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– Ya verás -dijo Genevieve, sonriendo pero apuntándome con el dedo de una manera didáctica-. Espera a tener un hijo. Entonces sabrás lo que es bueno. Entonces irás a Edina a pedirle perdón de rodillas a ese muchacho.

Estuvimos trabajando un rato en silencio. Cuando escuché el sonido de su cajón al abrirse, supe que la jornada había terminado. Cogió su cartera. Me preguntó si estaba lista. No solíamos salir juntas, pero ese día, por supuesto, la llevaría en mi coche hasta su casa.

– Sí, señora -dije moviéndome y estirándome en mi asiento.

Cerró el cajón con un golpe de muñeca.

– Ya que me acompañas a casa, ¿quieres quedarte a cenar? -me preguntó.

– Buena idea -le contesté mientras ella se ponía su bufanda de color rojo brillante, despejando los cabellos de la nuca para dejarlos por fuera-. Al final siempre acabo comiendo sola después del trabajo. Shiloh llega tarde del trabajo casi cada día -dije, poniéndome de pie.

– Eso no es bueno. Vincent hacía lo mismo cuando estaba estudiando derecho. Nunca nos veíamos. A veces me entraba miedo de que Kam no llamara «papi» a cualquier hombre negro que pasara por la calle -dijo Genevieve mientras se ponía la chaqueta sobre la bufanda-. De todos modos, vayamos a recoger a Shiloh.

– No querrá venir -le advertí cuando nos encaminábamos a los ascensores-. Trabaja en el caso de la Eliot.

– Tú déjalo en mis manos -dijo Genevieve.

– A ver si me asombras con tus habilidades para manipular a Shiloh -la cogí del brazo-. No, no vayamos a las oficinas.

Genevieve me miró de forma interrogativa.

– Te apuesto cinco pavos -continué- a que a estas horas está aún en la biblioteca de derecho.

En efecto, estaba, como yo había supuesto, sumergido en el trabajo.

– ¡Hola! -le dije extendiendo una mano sobre la mesa.

– Hola -me contestó. Tocó suavemente el dorso de mis dedos con los suyos, un gesto que nadie de la biblioteca podía haber notado-. Estaré en casa dentro de una hora y media -agregó con tranquilidad-. Y tú, Genevieve, ¿cómo te van las cosas?

– Estoy bien -dijo mi compañera-. Sarah y yo pensábamos llevarte a Saint Paul, a cenar a mi casa.

– No puedo -respondió Shiloh secamente y sin dudarlo.

– Ya he perdido cinco dólares con tu novia. Me apostó a que estarías aquí -dijo Genevieve, aunque mi comentario espontáneo no había sido ni mucho menos un desafío-. Al menos, me alegraría de no haber perdido el tiempo.

Shiloh le sonrió, luego cogió su cartera, extrajo de ella un billete de cinco dólares y lo puso sobre la mesa.

– Tu tiempo está compensado -le dijo, volviendo a su trabajo, en espera de que nos retiráramos.

– Kamareia tiene algo para vosotros, muchachos -insistió Genevieve.

– ¿De qué se trata? -preguntó Shiloh.

– Es una foto. Una foto de vosotros dos que sacó en la Navidad.

– Bueno, menos mal que no lo has traído al trabajo. Con lo que puede llegar a pesar una polaroid.

Genevieve se mantuvo en silencio.

– Esto es importante -continuó Shiloh- y sabes que no puedo dedicarle todo mi tiempo.

– Estás trabajando mucho -le dijo suavemente, pero mirándolo decididamente a los ojos-. Necesitas calmarte un poco, Shiloh.

Al ver que Shiloh no respondía, agregó:

– Te echamos de menos.

Shiloh se pasó la mano por los cabellos. Al final, se decidió a hablar.

– ¿Quién cocina? ¿Tú o Kamareia? -preguntó.

– Estás de suerte: Kamareia -contestó Genevieve. Sabía que se había salido con la suya.

Era alrededor de las seis y media cuando nos dirigimos a su casa. El interior estaba en penumbra, sólo lo aclaraba una pequeña bombilla eléctrica que iluminaba la escalera por la que se accedía al piso de arriba. Desde el primer piso se oía el sonido de una radio.

Genevieve accionó los interruptores y así se iluminó la cocina, vacía y pulcra. A Kamareia no se la veía por ninguna parte. Genevieve frunció el entrecejo.

