Выбрать главу

– Escucha -continuó Tom-. Iré a buscarlo. ¡No, iré yo! Tú quédate ahí con él.

Colgó el auricular y volvió a dirigirse hacia nosotras.

– Era la madre de Denise -aclaró-. ¡No doy crédito! De hecho, sí que me lo creo. No soporta la idea de que me hayan concedido la custodia. Es que no puede soportarlo.

Entonces comenzó a darnos detalles: recientemente, él y su suegra habían tenido una discusión acerca del corte de pelo del joven Jordy. De una manera aparentemente incorrecta, la mujer había interpretado que se le daba permiso para llevárselo a Burnsville, donde vivía, cuando saliera de clase, para llevarlo a la peluquería. Tom se apresuró a puntualizar que él se había negado, pero que ella había insistido en que lo haría.

He mencionado que Tom nos contaba su historia a las dos, pero su comportamiento era sumamente interesante. Empezó dirigiéndose a mí. Quizás porque yo le era más próxima en edad, quizá porque yo tenía más aspecto de ir al gimnasio, como una especie de espíritu gemelo, quizá, simplemente, porque no llevaba alianza. Pero como no atendí demasiado a su lista de quejas, fue reconociendo gradualmente en Genevieve un par de orejas más empáticas, puede que porque cabeceaba de un modo afirmativo en los momentos adecuados. De manera gradual, pues, su atención y su mirada cambiaron. Genevieve era ahora la principal destinataria de su relato. Una historia acerca de lo entremetida que era la suegra, sus constantes consejos no solicitados, sus alusiones veladas acerca de la incapacidad de Tom para criar a un niño.

Por último, cuando su atención estaba concentrada sólo en mi compañera, dejé de mirarlo y mis ojos se movieron hacia el aparcamiento que se veía a través de la ventana. Tres muchachos vestidos con ropa de abrigo practicaban lanzamientos libres a una de esas cestas de baloncesto a lasque una base pesada sirve de soporte y que pueden encontrarse en cualquier tienda de artículos deportivos. Seguramente, aprenderían una dura lección, pensé, cuando comenzasen a jugar en una cancha y con la cesta a la altura reglamentaria.

– Gen, la verdad es que deberíamos marcharnos -dije.

Pero Genevieve era persona de buen trato.

– Escucha -le estaba diciendo a Tom en un tono afable-. Comprendo que no quieras presentar denuncia, pero convendría que mi compañera y yo tuviésemos una charla con tu suegra sobre la gravedad de llevarse a un niño sin el consentimiento de su tutor.

A espaldas de Tom, fruncí el entrecejo mirando a Genevieve y meneando la cabeza como signo de desaprobación. Genevieve no me hizo caso pero, por fortuna, su sugerencia no fue aceptada.

– No -dijo Tom, sacudiendo la cabeza-. No serviría de nada. Insistirá en que tenía mi permiso. Les dirá que le he dado mi conformidad para el día de hoy. De todos modos, gracias por el ofrecimiento.

Me sentí aliviada, pero aún no se habían acabado las cosas con Tom. Ya estábamos a punto de marcharnos cuando ofreció una licuadora a Genevieve. Ella declinó el ofrecimiento, pero Tom le entregó una tarjeta con su número de teléfono «por si cambiaba de idea».

– ¿Qué pensabas lograr? -pregunté a Genevieve cuando arrancó-. ¿Querías que fuésemos hasta Burnsville para escuchar la otra versión de esta aburrida riña familiar?

– A lo mejor resultaba interesante -respondió Genevieve con cierto aire de desconcierto-. ¿No te parece un poco curioso que esa suegra sea tan calamitosa como él la describe? ¿Qué pasaría si fuese una mujer amable, razonable y sensata?

Aceleró y se incorporó al tráfico.

– ¿Hablas de una persona «amable y razonable» como las que solemos encontrarnos en nuestro trabajo? En cualquier caso, supongo que trasladarnos hasta Burnsville no hubiese sido la mejor forma de emplear el tiempo asignado a nuestra tarea.

– Hubiera sido un gesto policial proactivo. -Genevieve había adoptado un tono pedante-. ¿Quieres que las cosas se repitan la próxima vez que grand-mère decida llevarse a Jordy sin pedir permiso?

