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Me puse de pie y me dirigí hacia la puerta. Sin embargo, Prewitt hizo un pequeño esfuerzo para que el encuentro se prolongara.

– Detective Pribeck -dijo cuando yo estaba a punto de salir-. No soy indiferente a su dolor. -Eso era lo que había querido expresar antes.

– Muchas gracias, señor -dije.

Sola en la escalera, repasé la conversación.

Prewitt estaba preocupado por el modo en que yo me había comportado en mi búsqueda de Shiloh; estaba preocupado por el problema personal que mi ausencia significaba para él. No había hecho demasiados esfuerzos para empatizar. «No soy indiferente a su dolor.» Vang ni siquiera había dicho eso cuando se enteró.

Yo apreciaba las palabras de Prewitt, pero también había hecho las preguntas pertinentes, y resaltado los puntos relevantes. «¿Bebía Shiloh? ¿Cómo eran las relaciones de pareja?», había querido averiguar. Ahora sabía perfectamente a qué apuntaba.

Por regla general, los hombres adultos no suelen desaparecer, me había explicado Genevieve. La experiencia me enseñó después que eso era verdad. Desaparecían intencionadamente, para escapar de deudas o de enredos amorosos.

La triste verdad era que la silenciosa incomodidad de Vang y las preguntas de Prewitt respondían a una misma causa: ambos creían que Shiloh me había dejado.

Capítulo 11

Pasé la tarde realizando otros procedimientos de rutina. Primero, revisando todo el papeleo sentada en mi sofá ante los documentos dispersos en la pequeña mesa donde solía servir el café.

El estado de la tarjeta de crédito de Shiloh mostraba un solo cargo a una línea aérea: $325 a favor de Northwest Airlines. Figuraba en la cuenta. A falta de un cargo a favor de Amtrak o Greyhound, me personé en esas terminales. Ninguno de los encargados de la venta de billetes reconoció la fotografía de Shiloh.

Una investigación estéril produce círculos cada vez más amplios. Lo que los policías no acostumbran a admitir es que el último círculo de una investigación puede ser como la capa más externa de la atmósfera terrestre. Algo muy tenue e inhabitable. En esa zona no hay gran cosa que averiguar. En general. Pero suele ignorarse ese riesgo.

Para mí, esa capa externa era el vecindario, que pensaba recorrer de nuevo. Mirando, pensando, yendo tras los probables caminos de Shiloh. Pensé que no serviría de nada incluso mientras me dirigía a la percha para coger mi abrigo con capucha antes de salir por la puerta del vestíbulo.

Después de los dieciséis meses de entrenamiento de Shiloh con el FBI, cuando recibiera su primer destino, yo haría las maletas y le seguiría. Era casi imposible que le ofrecieran algo cerca de Minneapolis. En una oportunidad Shiloh me lo había comentado como disculpándose.

– ¡Oye! -le había respondido medio en broma-. Yo soy una simple agente. ¿Quién soy para interponerme en el gran futuro que te espera: perseguir fugitivos, dar caza a terroristas…?

– No finjas ser una niña de trece años conectada a Internet -me había interrumpido Shiloh-. No, lo digo en serio. Los agentes nuevos no suelen recibir buenos destinos. Es más que probable que tengamos que irnos a vivir a una ciudad de segunda fila, económicamente deprimida. Para ti habrá algo relativo a drogas y bandas por algún sitio, si es que los cuerpos locales te contratan.

– Encontraré alguna cosa -respondí.

– La vida allí será muy diferente a ésta -insistía-. Tú has vivido demasiado tiempo en Minnesota.

– Pues ya es hora de que conozca otro sitio.

Así es como Shiloh me pintaba el cuadro, poco prometedor aunque vago, de la ciudad en que le darían su primer puesto de trabajo. ¿Pero no era posible que este barrio, este vecindario, el único al que podía llamar «hogar», se le hubiera vuelto de alguna manera hostil? Justo en el momento de su desaparición, Shiloh no tenía coche. La señora Muzio lo había visto a pie todo el tiempo que yo había estado de viaje. Todo hacía pensar que si algo le había sucedido, le había sucedido allí.

