– No quiero volver allí -dijo sin alterarse-. Hablan de mí y de Justin Teague. Ese gilipollas lo ha contado todo.
No sé por qué, pero Ellie me cayó más simpática por el hecho de haber utilizado esa palabra. Era como si el taco justificara su decisión airada.
– ¿Ha estado contando mentiras de ti? -pregunté.
– No -respondió negando con la cabeza-, contó toda la verdad. Incluso que nos acostamos juntos. Lo dijo todo.
– Entonces lo has hecho porque te gusta y tienes miedo de perderlo.
– No -dijo en tono inexpresivo.
Yo había supuesto que eso era lo que había que hacer con los que pretendían saltar desde un puente: hablar con ellos hasta que se sintieran mejor y accedieran a bajar. Pero éste no parecía ser el caso. Ellie Bernhardt no parecía sentirse mejor.
Cuando yo tenía su edad aún vivía en Minnesota, separada de lo que quedaba de mi familia y sintiendo que nunca más pertenecería a ninguna otra. Pero contar todo eso no ayudaría a Ellie. Esos cuentos de «cuando yo tenía tu edad» no consiguen derribar los sistemas de defensa de los adolescentes en apuros, quienes suelen pensar que los adultos son, si no sus enemigos, por lo menos unos perfectos inútiles.
– Mira -le dije-, me parece que hay cosas en tu vida sobre las cuales tendrás que reflexionar largamente, pero no creo que un puente sea un lugar apropiado para hacerlo. De modo que lo mejor será que me acompañes, ¿de acuerdo?
– Me acosté con él -dijo ahogando un sollozo-, porque no me gustaba. Quería cambiar las cosas.
– No te entiendo.
– Ya, Ainsley tampoco me entiende -dijo con calma-. A mí… a mí me gustan las mujeres.
– ¡Ah! -exclamé. Eso sí que no me lo esperaba-. Me parece muy bien.
– ¿Muy bien para quién? -me preguntó mientras me miraba con los ojos llenos de lágrimas de rabia- ¿Para usted, una poli de Minneapolis?
Como si la ira la hubiera liberado, Ellie se lanzó entonces al vacío.
Y yo también.
Si hubiera sido el mes de enero, con el agua bastante más fría, puede que mi decisión hubiera sido otra. O también es posible que me hubiera quedado donde estaba si no me hubiese empeñado en hablar con Ellie de sus problemas hasta enfurecerla.
O quizá me mentía a mí misma al describirlo como una decisión. No recuerdo haber pensado nada en particular. Cuando quise enterarme, ya había dado el salto. Es cierto que en el intervalo desde que me solté del puente hasta que choqué con el agua pensé en varias cosas en rápida sucesión. Por ejemplo, en aquel chico de la orilla, que intentaba pescar con un palo ridículo, o en mi hermano, sujetándome la cabeza debajo del agua en una piscina cuando yo tenía cinco años.
En lo último que pensé fue en Shiloh.
Ese día aprendí una cosa que ya creía saber: el río que acaricia tus pies y te produce un agradable escalofrío, incluso en el mes de junio, no es el mismo río al que se libra tu cuerpo cuando caes al agua desde una altura, aunque ésta sea moderada. Me sentí como si me hubiera estrellado en la acera. Fue tal el impacto, que me mordí la lengua hasta hacerme sangre.
Los primeros momentos que siguieron a la zambullida pasaron tan rápidamente que casi no recuerdo nada de ellos. Los pulmones me ardían cuando logré salir a la superficie, respirando como un caballo de carreras en plena competición. Lo que me rodeaba era tan diferente a las aguas transparentes y cloradas de la piscina en la que había aprendido a nadar, que me sentí desvalida, dominada por la corriente. Por pura coincidencia, supongo, debí de chocar con Ellie y la atrapé.
Ella también se había hecho daño y apenas se movía debido al golpe. La cuestión fue que no intentó zafarse, lo cual fue una bendición. Pasé un brazo alrededor de ella y la remolqué jadeando.
Sentí una puñalada de ansiedad cuando advertí con cuánta rapidez desaparecía el puente de mi vista, y con qué velocidad éramos arrastradas hacia el centro del río. La corriente me inmovilizaba las piernas mientras yo intentaba patalear, y mis botas inundadas pesaban como bloques de cemento.
