– Sí -me contestó-. Mi mujer siempre limpia la casa antes de irnos de vacaciones para que, en caso de un accidente de carretera fatal, sus familiares no se encuentren con una casa sucia. Es su versión de llevar ropa interior limpia.
Permanecí en silencio, pensando en la tarde anterior.
Si Genevieve hubiera estado en activo, habría sugerido que hiciéramos algo después del trabajo; era la primera noche que no estaba con Shiloh. Ella habría sabido que ya no estaba acostumbrada a vivir sola, pero tampoco habría hecho un drama de ello.
Quizá había sonado la hora de que yo conociese un poco mejor a mi compañero.
– ¿Te gustaría tomar una taza de café después del trabajo? -pregunté cuando bajábamos por la rampa del aparcamiento subterráneo.
– Gracias -dijo Vang sorprendido, mirando a los lados-. Pero he quedado en cenar en casa. Otra vez será, ¿no?
– Sí, claro -le respondí sintiéndome vieja y muy de Minnesota.
Terminé tarde con mi trabajo, ocupada en una larga serie de pequeñas tareas que probablemente hubieran podido esperar. Cuando logré acabar, me dirigí a las canchas de baloncesto del condado de Hennepin, esperando que alguien me diera la oportunidad de jugar. Tanto Shiloh como yo éramos de los habituales.
Pero no había nadie conocido. Por el contrario, un grupo de novatas jugaban en grupos de dos. Parecían extraídas del equipo femenino de baloncesto de la Universidad de Minnesota: todas chicas, todas altas, todas rubias menos una. Además, jugaban en parejas, de modo que no había sitio para un jugador extra, aunque nos hubiésemos conocido.
Un pequeño suceso logró levantarme el ánimo apenas llegué a casa: en la puerta de entrada había una cesta de tomates. No se veía ninguna nota, pero tampoco hacía falta. La señorita Muzio era dueña de un huerto prodigioso que daba frutos durante todo el verano. Me detuve en la escalera trasera que conducía a la puerta de la cocina. Desde allí se podía ver el ahora desfalleciente huerto: un girasol a punto de morir se inclinaba sobre su propio tallo, las hierbas estaban floridas y abandonadas. No obstante, las tomateras estaban cargadas con sus frutos de estación.
La señorita Muzio seguramente no sabía que Shiloh había partido. De hecho, nos dejaba tomates a menudo porque sabía lo mucho que le gustaban a Shiloh. Cuando no le daba tiempo de cocinar o cuando se pasaba un momento por casa durante una pausa en el trabajo, solía prepararse un sándwich de tomate y se lo comía de pie en la cocina.
Coloqué la correa de mi bolso de mano lo más seguro que pude sobre mi hombro, con el brazo libre sujeté la cesta contra mis costillas y abrí la puerta.
Shiloh había dicho que me llamaría para darme un número donde pudiese encontrarlo en Quantico, pero no quise oír directamente el contestador. Antes coloqué los tomates de la vecina en la nevera, me serví una cocacola sin hielo y me quité mi ropa de trabajo. Sólo después me dirigí a escuchar el mensaje de Shiloh.
No había mensajes. La señal luminosa de color rojo no parpadeaba. Estaba oscura, muerta.
«De acuerdo, está muy ocupado. Ha hecho un largo viaje y debe acostumbrarse a su nuevo ambiente. La línea telefónica corre en dos direcciones, ya lo sabes. Llámalo tú.»Eso suponía un problema: no tenía ningún número telefónico para comunicarme con él.
Probablemente había alguna forma de acceder a los alojamientos de los agentes en período de entrenamiento. No sería fácil dar con ese número y mucho menos a esa hora. Tratar con el FBI significaba múltiples llamadas y tarjetas telefónicas, aunque se perteneciese al oficio, e incluso en horas de trabajo. No era la hora más apropiada para un asunto personal. Eran cerca de las ocho en Virginia.
Tenía el número de teléfono de un agente del FBI, el único que había trabajado junto a Shiloh en el caso de Annelise Eliot. Sería mejor llamar primero al agente Thompson, explicarle la situación y pedirle que interviniese gracias a sus credenciales.