En mi trayecto había llegado a la University Avenue, una de las principales arterias que conducen hacia Noreste. Aminoré la marcha y observé un callejón empedrado, oscuro y vacío, que acababa en una lavandería y una tienda de licores. Una muchacha en bicicleta de manillar alto pasó veloz por mi lado, balanceándose y pedaleando con afán, buscando llegar lo antes posible a casa.

El callejón, como todos los que yo había transitado, parecía abierto y seguro a la luz del día. Era difícil imaginarlo, como todos los alrededores, como el escenario de un crimen violento, incluso durante la noche. El nuestro era un barrio con un buen alumbrado público y tráfico abundante. Jamás resultaba verdaderamente aislado y oscuro.

Pero ésa era una falacia en la que cae la mayor parte de los ciudadanos. Piensan que para que se cometa un crimen son absolutamente necesarios el aislamiento y la oscuridad. Robos mediante golpes y tirones, asaltos e incluso asesinatos se producían en lugares públicos, no demasiado apartados de la gente.

Un robo con resultados fatales era un probable guión para mi película.

¿Acaso llevaba Shiloh una cantidad considerable de dinero cuando desapareció? No resultaba muy probable, aunque tal vez eso no hubiese importado. El dinero es un riesgo sólo cuando la gente tiene motivos para sospechar que lo llevas encima. Shiloh no se vestía precisamente como un ricachón, y se lo pensaba dos veces antes de mostrar un billete de los grandes, cuando los llevaba. Sin embargo, todos los días se producían asaltos, a gente pobre tanto o más que a gente rica.

¿Qué habría hecho Shiloh en esa situación? No podía afirmarlo, honestamente. Me imaginaba a un Shiloh sereno y práctico tranquilizando a un adolescente nervioso que lo amenazara con una pistola o un cuchillo. Sin embargo, también podía figurarme a un Shiloh que resistía. El mismo Shiloh que se había negado durante meses a descartar la teoría de que Aileen Lennox era Annelise Eliot, el mismo Shiloh que expuso un argumento infructuoso a Darryl Hawkins.

De cualquier modo, podía haber resultado muerto en cualquiera de esos intentos y el documento de identidad y el dinero se habrían escapado entre las manos manchadas de sangre de un desconocido.

¿Pero dónde estaba el cuerpo? Podía imaginar la escena, pero no al atracador haciéndose cargo del cuerpo. Ya tenía bastante con robar y asesinar. Lo peor que podía hacer era permanecer junto al cuerpo un solo segundo después de haber cometido el delito. Lo indicado era salir corriendo.

– «Desaparecido sin dejar rastro» es una frase hecha -me había dicho Genevieve durante mi período de entrenamiento-. Nadie desaparece «sin dejar rastro», ésa es mi nueva frase hecha. Es la verdadera regla de oro cuando se trata de personas desaparecidas.

Al parecer, el único caso que indicaba que Genevieve se había equivocado era el mío. Eso ya era sospechoso. Quizás estuviera haciendo algo mal. Puede que estuviera demasiado próxima a Shiloh. ¿Diría eso otro policía? ¿Qué opinaría Genevieve?

Habían pasado otras siete horas sumándose a las treinta y seis que llevaba investigando, pero eso para mí no tenía la menor importancia. Se trataba de algo que quería hacer, y no quería perder tiempo.

El miércoles a las cinco estaba en la granja de los Lowe, en Mankato.

Podía haber llamado a Genevieve. La tecnología ha cambiado mucho en los últimos tiempos. Cada vez que pones la tele, sale una empresa de telefonía intentando venderte la idea de que puedes comercializar tus productos y hacer presentaciones desde alguna montaña del Tíbet. Los policías nos contamos entre las pocas personas que todavía necesitamos la comunicación cara a cara. Sentí con total convicción que una conversación con mi compañera debía excluir la mediación del teléfono.