Cuando ellos se hubieron ido, estuve unos momentos más con Genevieve. Intenté interesarla en las noticias y cotilleos del Departamento, por lo menos de los pocos de que me había enterado. La verdad era que siempre había contado con ella para esa clase de cosas. Siempre era ella quien me informaba.
Al irme, Genevieve me acompañó hasta el porche. Me detuve allí.
– Si alguna vez tienes ganas de charlar, llámame. Ya sabes que me acuesto tarde.
– Lo haré -dijo con voz pausada.
– Debes pensar en lo de volver al trabajo -agregué-. Estar ocupada puede ayudarte mucho. Además, te necesitamos.
– Lo sé -respondió-. Lo intentaré.
Sin embargo, pude leer en sus ojos que se hallaba muy lejos, en un lugar oscuro, y que poco podían ayudarla unas cuantas palabras de ánimo.
Las primeras gotas de lluvia salpicaron el parabrisas pocos minutos después de que la casa desapareciera por el retrovisor.
Imaginaba que había salido con tiempo más que suficiente para llegar a la ciudad. Tendría que haberlo supuesto. Siempre surgen imprevistos en la carretera, sobre todo cuando llueve.
Los problemas comenzaron al cabo de unos veinte minutos, en el fangal en que se había convertido la carretera 169. Había caravana. Impaciente, bajé la radio, que de repente me molestó, y subí la calefacción para que el motor no se calentara.
Durante veinticinco minutos avanzamos poco a poco. Al final apareció la causa de los problemas. Era una furgoneta que estaba atravesada en la calzada. Dos oficiales de la patrulla de carreteras la rodeaban. No había heridos. Sólo un contratiempo.
Pasado el tapón, a medida que el tráfico se fue despejando, aumenté la velocidad, a más de ciento treinta por hora, sin preocuparme de la lluvia. Si quería llegar a tiempo de recoger a Shiloh tenía que darme mucha prisa.
Poco después de una hora, llegué a la carretera que conducía a nuestra casa. Era la una menos cuarto. «Bien -pensé-, llegas a tiempo.»Hice bastante ruido al abrir la puerta que daba acceso a la cocina, para que Shiloh me oyera. Pero la única respuesta fue el tic-tac del reloj de la cocina.
– ¿Shiloh?
Silencio. Desde donde estaba se veía la mitad de la sala, que estaba desierta.
– ¡Mierda! -exclamé. Había pensado en llamar desde casa de los Lowe para confirmar que llegaría con tiempo para recoger a Shiloh. Quizás tendría que haberlo hecho.
Sólo tardé un momento en comprobar que en efecto ya no estaba en casa, aunque me parecía muy temprano. No era posible que ya se hubiera marchado.
Por dentro, la casa mostraba el aspecto de siempre: no demasiado limpia, ni demasiado sucia. Shiloh había puesto un poco de orden. No había platos sucios en la pila y la cama estaba hecha, con la manta india bien puesta por encima.
Dejé la bolsa en el suelo del dormitorio y me dirigí al frente. El gancho donde Shiloh colgaba su llavero estaba vacío. No estaba su chaqueta de diario. Había pecado por exceso de prudencia y se había ido sin mí.
No había dejado ninguna nota.
Por lo general, Shiloh y yo íbamos a la par en lo que respecta a falta de sentimentalismo. Sin embargo, su carácter brusco y su falta de preocupación por las convenciones a veces me sacaban de quicio. Como en esta ocasión.
– Bueno -dije sola y en voz alta-. Que te vaya bien, cabrón.
Capítulo 5
Tarde o temprano, los días de vacaciones se pagan con horas extras. El lunes fui a trabajar temprano sabiendo que había de quitarme de encima el trabajo acumulado.
Vang aún no había llegado, pero mi escritorio estaba lleno de informes sobre las últimas desapariciones.
Ninguna de ellas me llamó la atención. Podían agruparse en unas pocas categorías: «Cansado de estar casado», «Cansado de vivir bajo las reglas de mis padres» o «Demasiado distraído para decirle a nadie que me marcho por una temporada».
Alrededor de las nueve, Vang apareció con una taza de café caliente.
– ¿Qué tal han ido esos días libres? -me preguntó.
