Probablemente, Radich no tenía tanta hambre como yo, pero se dedicaba a la tarea con igual empeño. Cuando comenzó a hablar, de hecho, yo casi había terminado mi bocadillo.
– ¿Qué ha averiguado hasta ahora? -fue su primera pregunta.
– Prácticamente nada -contesté-. No sé dónde está, ni por qué está allí. No conocía a ninguna persona que supiera algo de él. Si no se tratase de mi marido y el caso estuviera a mi cargo, hubiera machacado a la gente con entrevistas e interrogatorios. Como soy la única que vivía con él, soy quien lo conoce mejor y… y…
Me sucedió entonces algo extraño. Me oí a mí misma decir «lo conozco mejor» y, de repente, se me olvidó cómo iba a seguir la frase. No tenía la menor idea de ello.
Radich colocó una mano sobre mi hombro.
– Estoy bien -dije, y acto seguido bebí un sorbo de leche-. Y nadie parece saber nada.
Me alegré de recordar la continuación de la frase.
– ¿Tenía enemigos? -preguntó Radich.
Me encogí de hombros.
– Bueno, todos los policías esperamos alguna «retribución». Sin embargo, nosotros somos cuidadosos. No figuramos en listas ni publicaciones. Los informantes sólo tienen el número de nuestro móvil.
– ¿Qué ha hecho hasta ahora? -preguntó Radich al tiempo que movía la cabeza, pensativo.
– Mucho más de lo que hubiera imaginado que se pudiera hacer -respondí-. He estado confeccionando una lista de las pistas. Interrogué a los vecinos. Incluso he estado en el depósito -acabé, aunque me costó decirlo.
De detrás de la pared de la cocina un ruido como de temblor de tierra atronó el aire, una repetida reverberación.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Radich.
– Un tren. Están colocando los vagones de un tren de mercancías. Cada vagón que agregan produce un impacto que hace reverberar toda la cadena. Como si fueran vértebras.
– ¿Se ha acostumbrado a esto?
– Bueno, no pasa a todas horas. Sin embargo, los trenes lo hacen algunas veces al día. Varias, diría. Estoy acostumbrada, y a Shiloh incluso le gusta, según dice.
– ¿Fue usted al depósito de cadáveres para una identificación? -Radich volvió al hilo de la conversación que llevábamos.
– En efecto. No era él.
– ¿Por qué la llamaron? ¿No disponían de huellas dactilares? -preguntó Radich tras acabar su Heineken.
– Creo que no. El asistente forense me dijo que las huellas eran… -me interrumpí, intentando encontrar la palabra exacta-. Al parecer, no servían.
– ¿Por qué no?
– No… no lo sé -La pregunta de Radich era coherente. Yo no se lo había preguntado a Rossella, supongo, sólo por el miedo de descubrir que se trataba de él. Shiloh; pensé de manera lógica-. Dijo algo acerca de la exposición del cuerpo al aire libre.
– Sé que la medicina forense no es su fuerte, ni tampoco el mío -dijo Radich-, pero tengo entendido que siempre hay huellas. Sólo desaparecen en caso de calor extremo o desecación, porque la piel se vuelve lisa. He oído hablar de ello.
– Pero ése no era el caso -dije despaciosamente, viendo en mi interior aquella mano derecha en busca de la herida que le había inferido Annelise Eliot.
– Habrá sido un mal trago, ir hasta allí para nada -dijo, dando aparentemente por acabada la conversación. Comenzó a introducir los restos de la comida en la bolsa blanca.
– Yo lavaré -dije, apartándolo con un gesto de las manos-. Estaba todo muy bueno, de verdad.
– Usted tiene mi teléfono del trabajo -dijo tras ponerse de pie y sacar una pluma de su chaqueta-, pero creo que no tiene el de mi casa.
Echó una ojeada a la mesa, vio el menú de color melocotón y escribió dos números en él.
– El de mi casa y el móvil -dijo tendiéndomelo-. Si necesita alguna clase de ayuda… o más comida. -Su boca se torció ligeramente, sin llegar a sonreír, como si las circunstancias no se lo permitieran-. Llámeme.
