Genevieve logró zafarse de Shiloh y llegó a tocar la cara de su hija, después se llevó la mano a la boca, a punto de desmayarse. Shiloh la apartó y la hizo descansar en el suelo.
– ¿Puedes quedarte y ocuparte de ella? -le pedí.
Shiloh tenía un poco más de experiencia médica que yo de sus días en Montana, donde los policías de pueblo se enfrentaban a todo tipo de emergencias. Asintió sin mirarme. Sus ojos estaban fijos en Kamareia, a quien en esos momentos subían a la ambulancia.
Corrí hacia el personal sanitario y les dije abruptamente que iría con ellos. El más joven ya se había sentado al lado de Kamareia, mientras que el otro, una mujer, estaba a punto de cerrar las puertas.
Me dirigió una mirada severa. Bajo sus revueltos cabellos de un rubio ceniciento y sus cejas depiladas tenía la mirada mesurada e implacable de los médicos. Estaba realizando su trabajo y no quería que nadie le diese órdenes.
– Quiero decir que me gustaría acompañaros, por favor -añadí-. La madre no está en condiciones de hacerlo, pero Kam necesita a alguien a su lado. -Me acerqué un poco más-. Y si no habéis llamado por radio a una unidad para que se presenten en la escena del crimen, deberíais hacerlo en el trayecto. Aquí serán necesarios.
– Vamos, suba -dijo, comprendiendo que yo era policía.
Los Evans, los vecinos que tenían las llaves de casa de Genevieve, eran trabajadores. Sin embargo, tuve suerte: tenían en su casa una hija en edad escolar y estaba allí cuando llegué al barrio de Genevieve, en una pacífica calle de casas altas y estrechas.
– Estaré diez o quince minutos -le dije a la niña.
Pensé que tal vez tendría que explorar el interior de la casa si no encontraba la caja de zapatos donde Genevieve me había indicado, o si las fotos no se encontraban allí.
Me detuve un momento en el porche, pensando en el mes de febrero, después deslicé la llave en la cerradura y abrí el cerrojo.
El interior de la vivienda respiraba la limpieza y el orden que uno desea hallar cuando vuelve después de una larga ausencia. Era evidente que Genevieve había limpiado a fondo antes de trasladarse a casa de su hermana. Había huellas de neumáticos en la alfombra e incluso algunas pisadas. Supuse que eran de la hija de los Evans. Había plantas en los alféizares de las ventanas y en las estanterías, verdes y frondosas, algunas húmedas todavía por el riego.
La habitación me pareció más vacía y grande de lo que la recordaba. La última oportunidad en que yo había pasado un buen rato allí, había un grueso árbol de Navidad, adornado con bombillas de colores y un pequeño grupo de policías e investigadores ligeramente bebidos a los que Kamareia había estado sacando fotos.
En el piso de arriba encendí los interruptores de la habitación que había sido de Kamareia. Aunque nunca había llegado a verla antes, resultaba evidente que se mantenía igual que cuando ella vivía.
Toda la habitación estaba decorada en tonos suaves: un edredón de color melocotón en la cama individual, un escritorio de madera clara. Se trataba de la habitación típica de una colegiala de Dayton-Hudson, excepto por el fluorescente Tupac Shakur fijado en la pared.
Kamareia había amado la poesía y, de modo similar a Shiloh, había organizado su estantería en orden cronológico, desde los Cuentos de Canterbury hasta una selección de poemas de Rita Dove. Un volumen, perteneciente a la colección de Maya Angelou, me resultó vagamente conocido. El diseño de cubierta estaba realizado en colores brillantes; tuve de inmediato el recuerdo, vivido y aislado, de haberlo visto alguna vez en las manos de Shiloh.
Me agaché y lo extraje del estante más bajo. En la portadilla vi las letras mayúsculas de Shiloh: «Para Kamareia, forjadora de poesía». Ésa era la sencilla frase que allí había.
