Necesitaba a Genevieve. Era mi maestra. Tenía que creer que podía ayudarme cuando yo ya no sabía qué hacer. Mientras devoraba la carretera 169 a ciento cincuenta kilómetros por hora, límite de seguridad de los coches patrulla fuera del núcleo urbano, iba ordenando en mi mente todo lo que habría de decirle.
En el fondo subyacía la idea de que todo esto ayudaría incluso más a Genevieve que a mí. Necesitaba hacer algo, aparte de vegetar en una granja centenaria lamentándose por la muerte de su hija. Era muy buena en su trabajo, seguramente me ayudaría.
Cuando Genevieve abrió la puerta no pareció sorprendida, como si yo viviera cerca de allí.
– Adelante -me dijo. La seguí al interior de la casa. Sin embargo, una vez dentro dio la impresión de que no sabíamos que íbamos a hacer.
– ¿Cómo están Deborah y Doug? -pregunté.
– Doug llegará pronto. Algunas veces se queda en la escuela porque toma exámenes. Deborah fue a Le Sueur. Entrena a un equipo femenino de baloncesto y próximamente tienen un partido.
Cuando calló, Genevieve se puso de pie y esperó que yo reemprendiese la conversación.
– Quiero hablar contigo -dije.
– De acuerdo.
Miré hacia mi lado, en dirección a la sala de estar. Me pareció que sería el lugar que Genevieve elegiría para conversar con una visita. Pero no fue así.
– ¿Podrías preparar un poco de café u ofrecerme algo? -dije molesta por tener que reemplazarla en su papel.
Me condujo a la cocina. Tuve que ser yo la que buscase el café y los filtros, sólo entonces tomó la incitativa de abrir un pequeño armario que se hallaba sobre la nevera y sacar de allí todo lo necesario. Las mangas de su camiseta se deslizaron hacia abajo, y dejaron entrever los bien moldeados tríceps y deltoides. No había perdido lo que había logrado en el gimnasio. Al menos, de momento.
Cogí la leche de la nevera. En la parte interior de la puerta había huevos, lisos y pardos. Recordé que los Lowe tenían un gallinero.
– Estos huevos son del gallinero que está allí fuera, ¿no es verdad?
– Sí.
– Deben de ser muy frescos, deben… -«Por el amor de Dios, Sarah, no has venido a una visita de cortesía.»
Me volví entonces hacia Genevieve y la miré a los ojos.
– Shiloh ha desaparecido -dije.
Me dirigió una mirada grave, sombría. No abrió la boca.
– ¿Has oído lo que te he dicho?
– Sí -contestó con voz inexpresiva-. No lo entiendo.
No fuimos a la sala. Le conté toda la historia en la cocina, desde que servimos el café hasta que nos lo bebimos. Ella se sentó a la mesa. Yo me mantuve de pie, impaciente.
Para lo poco que yo sabía acerca de cómo y por qué Shiloh había desaparecido, Genevieve se tomó mucho tiempo antes de hablar. Intenté dejarle en claro que ya había agotado todos los ángulos desde los que podía considerarse el asunto y que todos me habían conducido a un callejón sin salida. Tenía que entender que se trataba de una situación grave.
– ¿Puedes ayudarme? -le pregunté al fin.
Miró por la ventana al campo en barbecho de los vecinos, a los rastrojos débilmente iluminados por los últimos rayos del sol poniente.
– Sé dónde está Shiloh -dijo marcando las palabras.
Era demasiado bueno para ser verdad, pero mi corazón empezó a latir desbocado.
– Está en el río -prosiguió-. Muerto.
Fue como un terrible veredicto dicho con la voz más inexpresiva del mundo. Genevieve era mi maestra. Su voz era para mí la voz de la verdad. «Aférrate a algo, Sarah -me dije-. Ella no puede saberlo, no puede saberlo.»Genevieve no me observaba, de modo que no advirtió mi mirada hostil.
– ¿Podrías ayudarme un poco más? -dije en voz muy baja.
Se volvió y me clavó los ojos, en los que en ese momento distinguí una chispa de luz.
– Te he oído -dijo-. He escuchado todo lo que has dicho. Es la única explicación con algún sentido.
