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He manejado todo tipo de delitos -como todos los detectives del sheriff-, pero las personas desaparecidas eran la especialidad de mi compañera, de modo que acabaron siendo también la mía.

El padre y el hijo en cuestión acababan de dejar su equipaje en una vieja furgoneta Ford cuando di con ellos. El chico era unos dos años mayor de lo que yo imaginaba, y también bastante más alto. Le pregunté al hombre mayor por qué el muchacho no estaba en la escuela, pero los dos me explicaron que se les había muerto un pariente e iban al funeral. Les deseé un buen viaje y me dirigí a la recepción, con la intención de agradecer a la empleada su civismo.

Justo antes de llegar al río, vi un coche patrulla aparcado entre la calzada y la vía del tren.

Una oficial uniformada estaba de pie junto al coche, mirando hacia abajo, como si estuviera vigilando los raíles. Justo allí, la vía cruzaba el río. Desde lejos divisé la figura corpulenta de otro agente que caminaba en esa dirección. Decidí echar un vistazo.

– ¿Qué pasa? -pregunté a la mujer, que entre tanto se había acercado a mi coche. Sospechando que iba a ordenarme que diera media vuelta y circulara, le mostré mi placa. La expresión severa de su rostro se relajó un poco, aunque no se quitó las gafas de espejo, ni siquiera dejándolas apoyadas en la frente. Yo me veía en ellas como en el cristal de una pecera. En su placa, pude leer el nombre: oficial Moore.

– Ya me parecía familiar -dijo Moore. Luego, respondió a mi pregunta limitándose a decir-: un salto.

– ¿Dónde? -pregunté. Miré al compañero de Moore, que estaba en la vía del tren, en el puente, pero a nadie más.

– Ha bajado a la estructura del puente -informó Moore-. Puede verla desde aquí. Es una cría.

Estiré el cuello y divisé una delgada figura en el puente. El sol brilló en sus cabellos rubios.

– ¿Se trata de una muchacha de unos catorce años?

– Sí -contestó Moore.

– ¿Dónde puedo aparcar?

Andando hasta el puente pasé alternativamente del sol a la sombra, no sólo debido a la estructura discontinua del armazón, sino porque era un día de nubes desgarradas que tanto ocultaban el sol como lo exponían.

– Pensé que habíamos avisado a la patrulla fluvial -dijo el agente, que se sorprendió de verme allí.

Lo conocía de vista, pero no recordaba su nombre. Empezaba con uve. Era unos pocos años más joven que yo; tendría unos veinticinco. Era guapo y tenía la tez oscura.

– Nadie me ha enviado, oficial Vignale -contesté, recuperando el nombre antes de mirarle la placa-. Sólo pasaba por casualidad. ¿Qué ha sucedido?

– Todavía está allí abajo, detective…

– Pribeck -aclaré-, Sarah Pribeck. ¿Han intentado hablar con ella?

– Temo que se distraiga y pierda el equilibrio.

Me volví, me incliné y miré hacia abajo. La muchacha estaba allí, con los pies bien apuntalados y agarrándose a una diagonal de la estructura. La suave brisa jugueteaba con sus cabellos de color y textura idénticos a los de Ellie Bernhardt.

– Viene desde Thief River Falls -dije-. Ahora estoy segura de que es ella. Su hermana vino a verme ayer por la mañana.

– La patrulla fluvial enviará un bote por si tenemos que pescarla.

Miré otra vez hacia abajo. Ellie y el agua.

Ellie había elegido un puente particularmente bajo para soltar, lo que constituía un hecho interesante. No sé mucho de psicología, pero he oído decir que los intentos de suicidio veces son una forma de pedir ayuda. Era probable que Ellie sólo se sintiera confusa, furiosa o impaciente y en un arrebato decidiera tirarse desde el primer puente sobre el Mississippi que encontrase.

En cierta forma, era una situación afortunada. Es más, el río era, precisamente, el Mississippi.

Me crié en las tierras altas de Nuevo México. Allí la tierra está surcada de infinidad de riachuelos, pero nada que ver con el Mississippi. A los trece años me fui a vivir a Minnesota, pero nunca viví cerca del río. Para mí, el Mississippi era una abstracción, algo que sólo veía a lo lejos o que cruzaba en algún viaje por carretera. Años después me había acercado a él y lo había contemplado.

