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Cuando volví de Saint Paul, el Cougar azul estaba aparcado en el camino de entrada.

Darryl atendió la puerta. Aún vestía su uniforme de mensajero.

– ¿Cómo está usted? -pregunté.

– Muy bien -respondió sin un atisbo de sonrisa.

– Quisiera hablar un momento con usted.

No me invitó a pasar. Sin embargo, abrió la puerta de rejilla metálica, de modo que pudiésemos vernos las caras.

– ¿Conoce a mi marido, Shiloh?

– Ajá -respondió Darryl, siempre sin reír, aunque parecía de buen humor.

– ¿Lo ha visto en los últimos días?

– ¿Verlo? ¿Qué quiere decir?

– Es que estoy buscándolo. No lo he visto ni he recibido noticias suyas desde hace cuatro días.

– ¿Se ha marchado? -dijo frunciendo el entrecejo-. Pues sí que es raro. Si hubiera sido usted quien se hubiera ido lo entendería perfectamente.

– No he venido aquí para divertirme a expensas de Shiloh -le contesté, imperturbable-. Por otra parte, no me ha dejado, ha desaparecido. Estoy tratando de averiguar cuándo fue la última vez que lo vio y si advirtió algo extraño en casa o en el barrio.

– No he visto nada en el vecindario, sólo lo de siempre -dijo Darryl apoyándose en la jamba de la puerta-. A su marido lo veo correr a menudo. Como no tengo motivo para fijarme, no recuerdo cuándo fue la última vez. -Se encogió de hombros-. Pero ya que lo pregunta, recuerdo haberlo visto correr hace una semana.

– De acuerdo -asentí-. Por favor, dígales a su mujer y a Tamara que si saben algo al respecto, me lo comuniquen.

– Muy bien, entendido -dijo mientras cerraba a medias la puerta metálica-. No sabía que estaban casados.

– Desde hace dos meses.

– Ya. Bueno, si sé algo se lo comunicaré. Puede confiar en mí.

– Le estaré muy agradecida.

Mis entrevistas con el resto del vecindario fueron igualmente decepcionantes. Nadie recordaba nada concreto, excepto que lo habían visto correr alguna vez y que ello no había pasado durante los últimos días.

Por todas partes enseñé su fotografía: a los vecinos, en las tiendas del barrio, a los niños en bicicleta, a los adultos que se dirigían al trabajo. Algunos, al mirar la imagen, decían: «Me resulta conocido», pero nadie recordaba haber visto nada especial el sábado o el domingo.

Ibrahim me saludó alzando una mano cuando traspasé la puerta oscilante. Antes de hablarle esperé a que acabara con un cliente.

– Mike estuvo aquí pocos días atrás -comenzó Ibrahim entrecerrando los ojos-. Quizás algo más que unos pocos. -El inglés de Ibrahim era perfecto. Sólo su acento recordaba el lugar de su infancia, Alejandría.

– ¿Y el sábado por la noche?

Se rascó la calva con ademán reflexivo.

– Trata de recordar algo que sucediera ese mismo día y así podrás relacionarlo mejor -le sugerí.

– Era sábado -exclamó con un brillo en los ojos-. Lo sé porque el reparto de fuel se retrasó.

– Estuvo aquí antes o después del reparto.

– Antes. A eso de mediodía o la una. Ahora lo recuerdo. Compró dos bocadillos, una manzana y un botellín de agua.

– ¿Comentó algo especial?

– No -respondió meneando la cabeza-, me preguntó cómo estaba y yo se lo pregunté a él. Nada más.

– ¿Qué te dijo cuando le preguntaste cómo estaba?

Ibrahim frunció el ceño.

– Lo siento. No lo recuerdo.

– Eso significa que respondió que estaba bien -dije con acritud.

– Es usted una mujer muy lista, Sarah -observó Ibrahim sonriendo.

– Últimamente no demasiado -le contesté.

Una vez en casa, advertí la luz intermitente del contestador. Tenía un mensaje.

«Sarah, Ainsley Cárter quiere que la llames en cuanto puedas -era la voz.de Vang-. Me dio un número de otro estado, me parece que ha vuelto a Bemidji…»

Cogí un bolígrafo y escribí rápidamente el número que vino a continuación.

