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Corrí hacia el coche. En mi mente comenzaron a sonar las palabras de Ainsley Cárter: «Quería comunicarte que todo ha concluido».

La voz no cesó durante todo el trayecto hasta el depósito de cadáveres. Me decía: «Ésta es la conclusión que buscabas, Sarah, es la conclusión, la conclusión».

Las palabras se confundían con el ronroneo del motor del Nova.

Capítulo 9

Aun cuando no hayan sido destinados específicamente a la sección de Homicidios, muchos policías tienen muchas más posibilidades de personarse en el depósito de cadáveres de las que desearían. Algunas veces yo había acudido allí sólo con una fotografía. Otras, para acompañar a familiares de desaparecidos y realizar el procedimiento de identificación del cadáver.

Pero nunca había permanecido demasiado tiempo y jamás me había topado con el asistente forense Frank Rossella, nuevo en el cargo. Su acento me sugirió que podía provenir de Boston o Nueva York.

Medía alrededor de uno ochenta y cinco y tendría entre treinta y cuarenta años. Se recogía el cabello oscuro en una especie de moño sobre la nuca. Tuve que apretar el paso mientras lo seguía por el corredor bordeado de estantes metálicos, morada provisoria de los muertos.

Me detuve en el umbral de la sala de autopsias. Las mesas estaban vacías, pero al lado de una de ellas había una camilla sobre la que descansaba un cuerpo.

Estaba expuesto desde los pies hasta la barbilla y tenía la cara cubierta. Era el procedimiento opuesto al que solía usarse en la identificación de cadáveres, en el que el cuerpo se presentaba cubierto hasta la barbilla y dejaba al descubierto sólo la cara a fin de que los familiares lo reconocieran de inmediato.

– Este hombre ha recibido un disparo en la cara -dijoRossella, viendo que yo miraba hacia ella-. No hay forma de trabajar con ella. Podría haber obtenido una polaroid del rostro. Usted ya sabe que lo hacemos cuando no queda otro procedimiento. Pero en este caso no hubiera servido de nada, y ni siquiera contamos con el perfil dental.

– ¿Huellas dactilares? -pregunté. Sentía una especial dificultad en emitir las palabras.

– No son buenas. Lo encontramos en la maleza, cerca del río, bastante lejos de la ciudad. Estuvo allí un buen tiempo, no sabría decirle cuánto. Murió hace un par de días, eso es lo más seguro que puedo decirle.

Rossella me miró, a la espera. Me acerqué a la camilla. El cuerpo despedía un olor familiar que me recordó el del Mississippi.

«Tus cabellos huelen como el río», me pareció sentir la voz de Shiloh.

Al parecer, cerré los ojos, pues los abrí abruptamente al oír de nuevo la voz de Rossella.

– Señora Shiloh…

«Estás trabajando.» Esta vez era mi propia voz la que resonaba en mi interior. «Haz tu trabajo. Míralo.»

A pesar de haber acompañado a tantos familiares de víctimas de asesinato hasta aquel lugar, no sabía qué hacer. Era como si me hubiera presentado a un examen crucial y no hubiera estudiado nada.

– Lo siento -dije a media voz-. Sin los rasgos faciales no sé a quién estoy mirando. No puedo emitir ningún juicio sin riesgo de equivocarme.

El cuerpo tenía más o menos la estatura de Shiloh. En materia de peso, las cosas no eran tan fáciles de dilucidar. Se trataba de un hombre de raza blanca y no parecía haber tenido una vida dura.

– ¿Cuánto mide? -pregunté.

– Un metro ochenta y dos.

– Shiloh medía un metro ochenta y ocho-Algunas medidas tomadas después de la muerte resultan imprecisas -señaló-. Las extremidades suelen acortarse debido al rigor mortis. Eso produce medidas no siempre exactas. De hecho, tuve que descoyuntar algunos dedos para obtener las huellas.

– ¿Cómo? -exclamé. Sin querer, mi mirada se dirigió automáticamente hacia las manos, cayendo de lleno en los dedos retorcidos. Ya tenía yo bastante con oír cómo ciertas personas hacen crujir los nudillos. Me pregunté cuánto más duro de soportar debía de ser el ruido de un hueso al romperse.

