– ¿Ah, no? -Vang frunció el ceño-. ¿Quieres decir que no fue a la Academia o que no fue a Virginia? -Vang hablaba en tono mesurado y tranquilo, pero no era difícil adivinar una docena de ideas que se revolvían en el interior de su cabeza. Era natural. No es cosa de todos los días que una compañera de trabajo te confiese que su cónyuge ha desaparecido.
– No estoy segura -agregué-. No subió al avión, pero sus cosas no están en casa.
Yo estimaba que Shiloh había desaparecido hacia las 2:35 del domingo, que era más o menos la hora en que debería de haber estado en el avión.
– Redactaré un informe. Quiero que la cosa se haga oficial -acabé.
– Según las reglas del Departamento -comenzó John Vang-, no estoy seguro de que puedas involucrarte en la investigación. -Parecía que ya estaba hablando de los puntos del procedimiento. Las preguntas silenciadas seguirían, al parecer, en silencio.
– Lo sé -dije-. Pero no estando Genevieve, yo soy la única de por aquí cuya principal tarea consiste en la búsqueda de personas desaparecidas. No estoy diciendo que éste sea el caso -intenté corregirme-, pero te aseguro que no podré volver al trabajo antes de que tenga noticias de él.
– Lo comprendo -asintió Vang-. ¿Puedo hacer algo por ti?
– Espero algunos faxes en respuesta a mis peticiones -le respondí-. Llámame y dime lo que contienen. Me serás de mucha ayuda.
– ¿Dónde estarás?
– En casa. Si se tratase de cualquier otro caso habría empezado por la exploración de la casa.
«…dicen los analistas de Piper Jaffray. Noticiero de la WMNN. Son las doce y treinta y ocho. Más noticias a las…»
Bajé el volumen de la radio del Nova y enfilé por la rampa del garaje en dirección a la calle.
Lo que había dicho a Vang no era exactamente cierto. No empezaba las búsquedas por ahí; lo primero era ponerme en contacto con las personas más próximas al desaparecido.
Por ejemplo, la esposa. ¡Eso es! Me incorporé al tráfico.
Aparte de mí, ¿quién era la persona más cercana a Shiloh? Su familia estaba en Utah. Hacía años que Shiloh no se hablaba con ellos.
Se llevaba bien con el teniente Radich, que tenía a su cargo el Departamento de Narcóticos en el que Shiloh había trabajado. Por supuesto, también conocía a Genevieve, y más que yo, pero bien sabía que recientemente no se habían visto.
No tenía compañeros, trabajaba solo. Antes también había trabajado, prácticamente solo, colaborando esporádicamente con los muchachos de la policía Minneapolis o con los oficiales del condado de Hennepin. Como yo, jugaba al baloncesto con un grupo heterogéneo formado por policías y delegados del condado, pero en ese medio jamás hizo una relación importante. Shiloh, por otra parte, no bebía, de modo que no tenía compañeros de juergas a quienes preguntar.
A veces me olvidaba de que compartía la cama con un hombre tan reservado.
Cuando dejé el Nova donde Shiloh solía aparcar su Pontiac, pensé que era una mala suerte que Shiloh hubiese vendido el coche la semana anterior. Hasta el día en que todos llevemos el número de identificación tatuado en un lugar bien visible -y a veces pienso que ese día no está muy lejos-, las matrículas de nuestros vehículos seguirían sirviendo para identificarnos. Los informes acerca de personas desaparecidas incluían siempre ese número, y las patrullas siempre estaban atentas a alguna clase de coche o a su número de matrícula. Es mucho más difícil encontrar a un adulto que no tenga coche.
A pesar de que el final del camino estaba más cerca de la puerta trasera de la casa, la que daba acceso a la lavadora y de allí a la cocina, esta vez preferí entrar por la puerta principal. Quería detenerme en el camino de entrada en el que las llaves de Shiloh habían desaparecido de su gancho.
Llaves, chaqueta y botas. Eso era lo que el domingo me había hecho creer que Shiloh había partido hacia el aeropuerto. Y así había sido. ¿O no?
Ahí estaba. Una pista obvia que yo aún no había explorado.