Su tono era realista, práctico, como si nunca hubiera conocido a Shiloh.
– Me decía que a veces se sentía deprimido. Tenía sus horas bajas…
– ¡Pero no ahora! Se disponía a ir a Quantico.
– Quizás era eso lo que temía. Tal vez pensó que no daría la talla en el FBI. Shiloh era muy exigente consigo mismo. Le dolería demasiado la perspectiva de un fracaso.
– No tanto -dije mientras me quitaba la chaqueta y la colocaba en el respaldo de una silla, ya que la calefacción estaba muy fuerte.
– O puede que estuviera asustado porque el matrimonio no funcionaba -agregó.
– Sólo hacía dos meses que nos habíamos casado.
– Y los dos ya os preparabais para vivir separados. Justamente la víspera de su viaje a Quantico tú te vienes aquí sin él.
– ¡Por el amor de dios, fue él quien no quiso venir!
– Es posible -siguió Genevieve-, pero de cualquier modo se quedó solo en casa, preguntándose cuánto tiempo seguiríais juntos, pensando en la improbabilidad de sus expectativas. Shiloh sabía con qué facilidad se estropean los planes para el futuro. En algún momento se puso a caminar hacia el río (sólo está a pocas manzanas de vuestra casa, ¿no es así?) y se tiró a sus aguas.
Empecé a entender algo. Genevieve se había alejado de la ciudad porque el río Mississippi y sus puentes habían sido para ella una tentación excesiva. Genevieve estaba imaginando un recorrido que, en su día, ella quiso emprender.
– No fue un suicidio -puntualicé-. No estaba en absoluto deprimido.
– Ella era feliz en su matrimonio -dijo Genevieve.
– ¿De quién hablas? -pregunté desconcertada. La conversación se estaba volviendo totalmente (imprevisible.
– Era feliz en su matrimonio -repitió Genevieve en una letanía-. No era homosexual. No estaba deprimido. Si me hubiera mentido, yo lo hubiera notado enseguida. Has oído estas frases mil veces. Todos los detectives las hemos oído. Esposas, maridos, parientes… A menudo son los últimos en saber el alcance del asunto.
No podía negárselo.
– A veces -prosiguió-, la depresión es un fenómeno biológico. No necesariamente tiene un desencadenante. Las personas deprimidas ocultan sus secretos a quienes las rodean. No fue culpa tuya.
– No se suicidó -repetí meneando enérgicamente la cabeza.
Una de las cosas que había hecho de Genevieve un modelo para los interrogatorios era su voz. Era baja y suave, no relacionada con la crudeza de las preguntas que formulaba. Nunca la había visto sondear tan desapasionadamente como entonces. Hundida en su desesperación, no era capaz de advertir el dolor que me causaba.
– Si no fue un suicidio, pudo tratarse de otra mujer. Has dicho que no se llevó gran cosa cuando dejó la casa. Fue a algún lugar cercano, posiblemente un bar.
– ¡Gen! -dije en voz más alta de lo normal, pero no pareció oírme.
– Shiloh era un muchacho sano y su mujer se hallaba lejos de la ciudad. Se puso a buscar algún culito anónimo y encontró a la mujer equivocada. Ella lo golpeó o le disparó y se llevó el cuerpo.
– Muy bien -dije procurando llevar mi voz otra vez a su tono normal-. Agradezco tus teorías. Sin embargo, por lo menos vente conmigo a la ciudad e intenta probármelo. ¿Lo harás?
Siguió un largo silencio. Pensé que había ganado.
– Antes, cuando era policía… -comenzó.
– Aún eres una policía -le espeté-En esos tiempos -prosiguió, reflexiva y sin hacerme caso- comprendí que estaba harta, justamente por mi trabajo. Pero el mundo es un lugar mucho peor de lo que puedes imaginarte. -Hizo una pausa-. No estoy segura de que quiera saber lo que le ha pasado a Shiloh.
Se hizo el silencio en la cocina, ya oscura, y comprendí que ya no había más que hablar.
– Muy bien -dije para acabar, mientras me ponía la chaqueta-. Gracias por el café.
Por una vez, la había sorprendido.
– Te quedas, ¿no es verdad? -dijo arrastrando la silla y dispuesta a seguirme.