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– No puedo -le respondí-. Tengo cosas que hacer.

– ¿Vas a ir conduciendo ahora hasta la ciudad?

– No es tarde. -Ya estábamos en la puerta de entrada-. Siempre puedes venir conmigo. Eso es lo que pretendía.

Me acompañó hasta el porche y se detuvo en lo alto de la escalera. La miré desde abajo. Era una rara circunstancia, dada la diferencia de alturas.

– Ayúdame, Gen. Ayúdame a encontrarlo. Yo he hecho todo lo que he podido.

– Lo siento -dijo negándose con la cabeza.

Bajo los tres escalones y se detuvo al lado de mi coche.

– Si se hubiese tratado de Kamareia -dije-, jamás me hubiera negado a ayudarte a encontrarla.

Me esperaba cierta cólera, por lo menos un reproche de que yo recurriera a este tipo de chantaje al evocar la figura de su hija.

– Lo siento -repitió, en cambio.

Lo más terrible es que su voz me transmitió que realmente lo sentía.

El fango de la acera me empapó las botas, como si me hubiera querido inmovilizar allí. El Nova arrojó un poco de barro a los costados, junto al manzano, hasta que encontró un punto de apoyo y salió disparado hacia la carretera.

Capítulo 12

Sabía lo que vendría después: Utah. Si no sabes dónde está alguien, ve adonde ya ha estado. Ésta es una regla de oro en la búsqueda de desaparecidos, a pesar de que la policía raramente se permite el lujo de seguirla. Yo estaba trabajando por mi cuenta y riesgo, así que me fui a Utah.

Shiloh había nacido y crecido en Ogden, al norte de Salt Lake City, y era el mediano de seis hermanos. Se había marchado de casa siendo muy joven. Sus padres estaban muertos y Shiloh no mantenía contacto con sus hermanos, excepto con Naomi, la más joven de ellos junto con su gemela, Bethany. Por supuesto, yo le había preguntado por los motivos.

– Religión -dijo, simplemente-. Para ellos soy algo así como un enfermo crónico que rechaza el tratamiento. No puedo vivir rodeado de eso.

– Conozco a una o dos personas que crecieron en hogares estrictamente cristianos (católicos y mormones), y no son religiosas. Las familias se lo han tomado muy bien.

– Sí, algunas familias lo hacen.

Se había marchado de casa a los diecisiete, antes de terminar el instituto, sobre lo cual, obviamente, también le había preguntado.

– Era lógico en aquella época -me había respondido-. Yo sabía que quería una vida diferente a la que se me tenía preparada, y supe que la única manera de encontrarla era huir de allí.

Años después de que dejase Utah, a su familia, y la fe de los suyos, había recibido una carta de su hermana Naomi. Shiloh respondió, y comenzaron a cartearse pero, según sus propias palabras, al cabo de un par de meses las relaciones se enfriaron.

– ¿Por qué dejaste de escribirle? -le pregunté.

– Había empezado a considerarme como un proyecto. Trabajaba para que yo regresase a casa. Quería reconciliarme con la familia y, después, con Dios.

Al parecer, Shiloh consiguió congelar la relación, ya que desde entonces sólo intercambiaron postales de Navidad.

Al volver a Minneapolis, tuve que buscar un rato en la agenda de direcciones, un ajado manojo de papeles, antes de encontrar lo que deseaba: Naomi y Robert Wilson. La dirección era Salt Lake City y tuve la certeza de que se hallaba en la guía telefónica.

No tenía ningún motivo para creer que Shiloh se hubiera puesto en contacto con algún miembro de la familia últimamente, pero necesitaba comprobarlo. Hasta el momento, había estado intentando cultivar las piedras; era hora de hallar terreno fértil. Y si en Utah no había ninguna pista nueva que me ayudara a encontrar a Shiloh, allí pudiera ser que encontrara algunas viejas que me hicieran comprender mejor a mi marido.

Mientras cenaba en un restaurante, busqué los números que pertenecieron a «Robert Wilson» o «R. Wilson» en el área de Salt Lake City y comencé a hacer llamadas.

– ¿Hola?

Una mujer joven contestó al segundo número que marqué.

– ¿Es usted Naomi Wilson? -pregunté.

– Al habla -dijo con cortesía.

