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– Enviaron una patrulla para eso -repuso Vang-. No está en su casa ni en su trabajo. Nadie quiere hacerlo. Pero hay una buena noticia: en realidad no estaba excavando en su propiedad. El terreno lindante donde cavaba es una tierra sin cultivar.

– ¡Vaya! -exclamé.

– De modo que no necesitamos la orden judicial -aclaró Vang-. ¿Paso a buscarte? Todavía estoy en casa, pero puedo darme prisa.

– De acuerdo -le respondí mientras me destapaba-, perfecto. Estaré lista en quince minutos.

Treinta y cinco minutos después, Vang y yo nos hallábamos de pie en un terreno rural en la vecindad de Wayzata Bay. A pesar de estar próximo a la ciudad, era una población rural, con grandes terrenos que separaban las casas. Comprendí por qué Vang lo había llamado «un zona» más que un «barrio».

El camión de la unidad que vigila la escena del crimen estaba aparcado en el borde del camino, dos oficiales excavaban. Las fosas de los aficionados suelen ser poco profundas, de manera que la exhumación es tarea un poco delicada para unos principiantes.

En ocasiones, los cultivadores de marihuana asientan sus cosechas en tierras públicas apartadas. La ventaja obvia es que tienen que ser encontrados in situ para que puedan ser relacionados con el asunto, cosa que no sucede si el cultivo se realiza en la propiedad de ellos. Si, de hecho, Bonney había matado a alguien, habría tenido los mismos motivos para no enterrarlo en su propiedad. No había ido demasiado lejos, pero quizá consideró imprudente viajar en un coche transportando un cadáver.

Vang y yo acabábamos de leer los nuevos informes sobre personas desaparecidas y personas vigiladas en las últimas cuarenta y ocho horas; además, Vang contaba con una ficha de los antecedentes de Bonney.

– No creo que encontremos a ninguno de estos desaparecidos -concluí-. Son todos adultos o jóvenes.

– No parecen el tipo de Bonney, ¿no es así?

– No. Además, has leído su historial, ¿no? Agresiones sexuales, importunar a los menores. Nada de asesinatos.

Vang escuchaba sin contestar.

– A veces, los delincuentes sexuales llegan a cometer crímenes como el homicidio -expliqué-. Pero es que entre los desaparecidos en las últimas cuarenta y ocho horas no hay ningún caso que pueda relacionarse con un tipo que abre una fosa cerca de su casa. -En eso vi a uno de los oficiales escarbando con cautela un poco del suelo húmedo. Vang y yo nos apartamos un poco para que pudiera llevar a cabo su tarea con un mínimo de molestias en el área y sus alrededores-. Por lo general, tenemos una idea bastante aproximada en casos como éste. Recibimos una llamada de que alguien ha descubierto un cuerpo y enseguida atamos cabos: «Ya hemos encontrado a Jane». En este caso, no tengo esta sensación -dije en voz baja-. ¿Sabes qué pienso? Creo que a Bonnie se le quemó el estofado hasta tal punto que la cazuela ya era irrecuperable y entonces cogió todo el mejunje y lo enterró allí. La vecina de la colina lo vio, confundió el agujero con una tumba y dio parte. A veces pienso que todo eso de las agresiones sexuales, con toda la participación de los voluntariosos vecinos, es un asunto que se nos ha escapado de las manos.

Me callé la boca. Sólo hacía dos días que Shiloh se había marchado y ya estaba yo canalizando sus ideas liberales hacia mi nuevo compañero de trabajo.

– Si encuentran algo malo, quizá tengamos que pedir la orden para excavar. De lo contrario -agregué retrocediendo-, enviaremos al agente de libertad condicional para que le haga una visita sorpresa e investigue una supuesta violación. Es asunto de ellos.

– Si hubiera sabido que iban a pasar tanto tiempo desenterrando, me hubiera pensado mejor lo de tomarme un café por el camino -dijo Vang.

– Cuando te hacen salir a la siete y media de la mañana para una situación como ésta, el café es el momento culminante del viaje -concluí.

En realidad, no era café lo que yo más necesitaba, sino una ducha. La ducha proporciona algo que tiene que ver con la verdadera limpieza. Es un punto y aparte: con ella desaparecen las trazas del día anterior y de tu noche en la cama, no importa tu estado de alerta, ni lo que has de vestir, ni lo que has de hacer.