Ainsley contestó al primer tono.

– ¡Oh, hola detective Pribeck, gracias por llamar! -exclamó.

– ¿Cómo está Ellie? -le pregunté.

– Mucho mejor, me parece -dijo, y a juzgar por el tono de su voz no me pareció que disimulase. Parecía genuinamente aliviada. -El doctor de urgencias le dio el alta ayer. Joe y yo la hemos traído a casa y la evaluación psiquiátrica sugiere que Ellie estará bien bajo la supervisión familiar. Además, hemos encontrado un psicoterapeuta aquí mismo, en el pueblo.

– Estupendo -dije-. ¿Necesita algo de mí?

– No, nada -respondió sin dudarlo-. Sólo quería darle las gracias. Lo que hizo usted el otro día… Entonces estaba demasiado trastornada como para darme cuenta, pero lo que hizo fue extraordinario.

Mi salto desde el puente, la poca relevancia que le dieron en el Departamento, mi consternación… todo eso me parecía algo del pasado.

– Me alegro de que Ellie esté mejor -dije.

– Está recuperándose. Lo creo realmente… ¿Hola, detective Pribeck?

– Sí, le oigo.

– Cuando intenté llamarla a su trabajo, su compañero me contó que tenía una excedencia, pero no me quiso explicar el motivo.

– Pues eso, estoy con una excedencia.

– ¿No será por culpa de Ellie?

– Por supuesto que no -dije-. ¿Cómo podría?…

– Bueno, su conducta fue tan radical que pensé que a lo mejor había transgredido las reglas del procedimiento y que eso la había metido en algún lío administrativo. -La oí reír-. Al menos eso es lo que temí.

– No, no, nada de eso. Es un problema personal, no administrativo.

– ¡Oh, vaya! Bueno, me alegra haber hablado con usted. Me pareció que debía decirle cómo se encuentra Ellie, después de que hizo tanto por ella. Ya sabe, quería comunicarle que todo ha concluido.

– Gracias -dije. Era verdad: en mi trabajo trataba con cantidad de personas que no eran delincuentes, sólo gente con problemas, bajo presiones que no podían controlar. Pasaba un montón de casos a los equipos de observación, denunciaba malos tratos domésticos a los teléfonos de asistencia, o remitía los casos de agresión sexual a los servicios de asesoramiento y consejo… Luego, desaparecían para siempre. Le dije a Ainsley que en la mayoría de los casos no llegaba a saber que el asunto estaba cerrado.

Tras colgar, intenté que las buenas noticias acerca de Ellie me levantaran el ánimo. No sentí nada en especial. Me dirigí al televisor con intención de ver las noticias de la tarde, y cuando encendí el aparato estaban contando una historia que, según me pareció recordar, había oído por la radio esa mañana.

El sábado a primera hora, la patrulla de autopistas fue llamada para investigar una furgoneta Ford que se había estrellado contra un árbol cerca de Blue Earth; era el aparente resultado de un choque sin testigos de un solo vehículo. El propietario, un hombre de setenta y pocos años, no pudo ser encontrado en ninguna parte. Se sospechaba que había logrado salir del vehículo y que, desconcertado, se había perdido en el campo. La verdad es que la noticia no merecía el tiempo que la cadena KTSP le consagraba, sobre todo porque el hecho había sucedido muy lejos de las Ciudades Gemelas. No obstante, las imágenes eran buenas: un helicóptero oficial de la policía sobrevolando los desnudos árboles del otoño, la furgoneta mientras era remolcada, que permitía apreciar el morro completamente desecho, mientras que las otras partes resultaban sólidas y potentes, con su color negro brillante sin un arañazo a causa de la colisión.

Cuando acabaron las noticias de la cadena KTSP, sonó el teléfono.

– ¿Sarah Shiloh? -preguntó una voz masculina que no reconocí y tratándome con un nombre que apenas recordaba yo que era el mío.

– Sí, diga.

– Soy Frank Rossella, del servicio médico forense. Lamento haberla de llamar fuera del horario de trabajo.

– ¿Qué sucede? -dije.

– Quisiéramos que examinase un cuerpo no identificado que tenemos aquí.