– Esto es muy raro -aseguró-. Me dijo que comenzaría a preparar la cena a eso de las seis. -Miró la escalera, oyendo el sonido de la radio-. Seguramente está arriba.

Era normal que se extrañara. Kamareia era una chica responsable a la que le encantaba cocinar.

– No pasa nada -le dije a Gen-. Al fin y al cabo, no es que nos estemos muriendo de hambre. Sobreviviremos.

Genevieve seguía contemplando lo alto de la escalera.

– Un momento, iré a echar un vistazo -dijo.

Genevieve subió y yo esperé a que volviera junto a la barandilla. Oí que llamaba a la puerta de la habitación de su hija, y advertí que no la encontraba. La voz de Genevieve, a medida que recorría las habitaciones, reflejaba cada vez más la intriga, aunque no demasiada preocupación.

– Sarah -me dijo entonces Shiloh en voz baja. Me volví para mirarlo. Con un gesto de cabeza me señaló la parte trasera de la casa y la puerta corredera de cristal. Estaba cerrada, pero fuera se veían huellas de pisadas en la nieve recién caída.

La casa de Genevieve compartía una especie de patio descubierto con sus vecinos inmediatos, los Myers. No había cerca, de modo que se veía sin ninguna dificultad la parte trasera de la otra casa. Los setos que rodeaban los muros eran también visibles y estaban adornados con lucecitas rojas intermitentes.

«Kamareia», pensé, y en ese momento fui consciente de que algo andaba terriblemente mal. Ni siquiera se me ocurrió que algo podía haberle sucedido a alguno de los Myers y que Kamareia había ido a auxiliarlos y llamar al servicio de urgencias.

Los Myers no estaban en su casa. Al igual que en la de Genevieve, la planta baja estaba a oscuras, y todo el rumor y la luz provenían de la planta superior. Subí los escalones de dos en dos.

En el rellano tropecé con un trozo de tubería de unos 60 centímetros de longitud, manchada de sangre. En el suelo, rastros de sangre y huellas ensangrentadas.

A diferencia del resto de la casa, desde el dormitorio llegaba luz. Iluminaba a dos miembros del personal de urgencias; el teléfono había caído al suelo, y Kamareia, desnuda de cintura para abajo, tenía las piernas embadurnadas de color rojo. A su lado había gran cantidad de sangre. Demasiada. Recordé el trozo de tubería que acababa de ver y comprendí que Kamareia había sido golpeada con él.

Me volví tan deprisa que estuve a punto de resbalar en el parqué, hasta que di alcance a la puerta de entrada a la casa. Genevieve estaba ya a punto de entrar y Shiloh no se apartaba de su lado. Lo miré fijamente y sacudí la cabeza; era un «no» enfático. Enseguida comprendió lo que quería decirle y sujetó a Genevieve desde atrás para que no siguiera avanzando.

Volví al dormitorio y me arrodillé cerca de donde yacía Kamareia. Cuando soporté mirarla a la cara, observé que tenía los ojos abiertos, pero no supe si en realidad podía verme.

– Apártese, por favor. -La voz de la trabajadora sanitaria resultaba tan tajante como le permitía su acento sureño.

– Soy una amiga de la familia. Su madre está allí afuera -le dije-. Por favor, permítanos estar junto a ella.

Desde fuera me llegaban los gritos de Genevieve, exigiendo que Shiloh la soltara. Había visto el tubo y las manchas de sangre.

– Quizá debería ocuparse de la madre -sugirió el otro sanitario, un chico joven.

No cabía duda de que Shiloh estaba librando una dura batalla.

– Kamareia está herida. No sé qué alcance tienen las lesiones -dije con claridad desde lo alto de la escalera-. Está consciente. Si queréis ayudarla es mejor que permanezcáis tranquilos y no os mováis.

Gen intentaba ver más allá de mí, a través del umbral, pero había dejado de gritar a Shiloh. Se agarraba a sus hombros.

– Tranquila -le aconsejé-. Compórtate como si se tratara de un episodio de nuestro trabajo.

– ¿Qué le ha pasado? -se dirigió a mí en un grito.

Entonces salieron con Kamareia. La habían cubierto con una manta, pero su rostro lo decía todo. Bajo la máscara de oxígeno, la nariz y la boca eran un delta de sangre; no cabía duda de que la habían golpeado repetidamente en el rostro. La sangre también manchaba las ropas del personal de urgencias y sus guantes de látex.