No tenía respuestas para esa pregunta. Permanecí en silencio el resto del trayecto.

Cuando estuvimos otra vez en la comisaría, Genevieve me preguntó qué me había parecido tan gracioso antes.

– ¿Cuándo? ¿En la casa de Tom? No me he reído -afirmé-. Pensaba que había adoptado una expresión más severa cuando se enteró de dónde estaba su hijo.

Genevieve escribió algo en un trozo de papel arrugado, pero de inmediato, como insatisfecha, lo arrojó a la papelera.

– No entonces, sino un par de minutos antes, en la cocina. No creas que no vi que estabas conteniendo la risa. Algo te resultaba muy gracioso. Tuve que distraer al muchacho para que no lo notase.

– ¡Ah, sí! -exclamé tras reflexionar unos momentos-. ¿No has visto el cartel de la nevera?

– ¿Qué cartel?

– Tenía uno en la nevera, aludiendo a sus complementos dietéticos a base de hierbas: «He perdido 30 kilos. ¡Pregúntame cómo!». -Al recordarlo estuve a punto de volver a reír-. Ese alegre emblema estaba justo en mi línea de visión y no pude evitarlo. Me hizo pensar en su hijo.

Genevieve permanecía muda.

– Un niño de seis años pesa eso, más o menos. ¡«He perdido 30 kilos»!

Genevieve meneó la cabeza. Había entendido.

– A veces eres realmente despiadada -me dijo-. Por todo lo que has visto podrías haber pensado que su hijo había sido secuestrado por un pedófilo y…

– ¡Y una mierda! Cuando fuimos al apartamento tú sabías tan bien como yo que el niño estaba sano y salvo. Llegué a pensar que el chaval estaba perdido entre aquella enorme cantidad de cajas que abarrotaban la casa.

– En el fondo -dijo Genevieve dirigiéndome una discreta sonrisa-› me tienes envidia porque no te ofreció a ti la licuadora.

– ¡Por la cuenta que le traía! ¿Sabes por qué? La gente no es tan tonta como para intentar joderme con esa historia. ¿Sabes lo que pasa con esos vendedores que esperan a la clientela en su casa?

– ¡Oh, dios mío! -exclamó Genevieve-. Ya empiezas a despotricar.

– Te lo diré. Hoy por hoy, la gente cree en los anuncios de «hazte rico trabajando desde tu casa.» Pero ¿sabes tú a quién logran venderle alguna cosa? Te lo diré: a la gente cercana, parientes, vecinos. Me pregunto si eso es realmente vender. ¿Qué pasa cuando ya no te quedan amigos?

– Eso a cada cual le lleva su tiempo -sentenció Genevieve.

Me costó un poco entender lo que quería decir. Cuando lo hice, me sentí malhumorada.

– Gen -le dije-, a veces eres tan desagradable conmigo, que te juro que hasta me gusta.

No me pidió disculpas.

– Sólo estoy diciendo que esa clase de empleo quizás permite que un padre solo, como Tom, pase más tiempo con su hijo -dijo Genevieve con aire tolerante-. Detrás está el sueño americano: cada cual quiere ser su propio jefe.

– No es mi caso -repuse-. Estoy feliz de lo que me ha tocado en suerte: trabajar para ti.

– ¡Oh, por favor! Sólo hago la parte dura de nuestra tarea, por ejemplo cubrirte cuando estás a punto de partirte de risa en medio de una indagación. -Y diciendo esto se giró y comenzó a teclear velozmente.

Pero yo aún no pensaba tirar la toalla.

– Oye, Genevieve.

– Qué quieres -dijo sin volverse. Un momento después lo hizo y me miró de frente-. ¿Qué pasa?

– He perdido 30 kilos.

Genevieve me dio la espalda una vez más, pero esta vez vi que sus hombros se sacudían. Estaba riendo. La había vencido.

Mucha gente anda por el mundo enfurruñada, pero el malhumor es bastante característico de los policías. No afecta a la manera en que haces tu trabajo, no disminuye tu mala leche por las cosas horribles.