Tamborileé con mis dedos un buen rato sobre la cubierta del libro. Había escrito en el dorso del billete. ¿Se quedaban con el billete en la puerta de embarque? ¿Quería Shiloh tener el número a mano al desembarcar en Washington porque sabía que lo necesitaría? ¿Se trataba, por el contrario, de un número de Minneapolis que necesitaba para usar inmediatamente?
Me dirigí al teléfono y marqué el número de siete dígitos, sin prefijo.
– ¿Hola?
Era una voz de mujer, parecía una residencia particular. Debía de tener entre 60 y 70 años. En segundo plano se escuchaba un televisor con el volumen lo suficientemente alto como para que yo distinguiera que se trataba de una serie cómica.
– ¿Hola, señora? -dije.
– ¿Hola? -repitió.
– ¿Podría usted bajar el volumen de su televisor? -sugerí-. La espero.
– Sí, un minuto, por favor.
El ruido televisivo calló. De todos modos, intenté hablar alto cuando la mujer volvió a ponerse al aparato.
– Hola, señora ¿puede decirme su nombre, por favor? -dije.
– ¿Vende usted algo? Es un poco tarde.
– No, no vendo nada. Intento encontrar a un hombre llamado Michael Shiloh. ¿Le resulta familiar ese nombre?
– ¿Quién?
– Michael Shiloh.
– No conozco a nadie con ese nombre -contestó.
– ¿Le puede preguntar a alguien más?
– Bueno -respondió, bastante desconcertada, pero sin alzar la voz-. Estoy sola en casa y no conozco a nadie con ese nombre.
La creí. Debía de ser una viuda solitaria: la voz rasposa de fumadora, el televisor a toda pastilla a causa de la sordera…
– Gracias -acabé-. Disculpe la molestia.
Me sabía de memoria los prefijos de la ciudad. Fui probando todas las combinaciones y una de ellas sonó y sonó sin que nadie lo cogiera. Otra, era un número fuera de servicio.
Con una mano en el interruptor de plástico del teléfono para cortar, aguantaba el auricular con la barbilla y el hombro. Quizás era el número de teléfono de alguien que vivía cerca de Quantico. Con el código de área 202 y los nuevos códigos de área que se habían creado en la vecindad de Washington, tuve muchas conversaciones breves e infructuosas y oí muchos mensajes pregrabados que anunciaban que la línea estaba fuera de servicio.
En Salt Lake City, los siete dígitos me dieron acceso a la línea de atención al cliente de una empresa de productos para esquiadores y montañistas: «Su llamada es importante para nosotros…»Decidí intentar también los códigos extraestatales de Minnesota.
En el norte de Minnesota, por encima del Iron Range, la comunicación se interrumpía antes de marcar la totalidad del número. En el sur, en cambio, daba señal.
– «Sportsman».
– Hola -dije-. ¿Con quién hablo?
– Soy Bruce. ¿Quién es usted?
Parecía un hombre de unos veinte años, y su tono era profesional y coqueto, como el de un camarero. Se oía un barullo de voces de fondo.
– ¿Es un bar? -pregunté-. ¿No es una tienda de deportes o algo parecido?
– Sí, esto es un bar -me contestó riendo el supuesto camarero-. ¿Te explico cómo llegar?
«Cretino -pensé-. Sólo se trata de algún barucho de pueblo.»
– No -respondí-. En realidad estoy tratando de encontrar a alguien a quien le diga algo el nombre de Michael Shiloh.
– Ya -rumió Bruce-. Conozco a muchos de los tíos que vienen por aquí, y por supuesto a los que trabajan en el lugar, pero ese nombre no me dice nada.
– De acuerdo -dije-. De todos modos, le daré mi nombre y el número de mi trabajo por si sabe algo.
– Prefijo 612 -comentó mientras tomaba nota-. Esto es de la ciudad. Se me ocurre que no se dejará caer por aquí. -De pronto, hubo un estallido de ruido al fondo, de gente mirando por televisión un espectáculo deportivo-. Es una lástima, pareces una tía divertida.
Eso era lo último a lo que mi voz sonaba.