Comenzaba a levantarse brisa en el lago. No podíamos ver el agua desde donde estábamos; nos la ocultaban las ramas desnudas de unos árboles escuálidos, que suplían en número lo que les faltaba en envergadura.

– ¿De verdad que mi voz se parece a la de tu marido?

– preguntó Vang, y yo recordé nuestra conversación telefónica.

– La verdad es que no. Lo que más me…

– ¡Eh, mira allí! -me interrumpió Vang.

Me callé y miré hacia donde estaban los oficiales apostados en la escena del crimen. Con cuidado estaban levantando algo envuelto en una bolsa de basura de color verde, extrayéndolo del interior de la fosa.

– Evidentemente, no es un estofado -tuve que admitir.

– Sin embargo, parece demasiado pequeño para corresponder a una persona -intervino Vang, que escrutaba a su alrededor-. A menos que se trate de un niño.

– O de una persona que no está entera -añadí, provocando en Vang una mueca de desagrado.

Penhall, el primer oficial, cogió la cámara y sacó fotos del bulto justo en el momento en que lo extraían del foso.

El oficial Malik cogió una navaja, rasgó la cobertura de plástico y la separó de su contenido sin tocar el nudo que la cerraba.

Lo primero que pude ver fue un mechón de pelo dorado. Lo que había adentro era, contra todas las expectativas, todo rubio: era un perdiguero dorado. En su pelaje había manchas de sangre secas.

– ¡Mierda! -exclamó Malik. No supe si se quejaba porque era un amante de los perros o porque le habían hecho perder el tiempo.

– Bueno -dijo Penhall-. Ese tipo mató al perro de un vecino suyo, un asunto serio. Cuando terminó de hablar nos dirigió una mirada, como buscando mi aprobación y la de Vang.

– ¿Puede apartar la bolsa del todo? -le pregunté.

Malik lo hizo. Miré a Vang enarcando una ceja.

– Para mí que ha sido atropellado por un coche -observó.

Malik asintió con un gesto.

– Pero ¿por qué se tomaron el trabajo de enterrarlo? -preguntó Penhall.

– Porque probablemente se trata del perro de una familia de por aquí. Bonney ya está en el punto de mira debido a su reputación de pederasta.

Miré la alta y estilizada casa de la colina. El sol de la mañana resplandecía en los cristales de unas ventanas que iban desde el suelo al techo de lo que debía de corresponder a la sala. La vecina y su familia tenían una espléndida vista sobre el lago, y también sobre la propiedad del pederasta señor Bonney.

– ¿Qué haremos ahora? -dijo Malik incorporándose.

– Es una buena pregunta -repuse-. Los perros son propiedades. A mi entender estamos ante un delito contra la propiedad. No hay personas desaparecidas. Me parece que lo llevaremos a la comisaría de policía de Wayzata para que ellos se ocupen del asunto.

Mientras Vang giraba en redondo y orientaba el coche hacia la ciudad, echó un vistazo a la casa de Bonney, una humilde morada de un solo bloque con el techo del porche ligeramente hundido.

– Me pregunto qué encontraríamos en esa casa si pudiésemos entrar.

– Una denuncia por allanamiento -contesté.

Vang condujo hacia Minneapolis, pero no hacia el trabajo. Yo tenía que recoger mi propio coche y, sobre todo, deseaba una ducha. Había tiempo. No preveíamos un día de los peores, dadas las exigencias del trabajo. De hecho, Vang y yo llegamos aproximadamente una hora antes de lo habitual.

– Me olvidé mencionarlo ayer -dijo Vang-, pero el domingo por la noche la novia de Fielding recibió una de esas llamadas como las que recibieron las esposas de Mann y Juárez.

– ¿Ah, sí? -Sabía de qué iba el asunto. Todos lo sabían. Dos esposas de oficiales del condado de Hennepin habían recibido llamadas anónimas en los últimos días.

La voz de quien las realizaba, en ambos casos, sonaba sincera y apenada. La persona se identificó como un miembro del servicio de urgencias y dijo a la esposa del oficial Mann que su marido estaba herido de gravedad como consecuencia de un accidente de tráfico.