– Todo bien -respondí sucintamente. No quise decirle que había ido a ver a Genevieve. El Departamento la consideraba en una especie de limbo, sin fecha de regreso. Nuestro teniente lo permitía, porque se la considerada una de las mejores veteranas del cuerpo. Sin embargo, no quise llamar la atención del Departamento acerca de su ausencia, sobre todo para evitar que me preguntaran cuándo volvería-. ¿Qué noticias hay por aquí? -pregunté.
– No demasiadas. He traído todos los papeles acerca de la señora Thorenson. ¿Has visto el informe? Lo he dejado sobre tu mesa.
– Sí, lo he leído -asentí; colocándolo encima de la pila.
Annette Thorenson se había ido un fin de semana de vacaciones con una amiga a un centro de recreo en el sur de Saint Cloud. No había vuelto. A su amiga no le había dicho nada que hiciera sospechar que no pensaba volver a su casa, donde vivía sola con su marido, pues no tenían hijos. El señor Thorenson estaba muy preocupado.
– Ha usado la tarjeta de gasolina -dijo Vang-, y también la telefónica, cuatro veces. En dos ocasiones hacia Wisconsin, y en otras dos hacia Madison.
– ¿Y? -pregunté.
– Las amistades de él dicen que el matrimonio era sólido. Las de ella, todo lo contrario. Una de sus amigas, recientemente divorciada, declaró que Annette preguntaba muy a menudo cosas como: «¿Cómo es eso de divorciarte y comenzar de nuevo?».
– Ya lo ves. «Cansada de estar casada» -concluí. Ya le había hablado de mis categorías.
– Investigué si Annette conocía a alguien en Madison -prosiguió Vang-. Salió a relucir que ella había ido al colegio en la localidad y que había vivido allí un año más tarde, trabajando.
– ¿Y todavía le quedan amigos en el lugar?
– No puedo conseguir nombres. Opino que ha de tener algún antiguo amor. Al parecer, el problema es que por lo visto intenta pasar desapercibida. Le di a la policía de Madison el número de su permiso de conducir, esperando que la pillaran y la llevaran a una comisaría para que llamara a su marido y le dijera qué estaba pasando. Pero no han visto el coche. Y ella no ha usado la tarjeta telefónica desde que llegó al pueblo.
– Todo cuadra -observé. La antigua llama, al parecer, había renacido.
– Así es -dijo Vang-. Sin embargo, el señor Thorenson no se cree nada de eso. Dice que alguien ha tenido que forzarla a conducir hacia el este y retirar dinero de los cajeros. He intentado señalarle que todos los indicios apuntan a que su esposa ha decidido cambiar de vida, pero no ha habido manera de convencerlo. Nos dijo de todo, y por supuesto salió a relucir la palabra «negligencia». Quiere hablar con mi supervisor.
– Sospecho que habrá presentado una queja.
– Varias.
– Con una me basta.
Así pues, llamé al señor Thorenson a su oficina y lo escuché mientras él relataba sus insatisfactorias conversaciones con Vang. Se sintió muy contrariado cuando me oyó decir que Vang había dado todos los pasos pertinentes, y que yo no hubiera llevado el caso de manera distinta.
– Quizás sea el momento de recurrir a alguna ayuda privada -le aclaré-. Puedo darle números de teléfono de investigadores muy capacitados.
– Llegados a este punto, con quien me pondré en contacto es con mi abogado, señorita Pribeck -soltó, y acto seguido colgó.
Peor para ti. Conozco más abogados que personas desaparecidas; también podría haberle recomendado uno. «Señorita Pribeck.» Si esta cortesía peyorativa era su idea de la sutil psicología del arte de la guerra, no me extrañaba que su mujer se hubiese cansado de él.
El plato fuerte del día implicaba cruzar la ciudad para examinar el limpio y vacío apartamento de un joven lleno de deudas de juego. Supuse que se trataba de otro caso en el que se habían marchado por su propia voluntad.
– ¿Has visto las señales de la aspiradora en la alfombra? -pregunté a Vang mientras hacíamos el viaje de vuelta-. Huellas ocultadas. Mala conciencia. Las personas suelen limpiar cuando no piensan volver.