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Ésa era la entrevista más difícil. Yo solía ir de lo difícil a lo fácil. Ahora le tocaba el turno a Darryl Hawkins. Miré la hora en mi móvil. Eran casi las tres, todavía demasiado temprano. Ni él ni su esposa habrían llegado todavía del trabajo. Necesitaba encargarme de algo mientras tanto.

Aún me faltaba una fotografía de mi marido. Sólo tenía una, y no creo que Shiloh lo supiera.

Annelise Eliot jamás se hubiera figurado que iba a ser identificada y arrestada después de más de una década de vida tranquila bajo un nombre supuesto. Cuando Shiloh llegó hasta ella con una orden de detención, había perdido el control. En un impulso que fue quizás un reflejo del crimen que había cometido trece años atrás, extrajo un abrecartas de un cajón de su escritorio e intentó apuñalar a Shiloh. La detuvo a tiempo; no obstante, le hirió la palma de la mano.

El arresto no fue comunicado a los medios de comunicación locales, pero éstos estaban listos al día siguiente y se presentaron en la acusación en el palacio de justicia de Saint Paul.

El Star Tribune y el Pioneer Press habían tomado prácticamente la misma foto: Shiloh rodeado de un grupo de agentes uniformados, llevando a Annelise a comparecer ante la Ley, cogiéndola de un brazo cortésmente pero con estricto control. Era claramente visible el vendaje de la mano.

Para mí, esa imagen era la quintaesencia de Shiloh y por ese motivo la había recortado. Pero nunca la mostraba a los desconocidos. En ella, Shiloh volvía la cabeza y se le veía de perfil, como huyendo de los fotógrafos.

Cuando llegué a casa marqué un número que me sabía de memoria.

Apenas Deborah me pasó con Genevieve le dije que era yo y que la necesitaba para que me hiciera un favor un poco especial.

Del otro lado, silencio.

– ¿Estás ahí? -pregunté.

– Sí, te escucho -respondió.

– Cuando festejamos las Navidades, Kamareia tenía una cámara fotográfica. -Me costó pronunciar el nombre de su hija y caí en la cuenta de que no lo había hecho desde su muerte-. Hizo muchas fotos, incluidas algunas de Shiloh. Necesito ir a tu casa para recogerlas.

Otro silencio.

– De acuerdo -dijo al fin, con decisión.

– Necesito saber dónde están -agregué.

– Mira, en un estante de su armario -comenzó a decir con lentitud- hay una caja de zapatos. Está llena de fotografías.

– De acuerdo -dije-. Tú casa está cerrada, ¿verdad?

– Pues sí -contestó Genevieve-. De todos modos, los Evans, que viven enfrente, tienen la llave de la entrada. Los llamaré para decirles que irás a por ellas.

– Gracias, Gen -dije, y luego agregué-: ¿Has hablado con Shiloh últimamente?

– No -respondió- hace mucho tiempo que no hablo con él.

Cuando trabajábamos juntas siempre pedíamos fotos de los seres queridos a quienes denunciaban una desaparición. Posiblemente era el paso crucial de toda investigación.

Genevieve no había sospechado nada. Parecía no haber notado nada extraño en el hecho de que yo necesitase entrar en su casa deshabitada y cerrada para buscar una fotografía de mi marido.

– Nos vemos -me despedí, aunque quizá no fuera verdad. Colgué.

Capítulo 8

El día en que murió la única hija de Genevieve, ambas habíamos pasado un día particularmente agradable y productivo en el trabajo. Recuerdo muy bien que estábamos de excelente humor.

La había llevado al trabajo en mi coche porque el suyo estaba en el taller y también la acerqué a su casa. Ella me invitó a cenar. Shiloh, pensamos, podía venir con nosotras. Shiloh estaba ocupado en el análisis de las pruebas de lo que en ese momento nadie imaginaba que acabaría convirtiéndose en el juicio de Annelise Eliot. Al principio se mostró reticente a interrumpir su trabajo, pero entre Genevieve y yo logramos convencerlo. Genevieve resultaba muy convincente. Estaba preocupada por el exceso de trabajo que él se había echado encima.

Era el mes de febrero, uno de esos días en que la ciudad queda cubierta por una capa de nubes bajas que en realidad contribuyen más a aumentar la temperatura que un día claro y diáfano. A primeras horas había caído una capa de nieve que había cubierto de blanco las calles, tapando la suciedad que mostraban las aceras.