Tardé varios minutos en encontrar el número en el desorden de nuestra agenda, pero acabé por localizarlo. Ya había cogido el aparato con la mano, cuando se me ocurrió una idea.
Dos meses atrás, Shiloh y yo habíamos estado viendo un documental en la televisión por cable acerca de cómo se formaba a un agente del FBI. A partir de allí, imaginé el tipo de vida que esperaba a Shiloh. El exigente entrenamiento empezaba el mismo día de la llegada: prueba de condiciones físicas básica, instrucciones teóricas acerca de derecho procesal y leyes. Por la noche, los agentes en fase de entrenamiento vivían como los estudiantes de una residencia universitaria, estudiando en estrechas mesas donde colocaban las instantáneas de sus esposas y de sus hijos, visitando la habitación de algún compañero para charlar con él y aliviar un poco la presión a que los sometían durante el día.
Probablemente, después de tantos años de ser considerado un bicho raro, Shiloh se sentía allí como pez en el agua, rodeado de gente de igual mentalidad e impulsos que él. Debía de gastar su pequeña porción de tiempo libre intentando conocer a los otros a través de las fotos de las mesas. Lo más probable era que la mayoría estuviera haciendo eso mismo, conociéndose unos a otros, comentando los diversos episodios de sus carreras que los habían llevado a Quantico. Y yo estaba a punto de hacer que Shiloh acudiera al teléfono para atender a su atribulada esposa, ya que hacía más de veinticuatro horas que no se veían, y él, por su parte, no había llamado.
Conecté el contestador y di por terminado el asunto.
«…que mató a dos soldados ayer en la parada del autobús. Ningún grupo ha reivindicado el ataque… En Blue Earth se intensifica la búsqueda de Thomas Hall, de 67 años de edad, la presunta víctima de un accidente automovilístico. Su furgoneta se encontró muy temprano fuera de la ciudad, estrellada contra un árbol en la carretera del este. Los agentes del equipo de Búsqueda y Rescate rastrean la zona, pero aún no han obtenido ningún resultado. Cadena de noticias WMNN, son las seis y cincuenta y nueve.»Martes por la mañana. La radio-despertador acababa de sacarme del sueño, pero no me encontraba en condiciones de levantarme. Pocos minutos más tarde, cuando sonó el teléfono, estaba medio dormida. Levanté el auricular y carraspeé antes de hablar.
– Te he despertado, lo siento -dijo la voz en el otro extremo del cable.
– ¿Shiloh? -su voz me sonaba extraña.
– Desde luego, sí que estabas dormida -dijo entonces Vang, riéndose. Me incorporé, confusa. Entonces volvió la voz-. Hay un asunto importante en Wayzata; tenemos que echar un vistazo.
– ¿Ajá? ¿De qué se trata?
– Todavía no lo tienen del todo claro. Una mujer nos ha llamado esta mañana. Vive en el mismo barrio, o mejor dicho, en la misma zona, que un sujeto con antecedentes de agresiones sexuales, un pederasta. La noche pasada lo vio provisto de una linterna y cavando un foso en un aparcamiento cercano.
– ¿Y sabía para qué era el pozo?
– Bueno, dijo que tenía las medidas exactas para ser una tumba. Sin embargo, no advirtió que él pusiera nada en él. En realidad, lo estaba tapando. Supongo que la vecina vive en una colina con una hermosa vista de la zona y por eso le gusta mirar por la ventana.
– ¿Forma parte de alguna patrulla de vigilancia?
– No oficialmente, pero este chico, que se llama Bonney, ha logrado poner nervioso a todo el mundo. Todos se huelen que tiene un historial de delitos sexuales. Esta mujer se levanta a las cuatro de la mañana, preocupada por algo inusual y, como consecuencia, nos llama. Por eso nos toca ahora a nosotros ser los «excavadores».
Me incorporé, ya más despierta.
– ¿Y tenemos la orden para excavar en su propiedad? No es que el motivo parezca demasiado fuerte. ¿A nadie se le ha ocurrido sugerir que primero nos limitemos a hablar con este muchacho?