– Gracias por el piropo -dije- y llámame si el nombre que te he dado le suena a alguien.
– Claro -respondió Bruce.
Después de cepillarme los dientes, lavarme la cara y hacer lo que normalmente hago antes de acostarme, me senté sobre la colcha de mi cama, con las piernas cruzadas bajo mis muslos, con miedo de dormirme.
Me daba miedo pensar en lo que las tinieblas traerían a mi mente. En las guardias nocturnas, todos los problemas parecen más intrincados y todos los errores cometidos, más ineludiblemente destructivos.
Cuando todas las acusaciones relacionadas con el asesinato de Kamareia que pesaban sobre Royce Stewart fueron retiradas, no me di cuenta de lo que pasaba hasta una noche de insomnio días después de que el juez fallara. Tuve que salir del dormitorio, ir a la sala de estar, para que Shiloh no advirtiera mi dolor.
De todas formas, se despertó y acudió a la sala a oscuras, estrechó mi rostro húmedo contra su pecho desnudo y me acarició el pelo. En aquella oscuridad, me comentó un sueño que había tenido.
– Sueño con mis manos ensangrentadas con la sangre de Kamareia -me dijo.
Me sobresalté. Le dije que nada de lo ocurrido había sido culpa suya.
– No -dijo-, estoy hablando literalmente. La tarde que la encontramos, me manché con su sangre. Después de que tú fueras al hospital con ella, intenté calmar a Gen y le puse una mano en la mejilla. Le manché la cara con la sangre de su hija. No quise que ella lo viera y la llevé a la cocina para lavarla, pero había un espejo al pie de la escalera. Supe que lo iba a ver. Y así fue. Sueño con eso, sueño que miro hacia abajo y veo la sangre de Kamareia en mi piel. Sueño con que me lavo. Los que escriben relatos de terror dicen que un poco de sangre deja el agua rosada. No es verdad. Es cada vez un poco menos roja, hasta que el agua vuelve a correr clara.
Su voz tenía un aire disociado, lejano, que me hizo sentir inquieta. Con tal de tranquilizarlo, le repetí que no había sido culpa suya. No encontraba nada más que decirle.
– No -dijo-. Fue culpa de él.
Supe lo que quería decir. Shiloh me estrechó entre sus brazos y dijo: -debía haber muerto sólo por lo que hizo con Genevieve.
A veces pienso en la sangre del sueño de Shiloh cuando las personas que no lo conocen lo llaman lejano y desapegado.
Finalmente, cuando me metí en la cama y apagué la lámpara de la mesita de noche, intenté pensar en algo positivo, en mañana. Mañana estaría en Utah y por fin conocería a la familia de Shiloh.
La hermana de Shiloh, Naomi, siempre había sido, según sus propias palabras, la más interesada por él. Ella me había dicho por teléfono que quería saber cómo nos habíamos conocido.
Si Naomi Wilson era todavía una devota cristiana tal como Shiloh había descrito a todos los miembros de su familia, pensé que podría no estar preparada para oír los detalles de mi historia.
Capítulo 13
Hace unos años, la última novia de mi padre, cuyo nombre llegué a saber pero olvidé en el plazo de una semana, me telefoneó para comunicarme que el viejo había muerto. Sandy (¿se llamaba así?) me localizó con el tiempo justo para poder llegar al entierro. Llamé a mi sargento, le conté lo que ocurría, y me compré un traje negro y unos zapatos de tacón alto camino del aeropuerto, donde tomé un avión hacia el oeste en una de esas compañías regionales con tarifas reducidas.
Después de pasar casi toda su vida de adulto en Nuevo México, mi padre se hartó de los inviernos rigurosos y del aislamiento de las tierras altas y se mudó a Nevada, donde el dinero le cundiría aún más que en el sudoeste. Sus ahorros le sirvieron para comprarse una finca bajo el sol del desierto y para divertirse con su nueva novia. Esto último no me sorprendió, ya que mi padre siempre había sido un tipo guapo y conservó su atractivo hasta que se lo llevó un ataque cardíaco. O al menos eso fue lo me que contaron en Nevada.