Su mochila escolar se hallaba en el suelo, cerca del escritorio, como dispuesta a ser cogida sin dificultad y llevada una vez más al colegio. No era ése mi cometido, pero volví a agacharme para mirar en su interior: una libreta de espiral, un texto de matemáticas, las Conversaciones con Amiri Baraka.
Es probable que fueran las cosas que había llevado consigo su último día de escuela. El contenido de la mochila era una prueba de la presteza con que Genevieve había cerrado la puerta de la habitación.
Genevieve conocía muy bien a su hija. La caja de zapatos estaba en el estante más alto. En su interior hallé varios sobres de la casa de revelado. Cada uno llevaba una fecha. Encontré uno señalado con los números 12/27.
En el interior había una serie de cándidas fotografías, algunas de colegas o amigos míos, otras de desconocidos. Descubrí una en la que aparecíamos yo y Shiloh, que me pasaba un brazo por encima de los hombros mientras lucía su característica expresión un poco extraviada.
La cogí e hice lo mismo con una en la que él aparecía de pie junto a Genevieve al lado del rechoncho y alegre árbol de Navidad. Era una buena fotografía, bien iluminada. La cara de Shiloh se distinguía con claridad y daba una buena idea de su altura.
Volví a guardar el resto de las fotos en la caja y la dejé en el estante de donde la había cogido.
«¡Mierda!», pensé.
Bajé los escalones de dos en dos. Ya no había nada que hacer allí.
Darryl Hawkins, su mujer Virginia y su hija de once años, Tamara, eran las más recientes aportaciones a nuestro vecindario. Darryl, un transportista de treinta y muchos años pero que parecía bastante más joven, había cruzado la calle, apenas nos conocimos, sólo para admirar el Nova. Él conducía un Mercury Cougar de segunda mano. Estuvimos hablando de coches alrededor de veinte minutos.
Shiloh había notado algo más acerca de nuestros nuevos vecinos: su perro. Tenía el aspecto de una mezcla de labrador y rottweiler y vivía sujeto a una cadena.
El portón lateral de los Hawkins estaba construido con valla reforzada. A través de ella se veía el patio trasero y, sin importar la hora del día, el perro siempre estaba atado a su cadena de tres metros y medio. Nunca le faltaba agua ni comida, y los días de mal tiempo le permitían entrar en casa. Sin embargo, nunca lo había visto paseando, jugueteando o haciendo adiestramiento.
El hecho me preocupaba, pero más aún a Shiloh.
– Bueno, por lo menos no le pega al dichoso perro -puntualicé en una ocasión-. Ni tampoco le pega a su mujer, como hacía el anterior vecino.
– Ese animal no puede vivir así -dijo Shiloh.
– A veces no puedes corregir lo que los demás hacen.
Shiloh dejó de hablar del tema durante un tiempo. Una tarde lo vi sentado en el antepecho de la ventana, terminando de comer una manzana y observando a alguien que estaba al otro lado de la calle. Seguí su mirada y descubrí a Darryl Hawkins que lustraba su Mercury Cougar de color azul oscuro.
– Estás pensando otra vez en el perro, ¿no? -le dije.
– Llega el fin de semana y se pasa horas cuidando su jodido coche. Un coche no es un ser vivo.
– Déjalo estar -le aconsejé.
Sin embargo, Shiloh arrojó el corazón de la manzana entre los matorrales, deslizó sus piernas fuera del alféizar y saltó a nuestro patio delantero.
Permaneció al otro lado de la calle durante unos quince minutos. Ni él ni el vecino alzaron la voz, lo hubiera oído desde donde estaba. No obstante, la postura de Darryl Hawkins se volvió rígida desde el principio y llegó a ponerse demasiado cerca de Shiloh, quien, a su vez, pisó su terreno. Cuando volvió, Shiloh tenía la mirada ensombrecida.
No le pregunté qué se habían dicho, pero aquello fue el fin de las relaciones entre las dos familias. Virginia Hawkins me evitaba, avergonzada, si nos encontrábamos en el mercado.