su marido calentaba el motor del coche en el interior del garaje, Deborah me arrastró tras ella.
– Ven un momento arriba conmigo -me pidió.
La seguí hasta el dormitorio. Apartó las perchas del interior del armario y recogió de allí un pequeño bolso de mano que colgaba de una de ellas. Aunque me pareció vacío, a juzgar por el poco bulto que hacía, ella lo manejó con cuidado. Sentada en la cama, abrió la cremallera e introdujo una mano en su interior. Curiosa a causa de tantas precauciones, me acerqué a ella.
– Espero que Doug no sepa que tengo esto -dijo mientras sacaba la mano del interior del bolso-. Por lo menos, Genevieve no lo sabe.
Acto seguido me mostró una pistola calibre 25 de niquelado barato y brillante.
– Cuando empecé a trabajar de maestra en East Saint Louis, la escuela estaba junto a un barrio muy conflictivo.
Me la dio un amigo que vivía por allí. No está registrado a mi nombre… en realidad, tampoco sé a nombre de quién lo está.
Deborah Lowe llevaba una blusa blanca y una falda negra ajustada; se había pintado delicadamente los labios de un color rojo pálido. Me quedé maravillada.
– Vaya con la maestra -dije.
– Sí, ya lo sé. Es horrible. Por eso quería dártelo. Y no sólo por Genevieve. Quiero librarme de esto, y no sé cómo hacerlo -acabó, ofreciéndome el arma.
Se oyó la voz de Doug:
– ¡Deb, que llegamos tarde! -gritó.
Cogí el pequeño revólver. Le aseguré que me encargaría de él.