En la orilla, había visto a un niño que intentaba pescar con un hilo atado a una rama.

– ¿Se puede entrar en el río? -le había preguntado.

– Bueno, una vez vi a un hombre que entró en el río con una cuerda atada a la cintura -había respondido el muchacho-. La corriente se lo llevó tan rápido que dos amigos suyos, dos hombres mayores, tuvieron que tirar de la cuerda para sacarlo.

Desde entonces he oído opiniones muy diversas acerca de la fuerza y la malicia del río que divide Minneapolis. La policía y los servicios de urgencia de las Ciudades Gemelas contaban historias de personas que habían sobrevivido a saltos y caídas desde todos los puentes. Pero eso no era lo más habitual. Incluso un adulto sobrio y que sepa nadar, sin ningún propósito suicida, puede verse en un grave aprieto debido a la fuerza de la corriente. En efecto, puede arrastrarte hacia el centro del río y sumergirte entre árboles y raíces y llevarte con suma rapidez a la parte más honda del lecho.

La caída desde esa estructura no era mortal por fuerza, y el agua no alcanzaba las temperaturas paralizantes del invierno. De todos modos, me pareció preferible que las cosas no llegaran tan lejos.

Me agarré a un hierro y empecé a andar por la estructura.

– ¿Me está tomando el pelo? -dijo Vignale.

– Nada de eso -dije-. Si no quisiera que alguien la convenciera, ya habría saltado. -«O eso espero», pensé. -Estoy más preocupada por usted, agente Vignale. Si su compañera no ha llamado para cortar el tráfico de trenes por el puente, tendrá que ir pensando en volver.

Era tan fácil bajar por la estructura del puente como hacerlo por las barras de un parque infantil. De todos modos, decidí hacerlo con mayor lentitud.

– Tienes compañía, pero no te asustes -dije con voz confiada y tranquilizadora mientras me aproximaba al nivel de la muchacha. Como bien había observado Vignale, no había que atemorizarla-. Sólo quiero charlar contigo.

Me miró. Confirmé definitivamente que se trataba de Ellie Bernhardt. Pude apreciar, además, esa belleza que preocupaba a su hermana. En efecto, Ellie había cambiado mucho desde el curso anterior, cuando se hizo la fotografía que yo había visto.

Era una de esas personas a las que la seriedad, incluso la desdicha, favorece más que una sonrisa: sus ojos de color verde grisáceo, las espesas pestañas, su piel blanca, su labio inferior carnoso. Las pecas, último vestigio de su cara infantil, se estaban borrando. Vestía una camiseta gris y téjanos negros. Nada de colores pastel ni de lacitos, ni un rasgo de niña. De lejos se la hubiera confundido con una joven de poco más de veinte años.

– Concédeme un minuto, Ellie -le pedí. Había llegado a su nivel y me agarraba con precaución, acercándome a ella de lado para hablarle. -Así está mejor -dije una vez que logré apuntalar mis pies sujetándome a la estructura-. No es un ejercicio fácil para un adulto -comenté. A veces he deseado ser más alta, pero no en esa ocasión.

– ¿Cómo es que sabe mi nombre? -me preguntó.

– Tu hermana vino a verme ayer. Está muy preocupada por ti.

– ¿Ainsley está aquí? -dijo mirando a su alrededor, hacia el sitio donde se hallaba Vignale. No estoy segura de si la idea le resultaba agradable o le inquietaba.

– No, pero está en el pueblo.

Volvió a mirar hacia abajo, hacia el agua.

– Quiere que vuelva a Thief River Falls -dijo.

– Bueno, a las dos nos gustaría saber qué te ha pasado -le dije. Como no respondió, le repetí la pregunta de otro modo-. ¿Por qué te has escapado de casa, Ellie?

No obtuve respuesta.

– ¿Tienen algo que ver tus compañeros de colegio? -dije, enunciando la pregunta con la mayor dulzura posible, de modo que tuviera amplia libertad para responder lo que quisiera.