– Gracias, de verdad -fue lo único que atiné a decir.
– Valor, muchacha.
– Eso intento.
– Todos lo sentimos mucho.
Sus cálidos ojos negros destilaban compasión. Radich llevaba demasiado tiempo en el cuerpo como para decirme que todo se arreglaría.
Capítulo 10
A la mañana siguiente me dirigí al trabajo. Cuando llegué, Vang ya estaba allí.
– ¿Alguna novedad, Pribeck?
– Nada -dije meneando la cabeza-. El asunto me está volviendo loca. Nadie sabe nada. Nadie lo ha visto.
Era la verdad. Había recogido los faxes de hospitales y bancos a lo que había requerido. Había telefoneado al único número de nuestra agenda telefónica que aún no había identificado y resultó corresponder a la oficina del fiscal de San Diego. Coverdell, que trabajaba en el caso Eliot, había explicado que Shiloh había hecho algunas preguntas acerca de la investigación.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con usted? -pregunté a Coverdell-Hace cosa de una semana. No recuerdo qué día -había dicho.
Vang cogió su teléfono, marcó un número y escuchó sujetando el auricular entre el hombro y la mandíbula. No pronunció ni una palabra, se limitaba a tomar nota de sus mensajes en una libreta.
– Prewitt quiere verte -me dijo, apenas hubo colgado.
– ¿De verdad? -levanté la mirada en busca de la expresión de Vang. Prewitt era nuestro teniente-. ¿Ha dicho para qué?
– Me figuro qué se trata de tu marido. Sólo me dijo: «Cuando la vea, dígale que venga a verme». Parecía urgente. Si estuviese en tu lugar, iría a verlo ahora mismo. Está en las oficinas. -Hizo una pausa-. Bonney ha reaparecido, por cierto.
Debí de parecer muy desorientada, ya que Vang se vio obligado a precisar.
– ¿No recuerdas? Sí, el agresor sexual de Wayzata. Al parecer no aparecía porque había intercambiado turnos con un compañero de trabajo que necesitaba algunos días; o sea, que su ausencia fue del todo inocente.
– ¿Ah, sí? -dije sin ninguna clase de interés.
– Admitió haber atropellado y enterrado al perro. Lloraba mientras lo confesaba. Bueno… ya veo que prefieres estar sola, ¿no es así?
– Disculpa -le contesté mientras, tras mirarlo, toda mi atención se concentraba en los faxes-. Estoy un poco en las nubes.
– Bien -dijo, afirmando con la cabeza-. Debería irme. Me espera la brigada de niños desaparecidos.
– Ah, claro -dije. Cuando no estaba de permiso, yo también iría, igual que Genevieve.
Algo en la voz de Vang, sin embargo, me hizo sentir que no había terminado. Lo volví a mirar por encima de mi bandeja de fax y le pregunté qué pasaba.
– Mira -dijo-, Prewitt se puso en contacto con el médico. Le habló de tu situación. Deberías hablar con él sobre un cadáver no identificado, en la morgue.
– Ya lo he hecho.
– ¡No me digas! Pues sí que has ido rápido. Te llamé ayer por la noche para avisarte.
– No te preocupes por eso -le dije.
Pero ya era demasiado tarde. Intenté despejar de mi cabeza la figura de Rossella, pero volvía por su cuenta a mi paisaje mental. Pensaba en el modo en que me había llamado «Señora Shiloh» cuando estábamos en el depósito, y no «Detective Pribeck», así como en su sonrisa privada al darme las gracias cuando me fui de la morgue.
Los sargentos a los que alguna vez había tenido que consultar, se veían obligados a quitar un montón de papeles de la silla del visitante, antes de que éste pudiera sentarse: sobres marrones, documentos de toda clase.
El teniente Prewitt, en cambio, tenía una oficina de verdad, aunque pequeña. La silla de visitas estaba dispuesta a recibirme. Genevieve tuvo que presentarle informes varias veces; ahora, ya que ella no estaba, me tocaba a mí. De no ser por esta circunstancia, nunca habría tenido la oportunidad, o la necesidad, de hablar con Prewitt.