– Naomi, soy Sarah Shiloh -me detuve un segundo pensando cómo habría de proseguir.

– ¿Quién? -exclamó-. ¿Ha dicho que se llama Sarah Shiloh?

– Eso es. Tu hermano Michael es mi marido.

– ¿Michael? ¿Eres la mujer de Mike? ¡Oh! -exclamó en medio de una risa nerviosa-. Sí, soy Naomi Wilson. Me has encontrado -volvió a reírse-. Me he confundido porque, bueno, no tiene importancia. Oye, ¿puedo hablar con Mike? Hace mucho, mucho tiempo que no lo hacemos.

Esas palabras me hicieron sentir algo en mi interior, algo frío y pesado como el plomo.

– Ojalá pudiese hacerlo -respondí-. Lo estoy buscando. Nadie, incluida yo, lo ha visto en los últimos días.

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

– ¿Cómo? -preguntó Naomi Wilson.

– Tu hermano ha desaparecido. Por eso llamo.

– ¡Caramba! -exclamó. Me pareció un comentario poco adecuado, pero después me di cuenta de que una buena cristiana nunca diría «¡dios mío!». La voz de Naomi me sonó seria cuando preguntó:

– ¿Dónde estás, en Minneapolis? ¿Es allí donde vivís?

– Vivimos allí. Mike iba para Virginia pero nunca llegó -le dije.

– ¿Ha desaparecido? ¿Crees que está aquí? No, no lo está -dijo, contestando a su propia pregunta. Luego se corrigió-: Bueno, al menos que yo sepa. ¿Crees que puede andar por aquí?

– No lo sé. Necesito ir hasta allí y hablar contigo personalmente. Y quizás también con el resto de la familia.

– De acuerdo -respondió-. ¿Cuándo llegas?

– Mañana -dije-. Cogeré un vuelo temprano. Contando la diferencia horaria pienso que podré estar allí a mediodía. ¿Cuándo te viene bien que nos veamos?

– Yo trabajo en una guardería. Dos de nosotras nos quedamos hasta mediodía, y luego estoy sola hasta las tres y media. De todos modos, puedes venir en cualquier momento de la mañana y ya me escaparé. También quiero hacerte un par de preguntas acerca de Mike, de cómo os conocisteis, etcétera. Hace mucho tiempo que no hablo con él.

Me dio la dirección de la guardería a las afueras de Salt Lake City

– Me reconocerás enseguida, parece que estoy preñada de diez meses.

Telefoneé a una agencia y pagué el billete con tarjeta de crédito, e hice el equipaje. La maleta de Shiloh estaba en el suelo, justo donde yo la había dejado al sacarla de debajo de la cama y comprender lo que eso significaba. En el último momento rescaté la vieja camiseta de «Búsqueda y Rescate» de Shiloh y la metí en la maleta.

Del otro lado de la pared se escuchó el retumbar de un tren de mercancías que se dirigía hacia el norte. Yo estaba sentada en el suelo del dormitorio, con las piernas cruzadas. Necesitaba dormir, pero había llegado a un estado en que sólo desvestirme y cepillarme los dientes resultaba un obstáculo insalvable entre la cama y yo.

Busqué el libro que había hallado en el interior de la maleta de Shiloh y recogí el billete de avión que contenía. Era una promesa rota, un contrato incumplido, y la última señal razonable y cuerda de la vida de Shiloh antes de que ésta diera un extraño vuelco.

Miré el reverso del billete y examiné los términos y condiciones impresos en color verde claro.

Mi corazón dio un salto. En el dorso del billete había siete números escritos con lápiz, con un espacio casi imperceptible entre las cifras tercera y cuarta.

Shiloh era cuidadoso y organizado, pero las únicas cosas que yo le había visto ordenar de verdad eran las notas y papeles relativos a sus investigaciones. De lo contrario, todo se quedaba en desorden aceptable. Amontonaba las facturas en la mesa de la cocina, escribía direcciones en trozos de papel arrugado y las guardaba en una caja llena de sobres en la que también guardaba los sellos. Escribía números de teléfonos en el listín y, en una ocasión, lo hizo directamente en la pared con lápiz. Los números que necesitaba en el momento los solía escribir en cualquier cosa que tuviera a mano: por ejemplo, en el dorso de un billete de avión.