Como oficial de patrulla, alguna vez había tenido que capturar a algunas personas por delitos menores y luego dejarlas en libertad, en caso de que presentaran suficientes garantías. Cuando lo hacía, siempre les decía lo mismo: «La próxima vez que te vea (merodeando en esta esquina /con un spray en la mano/etc.), deberás llevar contigo el cepillo de dientes».
Ellos sabían a qué me refería: la próxima vez, pasarían una noche entre rejas. Más adelante, siendo ya detective, usaba el cepillo de dientes como una prueba para saber si alguna persona había desaparecido voluntariamente o contra su voluntad. Era una prueba que sobrepasaba todos los límites de edad, sexo y etnia. Ninguna persona sale de su casa sin el cepillo de dientes si sabe que no ha de volver en un plazo mayor de veinticuatro horas. Aunque no haya tenido tiempo de hacer el equipaje, seguro que eso se lo llevan.
Pensando en lo sucedido por la mañana, vi con los ojos de la mente mi cepillo colgando solitario de un gancho de la parte interior del botiquín. Bastó un breve viaje al cuarto de baño para confirmarlo. No estaba allí. Volví al dormitorio yme dirigí a la puerta del armario, la abrí y miré el estante superior. La maleta también faltaba.
Todo apuntaba a que se había marchado al aeropuerto.
¿Me habría dejado una nota y yo simplemente no la había encontrado?
Shiloh me hacía notar constantemente que la mesa de la cocina parecía un archivador esperando a que alguien pusiera orden. En efecto, siempre estaba cubierto de facturas, papeles, cartas, periódicos, boletines, notas y todo lo demás. Tendría que rebuscar entre ese caos.
Los periódicos eran locales: el Star Tribune y el Pioneer Press de Saint Paul. Por debajo estaba un boletín de novedades de la unión de policías. También había una petición de fondos por parte de la Sociedad Protectora de Animales, a la que en su momento Shiloh había dado algo de dinero. Allí estaba la factura del teléfono, con las llamadas locales y a larga distancia detalladas. Un rápido vistazo me hizo ver que todos los números eran familiares, ninguno de ellos despertó mis sospechas. También vi propaganda de la que recibe la policía: «…muy apreciado, usado por la policía israelí…». Un papel blanco arrugado: lo recordaba, databa de tres meses atrás, una vez que traje la comida de fuera. Tras casi agotar la búsqueda, hallé una tira de papel en la que se hallaba escrito un número telefónico, pero esta vez lo reconocí al primer golpe de vista: correspondía a la oficina del equipo local del FBI.
Lo último en aparecer, lo que correspondía a la capa arqueológica más profunda, fueron dos servilletas de papel con manchas de la cera roja que había goteado sobre ellas. Pertenecían a la cena de nuestra boda, dos meses atrás. Shiloh había desenterrado una vieja vela usada y la había encendido, en un irónico gesto de celebración, mientras le colocaba dos servilletas debajo para que la cera derretida no cayera sobre la mesa.
No había ninguna nota.
Retrocedí hasta la entrada. Era mejor empezar por el principio. La verdad, no pensaba que Shiloh hubiera sido herido o asesinado en casa. No obstante, eché un vistazo.
No había marca de palancas en la puerta principal. El cerrojo no había sido forzado y no noté nada extraño cuando lo abrí.
Recorrí cada habitación, mirando las ventanas en busca de posibles roturas. No las había. Los espacios que quedaban detrás de los muebles no contenían nada sino motas de polvo. Nada de valor había desaparecido. Tampoco nada de bajo precio. Los estantes permanecían cargados con los libros de Shiloh. Sus intereses eran extremadamente variados: ficción y ensayos, Shakespeare, textos de investigación, una Biblia, algunos ligeros volúmenes de poesía de autores absolutamente desconocidos para mí: Saunders Lewis, Sinclair Goldman.
Nada parecido a sangre seca o a manchas de sangre.
El dormitorio estaba ordenado, aunque no tanto como cuando Shiloh se había ido, ya que yo no había hecho la cama tras la llamada matinal de Vang.