Miré hacia la orilla e intenté nadar desesperadamente con la mano libre. Entonces comprendí que no sería capaz de salvar a Ellie. No era una nadadora lo bastante fuerte.
Podría mantenernos en la superficie si me esforzaba al máximo. Pero nada más. ¿Cuánto duraría eso? Tarde o temprano, Ellie podía morir, porque yo no sería capaz de evitar que tragara agua hasta ahogarse.
Además, si mal no recordaba, no tardaríamos en llegar al aliviadero, cerca del embalse del puente de Stone Arch. Era, de lejos, el sitio más peligroso de la zona. Yo había oído comentar que alguien había caído una vez allí y había logrado sobrevivir. También recuerdo una expresión que escuché en relación con el suceso: «de chiripa».
Podía abandonar a Ellie y nadar hasta la orilla con mi deplorable crowl y sobrevivir; también podía quedarme con ella y esperar a que las aguas nos tragaran.
Creo que no fue una decisión voluntaria. De hecho, fueron mis brazos helados los que se negaron a soltar la carga. Comenzamos a hundirnos. Tragué agua y emergí tosiendo. En el cielo vi que una nube que anunciaba lluvia iba escondiendo el sol, que doraba todavía sus bordes.
«¡Por dios, qué hermoso!»Y en ese instante, en la periferia de mi visión, algo me llamó la atención. Era un barco, un remolcador, para ser más precisa, aunque no llevaba ninguna barcaza a rastras.
Ese día, Ellie y yo tuvimos mucha suerte: la tripulación del remolcador estaba atenta y advirtió nuestra presencia; fue una suerte que su poderoso motor pudiera remontar la corriente y posibilitar así el rescate.
La tripulación nos había visto y nos gritaba, pero yo tenía los oídos llenos de agua y no oía nada. Aquello parecía una película de cine mudo. Uno de los tripulantes nos arrojó algo.
Era un cabo en cuyo extremo habían atado una botella de refresco vacía y bien cerrada, que hacía las veces de boya. Me adelanté como pude, a golpes más que a brazadas, y finalmente logré agarrarla.
A mi cuerpo le pasaba algo extraño. Habitualmente, cuando el agua está muy fría y ni siquiera las gruesas ropas de invierno bastan, se entumecen los dedos de las manos y de los pies y después las extremidades. En cambio, en ese momento, cuando me subieron a bordo, sentí los dedos, pero los brazos y el pecho estaban insensibles, de modo que sólo pude alcanzar la cubierta gracias a los violentos tirones de la tripulación. Me di cuenta de que había perdido la chaqueta. Al menos yo ya no la llevaba.
Ellie yacía boca arriba a mi lado. Tenía los ojos cerrados. Su cara estaba tan pálida debido al agua helada que aquellos rastros de pecas que antes parecían difuminarse ahora resaltaban vivamente. Me incorporé.
– ¿Cómo está?
– Respira -me respondió el que parecía ser el más viejo de la tripulación. Como si quisiera demostrarlo, Ellie giró la cabeza y vomitó un poco de agua del río.
– ¡Anda! -exclamó un marino hispano al ver el espectáculo que ofrecíamos.
– ¿Está usted bien, señorita? -me preguntó el viejo. Sus ojos de mirada indecisa eran de un azul penetrante, aunque el resto de su persona era grisácea, casi descolorida. Parecía escandinavo, de Minnesota de pura cepa, pero no tardé en reconocer su acento tejano.
– No siento la piel -dije mientras hundía mis dedos temblorosos en la masa muscular de mis brazos. Era una sensación muy extraña. Me puse de pie, pensando que si andaba me encontraría mejor.
– Tengo whisky de centeno -dijo el viejo.
En el entrenamiento de primeros auxilios, el instructor me había prevenido en lo que respecta a ofrecer o aceptar «remedios caseros» en caso de traumatismos. Cosas como alcohol o cigarrillos.
Sin embargo, en esos momentos no pensaba yo en mis entrenamientos y, aunque había dejado el alcohol unos años atrás, ahora que esa barca ponía proa a la orilla, se me ocurrió que un poco de whisky de centeno podía ser una opción muy razonable.