Levanté la mirada. Rossella tenía la suya clavada en mí.

– A veces sucede -dijo sin perder la calma y mirándome siempre a los ojos-. Supongo que ya había oído hablar de ello.

– No -respondí, intentando componer mi estado mental. Volví a mirar aquellas manos sin anillos.

– No tiene alianza -observé.

– Puede que se la hayan quitado; posiblemente fue parte del robo -sugirió Rossella. Me acerqué a la mano derecha y la cogí.

– ¿Ha descubierto usted algo? -inquirió el asistente forense.

Estaba rígida y resistió a mis intentos de girarla. Me agaché un poco y alcé el antebrazo para examinarla con mayor detalle. Cuando vi la palma respiré hondo, tranquilizada.

– No es él.

– ¿Ha visto algo especial?

– Shiloh tenía una cicatriz en la palma derecha. Él no la tiene.

– En efecto-asintió Rossella.

Cubrió el cuerpo con la sábana y sonrió.

– Gracias, señora Shiloh. No puede imaginarse cuánto siento haberla hecho venir hasta aquí.

De camino hacia el ascensor, las piernas me temblaban.

Cuando llegué a casa, vi un coche desconocido aparcado ante ella. Era un utilitario nuevo y oscuro cuya marca desconocía. Un hombre se hallaba de pie recostado en la puerta; a medida que mis faros se acercaron, perfilaron su silueta. Aparqué el coche en la calzada y salí de él.

El hombre se volvió y comenzó a bajar hacia la calzada. Entonces reconocí sus facciones. Era el teniente Radich, detective supervisor de la interagencia de Narcóticos.

– ¡Teniente Radich! ¿Qué lo trae por aquí? -pregunté mientras cerraba el coche de un portazo y cruzaba el césped, no tomando mi camino habitual por el camino de acceso.

Debía de haber hablado en voz más alta de lo que yo creía, pues sacudió la cabeza y alzó un brazo del que pendía una bolsa blanca, como un hombre que se rinde.

– Sólo he venido a hacerle una visita -dijo-. He comprado algo de comida al salir tarde del trabajo y he pensado que tal vez tendrá usted hambre.

¿Qué había comido? Había tomado un café por la mañana al levantarme. En el trabajo, más café. No recordaba haber comido nada.

Yo había conocido a Shiloh en sus días en Narcóticos, cuando él estaba a las órdenes del teniente Radich. Pero a éste lo conocía mejor de los partidos de baloncesto. Jugaba con menos frecuencia que nosotros, pero resultaba más competitivo. Con cincuenta años, siempre llevaba cara de cansado, con su tez mediterránea y los cabellos negros surcados por una franja gris.

– Recibí su mensaje -dijo apenas encendí las luces de la sala y de la cocina-. Le dejé algunas palabras en el contestador de su oficina, pero creo que no elegí un buen día para que las oyera. No he visto a Mike. No hablo con él desde hace unas tres semanas.

– Eso es lo que yo había calculado.

– Lo siento.

– ¿Le apetece una cerveza?

– Sí, gracias.

Cogí una de las dos Heineken que reservábamos en la nevera y la abrí. Me dirigí al armario a buscar un vaso.

– No es necesario -dijo. Tomó la fría botella de mi mano, se la llevó a la boca y bebió un par de tragos. Su rostro se reanimó, al parecer se sintió súbitamente feliz bebiendo cerveza en la cocina de una gente que hacía mucho tiempo que no probaba el alcohol. Le pregunté si había tenido un día duro.

– No como el suyo, me imagino -respondió, dejando la botella sobre la mesa. Empezó a desempaquetar la comida.

– Siéntese y coma -me ordenó.

Había un par de bocadillos y un recipiente con ensalada de patatas. Puse platos y cubiertos y me serví un vaso de leche. Prefería no beber cocacola a esas horas, por más cansada que estuviese. Mis manos se pondrían a temblar.

Comimos en silencio. El bocadillo que había comprado para mí estaba aún caliente y desbordaba de queso fundido. Radich me había comprado comida caliente. Mis manos comenzaron a temblar y, por primera vez, comprendí por qué los creyentes dan gracias por el alimento.