Sólo el último asunto que nos ocupó ese día había sido una pérdida de tiempo: la denuncia de desaparición de un niño. Nos dirigimos en el coche hasta un complejo de viviendas en Edina. Allí encontramos a un joven padre cuyo hijo de seis años no había llegado ese día en el autobús del colegio.

El joven -«Llámame Tom», nos dijo- era un caso poco frecuente: se trataba de un padre divorciado a quien le había sido concedida la custodia de su hijo. Mientras nos acompañaba a la sala de estar, donde se amontonaba gran cantidad de cajas, nos informó había sido un proceso muy duro.

– ¿Te acabas de mudar aquí? -le pregunté, pero pronto comprendí que aquellas cajas no eran de mudanzas, pues todas eran de igual forma y tamaño.

– No -dijo-. Me dedico a vender licuadoras, hierbas medicinales y suplementos dietéticos desde casa. Acabo de obtener mi licencia como entrenador de fitness, así que estoy tratando de hacerme una clientela de base. La verdad es que voy de cabeza.

Resultaba creíble. El cuerpo de Tom era compacto y al mismo tiempo bien trabajado; su oscura mirada era intensa pero impersonal, como la de algunos vendedores.

Algunas veces se tiene la premonición de que el asunto carece de importancia, al margen de las circunstancias de la desaparición. Cuando Genevieve y yo comenzamos a interrogarlo, fui confirmando mis sospechas.

Naturalmente, la ex mujer revestía mucho interés para nosotras. El secuestro por parte del progenitor que no tenía la custodia es más frecuente que por parte de extraños.

– No. -Tom meneó la cabeza con énfasis-. Acabo de llamar a Denise al trabajo. Se ha quedado alucinada, pero ya le he dicho que no se altere, que ya os había llamado. -Frunció el entrecejo-. Seguro que no ha sido ella, creed- me. Pero si ya me ha costado conseguir que pase un mínimo de tiempo con Jordy. Además, se ha echado un novio que es un fanático de las antigüedades. Todos los sábados le llevo a Jordy para que pase el día con ellos, y la mitad de las veces se lo pasan por las tiendas, mirando las pantallas Tiffany o azulejos Delft. Vaya manera de divertir a un niño de seis años.

– ¿Y otros parientes? -pregunté, pues me había quedado sin respuesta.

– ¿Qué hay de ellos? ¿Quieres decir que pueden haberse llevado a Jordy? -Parecía desconcertado-. No puedo ni siquiera imaginarlo. Mi familia vive en Wisconsin, y la madre de… ¡Oh, no había caído!

Genevieve y yo intercambiamos una mirada. Eureka.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gen, instándolo a seguir.

– ¡Oh, no había caído! -repitió. Yo sospeché que el rubor de su cara no era debido a la vergüenza sino a la cólera-. ¡Un momento! -nos advirtió mientras se abalanzaba al teléfono.

Marcó el número sin advertirnos de a quién pertenecía. Al cabo de un minuto estaba claro que Jordy se hallaba sano y salvo.

– ¿Está contigo? ¿Está ahí? -preguntó Tom-. Ahora mismo paso a buscarlo.

– ¿Qué piensas? -le pregunté a Genevieve en voz muy baja-. ¿La hermana de su mujer?

– La suegra, seguro -respondió.

Fuimos oyendo la historia fragmentada, a través de una voz que cada vez alcanzaba un tono más corrosivo.

– No, no me lo habías dicho. ¡Por dios, estaba tan preocupado que…! No, no te dije que te necesitaba para que lo llevaras a cortar el pelo. No, no estoy de acuerdo. No te lo… Estás tergiversando lo que te dije sobre… Su pelo no… Siempre lo ha llevado así… ¡No me estás escuchando!

Tras un momento en que permaneció impertérrita, Genevieve dirigió la mirada hacia el rincón opuesto de la habitación y se frotó la punta de la nariz con un dedo, con el gesto de embarazo de las personas que acaban de escuchar una conversación que desearían no haber oído. Yo me puse de pie, con la esperanza de que Tom comprendiera que debíamos irnos, ya que el caso, obviamente, se había resuelto por sí mismo.